POR ENRIQUE VILA-MATAS

9

Llegamos a un acuerdo por el cual íbamos a dar Sirés y yo una vuelta por la ciudad y en cuanto estuviera libre mi habitación –tenían que dejarla en dos o tres horas– me avisarían por whatsapp. No eran muy fiables, pero no había otra opción que confiar en ellos. Dimos un largo paseo por la avenida 18 de Julio y yo me disculpé ampliamente ante Sirés por no continuar en el hotel que me había asignado su organización, algo que él dijo de entrada comprender y luego lo contrario cuando apuntó que no le veía una gracia especial a dormir en el cuarto de «la puerta condenada», el cuento de Cortázar que transcurría en el Cervantes, de Montevideo. 

Acompañé a Sirés a las oficinas del CCE, donde conocí a la gente que trabajaba con él. Después, dimos una larga vuelta por la ciudad y pasamos, lo recuerdo especialmente, por delante del Teatro Solís que Sirés me explicó que era el más antiguo del mundo, aunque rápidamente cambió y precisó que en realidad era sólo el más antiguo de Sudamérica, lo que en el fondo me tranquilizó, porque no sabía cómo debía reaccionar ante la visión repentina, en pleno paseo por Montevideo, del teatro más antiguo del mundo. Pensé en Mario Gas, amigo de juventud, compañero de estudios en Derecho. Siempre había oído decir que Mario, hombre de teatro hasta la médula, había nacido en un teatro fuera de España, en Montevideo concretamente cuando sus padres, actores, estaban de gira. Y me pareció que en los años cuarenta, cuando nació Mario, sus padres sólo podían estar trabajando en Montevideo en un teatro con tanta historia como el Solís. 

Tras la agradable caminata, con momentos a veces agradables, como cuando bordeamos el imponente Río de la Plata, acabamos entrando en un restaurante de la plaza de la Independencia. Nos encontrábamos ya en los postres, saboreando un extraordinario chajá, cuando escribieron un whatsapp desde el Esplendor para decirnos que tenían ya libre mi habitación, lo que me animó enormemente, porque calculé que me iban a sobrar horas para examinar lo que, pensándolo bien, en realidad quizás exigiera sólo una mirada muy afilada y breve: una ojeada tan rápida como penetrante que me permitiera averiguar qué aspecto tenía, si es que tenía alguno, la tan enigmática frontera entre lo real y lo ficticio.

Pensar en esa frontera me excitaba, quizás porque me sentía a las puertas de una experiencia única. El hecho es que, pasadas las tres de la tarde, entraba yo en el tan ansiado cuartucho, y pude confirmar que no me ocurría nada especial por pisar aquel lugar, por haber entrado en el escenario del cuento de Cortázar. Viví, en todo caso, la sensación de la que había hablado Andrés di Tella en Cuadernos: «Los bulevares del París de Une femme mariée de Godard y las planicies del Monument Valley de My Darling Clementine de John Ford, todo en el mismo riguroso blanco y negro, eran como barrios de una misma ciudad. Las imágenes provocaban el deseo de ir al encuentro de esos lugares, pero, al mismo tiempo, la sospecha de que esos sitios no podían existir». 

Había atravesado el Atlántico y había ido al encuentro de aquel santuario cortazariano en busca de la puerta condenada, pero, una vez en el cuarto, «en el lugar del crimen» (que dirían algunos), me pareció que quizás estaba simplemente en un sitio que durante años había estado sólo en mi imaginación, y que eso podía ser todo. 

Sin embargo, me rebelé, me pareció estúpido decepcionarme de aquella forma. ¿Seguro que «eso podía ser todo»? Me indigné contra mí mismo: No había ido al encuentro de aquella habitación, no había atravesado el Atlántico, para entrar en un departamento que acabara pareciéndome un sitio que no podía existir. Es más, allí lo tenía, estaba en él, podía tocarlo. Y allí estaba –cabía suponer que estaba, aún me faltaba mirar– la puerta condenada detrás del armario de la pequeña habitación, esa puerta que para Beatriz Sarlo era el lugar exacto en el que irrumpía lo fantástico en el cuento de Cortázar, la frontera entre lo real y lo ficticio. Y allí estaba el cuarto de baño, que era como lo había descrito el cuentista y tal como lo había imaginado al leer el relato, y tenía, tal como se decía en el texto, una ventana más grande que la de la propia habitación, aunque «se abría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil». 

Calculé que me iban a sobrar horas para examinar lo que, pensándolo bien, en realidad quizás exigiera sólo una mirada muy afilada y breve: una ojeada tan rápida como penetrante que me permitiera averiguar qué aspecto tenía, si es que tenía alguno, la tan enigmática frontera entre lo real y lo ficticio

Durante un buen rato, estuve mirando, casi hipnotizado, ese pedazo de cielo inútil, hasta que estuve completamente seguro de que, como era bien obvio, no era en modo alguno el mismo cielo del día en el que transcurría el cuento. Y poco después, tal vez porque había acabado demasiado atrapado en la inspección del cielo de aquel día, reparé en un importante detalle que se me había escapado al entrar en el cuarto: aunque habían limpiado a fondo y olía a rosas la habitación entera y todo mostraba un orden geométrico impecable, había una anomalía allí, porque entre el armario y la ventana alguien había dejado olvidada una solitaria maleta roja. 

¿Era la maleta de alguien que la noche anterior había dormido allí? Si era así, ¿por qué al dejar la habitación no se la había llevado? La sorpresa me duró un buen rato y a punto estuve de pedirle a Sirés que subiera y me diera su opinión sobre lo que tenía que hacer con aquella maleta roja que, además, pesaba bastante, por no decir mucho. Pero finalmente, opté por sacarla yo mismo al pasillo, como si aquel trasto que pesaba tanto no pudiera continuar ni un segundo más allí, en mi territorio. Saqué afuera la maleta y llamé al gerente para que el hotel se hiciera cargo de ella. 

Volví a entrar y me tumbé en la cama mirando al techo mientras me planteaba mirar de una vez por todas en qué estado se hallaba la puerta condenada que tenía que estar detrás del armario. Sin embargo, me entró finalmente prisa por bajar al hall y, en uno de los apartados de la sala, contarle a Sirés que había encontrado una inquietante maleta roja en mi cuarto, aunque al final nada le conté porque vi venir lo que me diría: que con aquella maleta alguien me había servido en bandeja el comienzo de alguna historia que acabaría yo escribiendo. 

Si bien yo deseaba en ciertos momentos, no siempre, volver a escribir, volver a sentirme escritor –por mucho que muy dolorosamente tuviera que renunciar a la escena duchampiana que me hacía tan feliz, aquella en la que confesaba estar sin ideas–, no quería que fuera Sirés el que me empujara a hacerlo, entre otras cosas porque había empezado a odiarlo suavemente, ya que, a lo largo de todo el almuerzo, no había parado de decirme siempre lo más previsible, lo más corriente, no había ni un segundo dejado de encontrar en todo momento la clásica frase tópica, siempre la más idónea y por tanto dicha sin alma, diría que con espíritu de taquillera de otra época, con el alma de aquellas señoras con tanta y tanta profesionalidad y tantas manos para despachar entradas y ni un ojo y ni una sola mirada original para enjuiciar lo que vendían. 

¿Era Sirés una taquillera en potencia? Me preguntaba todo el rato esto tan absurdo para de algún modo tener ocupada mi mente y no acabar cediendo a mis ganas en el fondo de contarle lo de la maleta roja que había encontrado en mi cuarto a medio camino entre la ventana y el armario. 

–¿En qué piensas? –llegó a preguntarme intuyendo que le ocultaba algo.

–En nada, en nada –respondí–. O, mejor dicho, en lo mucho que me gustaría complicarle la vida a los demás. 

–¿Y eso? 

–Por ejemplo, me gustaría dedicarme a unir o separar a las personas. Ya que no escribo desde hace tiempo, escribir al menos en la vida misma, escribir en el mundo real, lograr divorcios y forjar matrimonios, ¿me comprendes? 

–No mucho –dijo–, pero podemos hablar de esto mañana cuando te entreviste. Cuenta ahí que te apasiona interferir en las relaciones de los demás. Y de paso, si tanto interés tienes en eso, intentamos que alguna pareja del público se divorcie. 

 

10 

El resto de la jornada lo pasamos ensayando en la sala Estela Medina del CCE la larga entrevista ante el público, aunque no llegamos a tocar de nuevo la cuestión de escribir en la vida misma, más bien a última hora decidimos que ante el público la evitaríamos para dar preferencia a las preguntas sobre mi obra. Sería el propio Sirés quien iba a preguntarme sobre lo publicado por mí hasta entonces y yo pensaba dedicar un largo tiempo al montevideano cuento de Cortázar y ponerlo como ejemplo de ese tipo de relatos que veía que pertenecía a la tercera casilla de mi clasificación de tendencias narrativas contemporáneas, ese tipo de relatos que organizan su narración en torno a la propia traba (en su caso una puerta detrás de un armario) que impide que una historia pueda llegar a sernos contada de forma completa. 

No te detengas demasiado en la traba, me había recomendado Sirés, que parecía muy interesado en que todo fuera muy bien y que la entrevista en la sala Estela Medina llegara a buen puerto. 

Pero buscando ese final feliz Sirés acabó por dejarme agotado con su más que exigente sesión de trabajo en aquel subterráneo del CCE. Tan cansado había yo quedado de aquel ensayo general que, al llegar por la noche a mi cuarto del Esplendor, ya sólo era capaz de pensar en tumbarme de inmediato en la cama y entregarme al sueño. Y, sin embargo, en contra de lo que esperaba, me resultó difícil dormirme. Ya no estaba la maleta roja en el pasillo, pero aun así no podía evitar pensar en ella, pensar que la maleta había estado allí, allí mismo, a dos pasos de donde yo ahora reposaba. Y de esa sensación pasaba a la certeza desconcertante de saber que lo que en verdad sí estaba allí era el emocionante lugar exacto en el que irrumpía lo fantástico en el cuento de Cortázar, lo que me llevaba a mirar en dirección al armario, como si quisiera encontrar allí una repentina revelación, una deslumbrante epifanía. 

Comencé a recrear mentalmente la figura de un loco que conocí en el manicomio militar de Melilla (donde fui internado de joven veintisiete días), un loco que se reía arrodillado ante un hormiguero y había comenzado a interpretar para las propias hormigas no sé qué personaje de la Fortuna o el Destino, buscando hacerlas a veces enloquecer, y otras calmar y recomponerse en ejército, y todo esto con la simple ayuda de una aguja de pino. 

Aquel loco empezó de pronto y cada vez más a parecerse a Néstor Sánchez, el escritor argentino gracias al cual yo había descubierto precisamente a Cortázar, porque quizás no habría leído nunca a Cortázar de no haberme encontrado casualmente en la librería Ancora y Delfín de Barcelona con un ejemplar de Nosotros dos, una de las primeras novelas de Néstor Sánchez, que acabó convirtiéndose en el único escritor al que trate de parecerme cuando escribí Intacto. 

Néstor Sánchez deseaba huir de todo tipo de convenciones narrativas, extremarlas y en sus planes entraba destrozar todo atisbo de realismo. Llevó su huida general tan lejos que algunos seguidores le dieron por muerto y le montaron un homenaje en Buenos Aires

Por aquellos días, a Néstor Sánchez, que era un renovador de las letras argentinas, parecía esperarle un brillante porvenir, aunque se empezaba a observar que socavaba su alegría la mayor de las obsesiones: el miedo a la muerte, saberse «condenado a tener conciencia cotidiana del nunca, pero nunca más». Néstor Sánchez deseaba huir de todo tipo de convenciones narrativas, extremarlas y en sus planes entraba destrozar todo atisbo de realismo. Llevó su huida general tan lejos que algunos seguidores le dieron por muerto y le montaron un homenaje en Buenos Aires. Cuando para sorpresa de todos, supieron que vivía y que acababa de regresar de años de una aventura extraña por el mundo y volvía a estar en Buenos Aires, fueron a verle para que les dijera por qué diablos hacía tanto tiempo que no escribía. 

–Y bueno, se me acabó la épica –respondió lacónico. 

Como no habría sido extraño que, en un hipotético conjunto de muñecas rusas, resultara Néstor Sánchez ser la figura agazapada en el interior de Cortázar, no me pareció nada sorprendente que el autor de Nosotros dos, confundiéndose a veces con el loco de las hormigas de Melilla, hubiera ocupado mi mente en aquel cuarto de hotel que yo había en un primer momento pensado que pertenecía exclusivamente a Cortázar. 

–Y bueno, se me acabó la épica –no paraba de decir el muerto reaparecido en Buenos Aires y de contarles a sus antiguos amigos que en su huida de tantos años había pasado por Perú y Chile, y luego había viajado a Estados Unidos para una beca de la Universidad de Iowa, aunque a los cuatro meses había escapado también de allí, «por no poder soportar ese desierto, esa soledad espantosa». 

Caracas y Roma habían sido las siguientes estaciones del vía crucis y huida interminable de Néstor Sánchez. «Me fui a Roma y ante la imposibilidad de ganarme la vida, una mañana, al amanecer, experimenté un inexplicable aleteo y, a pesar del asco creciente que me daba el boom de la literatura latinoamericana, opté por tentar Barcelona». De esa ciudad, donde Néstor Sánchez fue muy feliz al principio y luego inmensamente infeliz y todo en muy poco espacio de tiempo, huyó para ir a París, donde Cortázar trató de animarle, pero «volvieron a producirse casi las mismas decepciones, la garrafal brevedad de la vida». Hasta que todo quedó atrás para él, menos Apollinaire, del que nunca se olvidó, no se ha sabido nunca por qué. 

Dejó París y durante años fue un vagabundo que recorría enloquecido las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en coches y casas abandonadas. Fue en 1986 cuando desertó de la indigencia y volvió a Buenos Aires, a Villa Pueyrredón, el barrio de su infancia. Allí le esperaba aquel encuentro con los que le habían dado por muerto. «¿Y qué fue de su vida, señor?», le preguntaban. «No sé. Para las editoriales soy un raro de cierto peligro para el buen negocio de la facilidad y los lugares comunes que tanto abundan».

(apartados 9 y 10 de MONTEVIDEO, fragmentos pertenecientes al tercer capítulo de una novela de Enrique Vila-Matas en proceso de construcción.)