Cierta vez visité el domicilio de una persona acaudalada en un barrio solariego de Madrid. Un piso moderno en lo alto de un edificio rancio, cálido, totalmente austero y con las mejores vistas de la ciudad demorándose en largos ventanales. Apenas abrir la puerta del ascensor y entrar a la vivienda, se me pidió amablemente que me descalzara. No sé bien por qué tales cautelas se me antojaron como algo mágico, esotérico, y entonces pregunté, desde una ingenuidad casi provinciana: «¿Es por algún motivo religioso?». Y la respuesta, que llegó enseguida, fue bastante más desconcertante que la pregunta: «No, sólo es por los microbios». Así pasamos por este mundo: de gazapo en gazapo, entre agentes patógenos y ángeles soplando en una corneta. La palabra es el mayor problema en la órbita de las interacciones cotidianas. Si entro a la casa de un extraño y me invitan a quitarme el calzado, tengo derecho al asombro, incluso al sobresalto: ¿llevaré la sucia simiente de algún virus inclasificable?, ¿despediré un hedor diabólico? La capacidad de predecir el rumbo de nuestros pensamientos toca, en determinadas situaciones, el orden sobrenatural. Entre el visitante y el hombre acaudalado se alza el muro infranqueable de la gramática española, una ciudadela atormentada y anónima de verbos y participios, de adverbios y conjunciones, por la cual no siempre circulan malhechores y prostitutas. ¿Y si el visitante hubiese esgrimido alguna norma personal que lo inhabilitara para andar descalzo por la morada de un cardiólogo jubilado? ¿Tan erróneo será convertir una llamada pedestre a la profilaxis pública en un gesto litúrgico o en el objeto de una fantasía religiosa? Mientras me desataba los cordones, me acuerdo ahora de que pasé la vista por las habitaciones de la casa: la vaga inteligibilidad nórdica que proponían los muebles y la alfombra chocaba con el cuero gastado de mis borceguíes, que efectivamente exhalaban cierto tufo a establo y a abrótano. Recuerdo también que después se me apareció —súbito deus ex machina— Aranguren, el profesor de lógica en mi quinto año del bachillerato —cara sudorosa y barba nívea de duende sabio; pequeño cráneo ovíparo de Humpty Dumpty; cuatro dientes amarillentos, arratonados—, tratando de explicar cómo las palabras suplantan casi siempre a las cosas; cómo pasamos de una indicación a una afirmación, sin haber pasado nunca, en ningún momento, por ese no lugar o conjunto vacío —y tan lleno de trastos, sin embargo— que la costumbre suele llamar «mente». La vaga inteligibilidad nórdica con la que también se han amueblado unas cuantas cabezas… Pero ¡Aranguren era vasco!
Los miércoles, a media mañana, suelo ir de compras al mercadillo de verduras del pueblo. En la puerta, apoltronados a la misma hora, en el mismo banco de piedra, suele haber dos viejos asoleándose y conversando plácidamente. A veces me acerco a saludar y me detengo a escucharlos durante unos instantes; sus diálogos navegan por minuciosos deltas del pensamiento; el silencio determina la parte más variada de la comunicación, y es un silencio extraordinario, vertebrado, trémulo —como si un raro barrido verbal disolviera el anclaje auténtico de las palabras—; extraordinaria también es su dicción, la forma de mover los labios para pronunciar las vocales cerradas, que produce un sonido semejante al de los cárabos cuando se llaman al apareamiento, en la fuga sigilosa del monte al atardecer. «Hace bueno, ¿no?», dice uno. Larga pausa en la cual la pregunta fosforesce y se extiende en toda su longitud de onda. «Hace bueno, sí —responde el otro. Y añade—: Helará esta noche». Y el primero asiente: «Sí que helará. —Luego abre frugalmente el juego—: La Justa dice que el Balbino ya ha plantado las patatas…». Y el coloquio puede proseguir así por horas, por meses, por toda la eternidad, en ese estilo lacónico, recursivo, ondulante. Como si estos viejos supieran desde hace mucho que una rosa es una rosa es una rosa; no malgastan su aliento en suposiciones innecesarias; no contaminan el medio ambiente con grandes reflexiones ni con peroratas cacofónicas, sino que dejan lugar para lo no dicho, para lo indecible que se transparenta, a veces, en la cóncava dispersión del lenguaje… Pero ¿a propósito de qué venían estas digresiones? Ah, sí, venían a cuento de que he estado releyendo en los últimos días el Manual del distraído,[i] de Alejandro Rossi; un libro que siembra alertas por donde se lo mire; que sacude nuestra perspectiva habitual de las cosas; que atiza una vigilia extrema; que no afirma pero tampoco niega nada (he aquí su total honestidad semántica); que nos invita a dudar encarecidamente, sin tantas cursivas epistemológicas, sin tampoco un énfasis teórico importante. La mueca libresco-intelectual mínima, la dosis justa de escepticismo para no quedar maniatado a ningún principio perenne, ninguna formalidad de domingo, ningún formalismo ni esencialismo de la semana; para no quedarse enganchado a ningún disfraz; para no persignarse delante de Dios ni delante de la teoría de cuerdas, ni delante de ningún otro sucedáneo teológico, porque «el genio del recelo —según dijera el gran Stendhal— ha bajado a la tierra».
Como es sabido, esta frase misteriosa la acuñó Natalie Sarraute[ii] en un ensayo publicado en Temps Modernes en los años cincuenta, en el cual se pronunciaba en contra de ciertos parámetros obsoletos, ciertos trucos y resabios trasmitidos a la novela moderna desde el naturalismo y el realismo decimonónicos. Frente a la parálisis generalizada de las formas narrativas —formas que suponían, en rigor, sólo un mínimo esfuerzo de rellenado del armazón previo—, Sarraute postulaba una literatura a pan seco, arremangada, en fase permanente de interrogación y de metabolización de grasas; sin la parafernalia regalona de los novelones consabidos, sin ingenuidades ni efectos rastreros; una literatura entregada plenamente a su incertidumbre ontológica, a la indagación experimental y el devenir intrínseco de sus materiales discursivos. Esta conciencia desengañada de las estrategias típicas del realismo no era, por cierto, algo completamente nuevo en la historia literaria; sin ir muy lejos, siempre dos pasos por delante de las vanguardias, el alegre Macedonio Fernández[iii] ya había puesto en práctica, a principios del siglo xx, la idea de la «novela sin mundo», de la novela como puro noúmeno, como cosa fantasmal, abstracta —e incluso se había anticipado al concepto de «tropismo», tan caro a Sarraute—; pero la sola imagen de una «era del recelo» bastaría para situarse en una mentalidad crítica bien definida; para dar cuenta de un estado de ánimo y de una posición estética en concreto, así como para anticipar algunos caminos venideros, adoptados luego con una exigencia casi perentoria.
En este sentido, no sería del todo inexacto decir que Alejandro Rossi compartía con esta escuela del recelo —cuyos supuestos no deberían restringirse al ámbito específico del nouveau roman— la misma incredulidad programática respecto de las convenciones de género y de las fórmulas corrientes para plantearse la experiencia de la escritura. No obstante, el paralelismo quizás sea sólo incidental y deba quedar acampado en dichos términos: la vigilancia extrema, el aire de época, los melindres de la posmodernidad, ya que, por más que había hecho juramento de duda metódica, no parecía existir ningún empeño programático en este profesor de filosofía —medio italiano y medio venezolano, medio mexicano y medio argentino—, que dominaba a fondo los meandros cogitabundos de la razón, y que había saltado desde aquellos arduos hontanares, un poco por casualidad y otro poco por gusto, a las bagatelas y los caprichos de la literatura. En efecto, entre el primer Rossi, el sensato y opaco autor de los cinco trabajos sobre filosofía analítica que componen Lenguaje y significado,[iv] y el segundo, el exquisito, el imprevisible prosista de Manual del distraído, existen diferencias considerables, por no decir abismales. Nada, remotamente, anunciaba en el primero esas pequeñas acrobacias prosódicas o poéticas con las que nos agasajaría el segundo; a éste —nos parece— le bastaba con tener a mano un cuaderno escolar y el recuerdo de una primita lejana; a aquél, en cambio, le hacía falta una mollera bien sólida y un programa de estudios riguroso. Nunca conoceremos el tránsito, los titubeos, las dilatadas discusiones que pudo haber entre uno y otro; no tenemos registro de ese accidentado o pacífico vuelo, no sabemos cómo fue el salto mortal del logos al mito, si la filosofía se estrelló contra la literatura o si fue al revés. En aquellos cinco artículos, en realidad, no se expresa ningún sujeto; el discurso es allí sólo una pantalla neutra en la que reluce el instrumental del raciocinio; el aparato exegético opera en niveles moleculares, desde unos cotos técnicos completamente inaccesibles al lector común; expone cuestiones derivadas de la fenomenología de Husserl; le objeta algo a la teoría de las descripciones de Russell o revisa el concepto de lenguaje privado en Wittgenstein; pero, en ningún momento se permite una modulación original, un comentario sutil, un gesto empático, una expresión que no remache en ese orden espeso de los conectores lógicos y la jerga argumentativa. Por fortuna, de todo esto apenas quedan secuelas en el segundo Rossi, en quien la duda —ocupación natural del filósofo— aparece como una costumbre ya muy decantada; un arte lúdico, elusivo, que se ha macerado a lo largo de los años, hasta conquistar de nuevo la diáfana ingenuidad, la ciega fe de la infancia.