Mark Lilla
La mente naufragada
Reacción política y nostalgia moderna
Debate, Barcelona, 2017
157 páginas, 17.90 € (ebook 8.99 €)
Mark Lilla debutó en España con una obra dedicada al estudio de los motivos que llevaron a algunos notables intelectuales del siglo pasado a respaldar la tiranía, Pensadores temerarios. Seis años después, en 2010, apareció El Dios que no nació, ensayo donde aborda las relaciones entre religión y política en nuestra época. En 2017 llega a las librerías un nuevo libro cuyo tema es la reacción política, La mente naufragada.
Su punto de partida es la constatación de que los pensadores políticos de los dos últimos siglos han prestado más atención a la revolución que a la reacción. Ésta ha gozado de tan mala prensa que ni siquiera se consideraba necesario estudiarla, bastaba con condenarla. Hoy las cosas son diferentes. El fracaso del comunismo ha hecho retroceder el espíritu revolucionario mientras que la globalización, con los múltiples problemas que conlleva, especialmente debido al flujo de personas, ha favorecido el espíritu reaccionario y su transformación en fuerza histórica de relevancia.
Que el pensamiento reaccionario se ha hecho fuerte en los últimos tiempos no necesita de grandes demostraciones. Basta un vistazo al panorama político internacional. Aquí y allá, líderes muy distintos han convertido la nostalgia de épocas mejores, y el resentimiento ligado a ella, en arma política de primera magnitud. Los cambios producidos en las sociedades contemporáneas han descolocado a las antiguas ideologías, incapaces de mantener la fe en sus principios, y han favorecido, en cambio, a quienes ondean la bandera de la añoranza. Rusos que echan de menos la Unión Soviética, franceses que quisieran volver a la belle époque, norteamericanos que sueñan con la patriótica unanimidad de los cuarenta o islamitas occidentalizados que abominan de cualquier régimen que no esté sujeto a la ley del Profeta han adquirido un peso político inimaginable en otro tiempo.
¿Qué es lo que ha cambiado para que ser revolucionario haya dejado de estar de moda y ser reaccionario se haya vuelto tan popular? Lilla lo tiene claro: el sentido de la historia. La primacía teórica de la revolución sobre la reacción reposaba en la hegemonía teórica de una concepción de la historia dominada por la noción de progreso. Desde el siglo xviii se creyó que el tiempo fluye siempre hacia adelante, en un proceso orientado hacia una creciente perfección, y que los mejores hombres, cualesquiera que fuesen sus ideas, estarían por definición a favor de una felicidad para todos. Ser reaccionario significaba oponerse a la mejora de la humanidad y, por tanto, adoptar una posición moralmente reprobable. Mientras que el revolucionario, partidario de la humanidad, tenía el viento de la historia a favor de su conciencia; el reaccionario, interesado sólo por la felicidad de su grupo, lo tenía en contra. Hoy la veleta parece haber girado y apuntar en otra dirección. ¿Quién cree ya verdaderamente en el progreso?
Profesor de Humanidades en la Universidad de Columbia, Lilla no es un ideólogo sujeto a principios inflexibles, como el intelectual comprometido, sino un pensador apegado a la realidad, de esos que no tiene miedo de preguntar, si llega el caso, qué hay que hacer allí donde no es posible construir un Estado de derecho basado en una constitución que se respete. Su estilo no es, en absoluto, el de la mostrenca corrección política. «El próximo Nobel de la Paz —escribió con humor en un artículo de 2014— no debería recaer en un activista de derechos humanos o en el fundador de una ONG, sino en un pensador o un líder que desarrolle un modelo de teocracia constitucional que dé a los países musulmanes una forma congruente, pero limitada, de reconocer la autoridad de la ley religiosa y la haga compatible con el buen gobierno». Alejado de las monsergas de los biempensantes, reflejo de la bancarrota del pensamiento político actual, hay que leerlo intentado no volcar sobre él prejuicios de ningún tipo. El lector español, en concreto, debe precaverse de confundir revolucionario con progresista y reaccionario con conservador. Progresistas y conservadores no discrepan tanto como se dice. Por lo pronto, comparten la fe en la evolución gradual de las cosas. De hecho, ni unos ni otros se proponen hacer tabla rasa con lo que hay o detener el tiempo en un momento de perfección insuperable. La diferencia entre ambos es una diferencia de tempo. Revolucionarios y reaccionarios comparten, en cambio, una concepción melodramática de la historia en la que impera el cambio brusco, la convulsión. El papel que las expectativas juegan en la visión utópica de los primeros, con su confianza en la creación de un Estado perfecto donde todos los hombres encontrarán su lugar, lo juega en los segundos la conciencia de que el continuo cambio social y tecnológico degrada el mundo y que ese Estado perfecto existió ya antes de degradarse. Justo por esto, porque los reaccionarios creen que la perfección ya ha existido, el libro se llama La mente naufragada.
Aclaremos, sin embargo, que su objetivo no es estudiar exhaustivamente el pensamiento reaccionario. Quien busque información acerca del origen del concepto político de «reacción» (el primero en emplearlo fue Benjamin Constant, en un panfleto de 1797, Las reacciones políticas) o sobre su evolución histórica (campo estudiado por Albert O. Hirschman en Dos siglos de retórica reaccionaria) sólo hallará aquí rápidas pinceladas. Tampoco se trata de una visión sistemática de la reacción y sus figuras (para ello aconsejo La idea de decadencia en la historia occidental, de Arthur Herman), sino de un conjunto más bien casual de ensayos sobre la cuestión redactados (y algunos publicados en revistas) a lo largo de varios años. Esto explica el carácter aleatorio y un poco caprichoso de la obra y su división en tres secciones o capítulos: «Pensadores», «Corrientes», «Acontecimientos». En la primera trata de tres grandes figuras de la reacción: Franz Rosenzweig, Eric Voegelin y Leo Strauss. En la segunda, del pesimismo cultural con relación a la religión. Y, en la tercera, de los atentados de Francia de 2015 y algunas reacciones literarias a la situación de la que se supone esos atentados son causa, en particular, dos obras populares: Le suicide français, de Zemmour, y Sumisión, de Houellebecq. La mente naufragada concluye con un epílogo sobre el poder de seducción de la política de la nostalgia en el que aparecen don Quijote de la Mancha, el iluso que sueña con una vuelta a tiempos mejores, y Emma Bovary, símbolo del anhelo romántico de una vida dramática más allá de las grises convenciones que aplastan el espíritu humano y, como añade irónicamente Lilla, «pagan el alquiler».
La sección consagrada a los «Pensadores» arranca con Franz Rosenzweig, autor judío de La estrella de la redención que adquirió notoriedad en los años veinte por sus ataques a la historia en favor de la religión (entiéndase el judaísmo). La historia a la que aquí nos referimos no es sino la «filosofía de la historia», o sea, esa visión ilustrada según la cual el devenir humano es un proceso racional orientado a un fin. Que tal fin fuera el que imaginó Hegel (Estado burocrático, sociedad civil burguesa, religión protestante y economía capitalista) o Marx (la dictadura del proletariado y la utopía comunista) era para él lo de menos. La cuestión fundamental radicaba en que, si Hegel y sus discípulos acertaron al afirmar que cualquier experiencia humana es racionalmente previsible, entonces no cabe experimentar nada nuevo, algo que trae inevitablemente consigo, de acuerdo con la célebre fórmula de Max Weber, «el desencantamiento del mundo». La Gran Guerra había sido la confirmación de que confiar en el espíritu moderno en vez de en una fe suprahistórica fue un error. Y, como el propio judaísmo estaba contaminado por ese espíritu, la tarea más urgente, a juicio de Rosenzweig, es escapar de los tiempos. La pregunta de Lilla es: ¿y por qué escapar de los tiempos, de la filosofía de la historia, va a llevar a nadie de vuelta al judaísmo? Rosenzweig contesta diciendo que porque el judaísmo, a diferencia del cristianismo (el islamismo, para él, es menos una religión que una parodia de la religión), siempre fue ahistórico. La historia, para los judíos, carece como tal de significado. El hombre está perdido en ella y la redención es algo que nunca llega. Los judíos «no echaron raíces en la tierra, como los paganos; ni en la historia, como los cristianos; echaron raíces en sí mismos (aquí se refiere a los vínculos de sangre, a la raza) como una forma de garantizar su relación eterna con Dios». Naturalmente, Rosenzweig, muerto en 1929, no era partidario de la creación de un Estado judío. El pueblo hebreo debe vivir, a su juicio, en un exilio permanente; exilio de la historia y de cualquier posible patria. No es la tierra prometida, sino la nostalgia de la época en que anhelaban la tierra prometida lo que debe, en su opinión, vivificarlos de nuevo.
Una visión parecida, más crítica que nostálgica (Lilla quizá hace un uso demasiado amplio del concepto de reacción centrándose en pensadores que pretenden salvaguardar la esencia de una determinada concepción previa, religiosa o filosófica), es la que desplegó en sus escritos Eric Voegelin, el segundo pensador de la serie. Su trabajo intelectual estuvo centrado durante mucho tiempo en el tema de cómo el espíritu religioso reaparece en la vida laica. Su libro más reputado, Las religiones políticas, explica cómo un mundo sin religión conduce inevitablemente a dioses grotescos: Hitler, Stalin, Mussolini. Desde su perspectiva, la Edad Moderna fue consecuencia de la impaciencia de los cristianos, quienes, cansados de esperar la llegada de Jesús, optaron por construir ellos mismos el paraíso, con los resultados que todos conocemos. Aunque Voegelin, un filósofo oscuro y complejo, se desdijo al final de sus días de esta idea, su doctrina ha seguido ejerciendo gran influencia entre los pesimistas culturales.
La selección de pensadores concluye con un capítulo consagrado a Leo Strauss, el sexto de los grandes discípulos de Heidegger con Hannah Arendt, Herbert Marcuse, Hans-Georg Gadamer, Hans Jonas y Karl Löwith. Como es bien sabido, Heidegger no concebía la historia en términos de progreso. El dominio de la Tierra ligado al desarrollo tecnológico avanza en la misma medida en que los occidentales olvidan preguntarse por el sentido de su existencia. Strauss tomó del maestro la idea de que los problemas de nuestra civilización se remontan al abandono de una forma de pensar más auténtica. ¿En qué momento exacto se produjo ese desvío? Sus estudios de la tradición filosófica y religiosa le hicieron concluir que el giro nefasto tuvo que ver con Platón o, más exactamente, con la interpretación de Platón. Sus exégetas cristianos, judíos y musulmanes, amedrentados por las consecuencias escépticas de su pensamiento —escepticismo que pone en permanente cuestión los fundamentos morales y jurídicos de las sociedades—, velaron el mensaje de éste y convirtieron los mitos que rematan sus diálogos en la teoría que no eran. La idea de que muchos autores, por motivos diversos, generalmente de índole política, tuvieron que enmascarar su pensamiento explica los esfuerzos que dedicó Strauss al estudio de la tradición. A ellos debió en buena medida su fama tras la Segunda Guerra Mundial, cuando fue contratado como profesor en Chicago y publicó Derecho natural e historia. Contrario al relato hegemónico de un movimiento de ascenso espiritual desde la filosofía clásica a la democracia y el socialismo modernos, Strauss sostiene en ese libro, el más popular de los suyos, que el rechazo contemporáneo del derecho natural ha conducido al relativismo y el nihilismo. Algunos seguidores —entre ellos Allan Bloom, el protagonista de Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, y autor de un ensayo impactante, El cierre de la mente moderna— tomaron estas reflexiones como punto de partida para denunciar la crisis en que estaba entrando el Occidente moderno y liberal. Que luego muchos de sus alumnos, y también de Bloom, igualmente profesor en Chicago, ocuparan cargos de primera importancia en la administración federal en la época de la invasión de Irak (2003) hizo que circulara el rumor de que Strauss había sido el ideólogo de la política intervencionista de promoción democrática de los neoconservadores estadounidenses. Lilla rebate esta hipótesis, pero se hace cargo de que reflejaba una situación de hecho: la de muchos norteamericanos que temían la deriva nihilista de su nación y que todavía hoy, tal vez hoy más que nunca, condicionan con su temor la marcha del país.
«Corrientes» es el título de la segunda parte de la obra. Se abordan en ella dos cuestiones estrechamente vinculadas entre sí: el antimodernismo católico, un clásico de la nostalgia (tras la reforma protestante el mundo ha avanzado sin guía espiritual hasta caer en el capitalismo salvaje y el consumismo), y la creencia de ciertos sectores de la izquierda de que la única revolución que se ha producido en la historia fue la que desencadenó Pablo de Tarso al desbaratar «el régimen discursivo anterior» —todo eso que identificamos con la sociedad romana— con la promesa de la liberación de todos los hombres. Este último es hoy un debate candente que ha dado lugar a una abultada bibliografía. Yo mismo me he ocupado en esta revista de dos libros relacionados con él (Por el ojo de una aguja, de Peter Brown, y Acontecimiento, de Slavoj Žižec) y directamente lo he tratado en un artículo, «Del sentimiento como arma revolucionaria». Aunque Lilla se concentra en las doctrinas de Badiou y en la rehabilitación por parte de la izquierda posmoderna de las ideas de Carl Schmitt, lo más notable y original de su estudio son las páginas dedicadas a la influencia en el desarrollo del debate de Taubes y su libro La teología política de Pablo.
En la tercera parte, «Acontecimientos», Lilla comenta dos libros de referencia en la Francia actual, conmocionada por los atentados terroristas de 2015. El primero, El suicidio francés, obra del periodista Eric Zemmour, ofrece una visión apocalíptica del declive de Francia relacionándolo con la presencia cada vez mayor de musulmanes, gente que profesa una religión que supedita la ley civil a la de Dios y, por tanto, la autoridad legal a la religiosa. Su discurso, el discurso de la desesperanza («Francia se muere, Francia está muerta», le gusta decir), se ha convertido en la política francesa en un discurso más convincente que el de la esperanza, con efectos, a juicio de Lilla, negativos, pues acrecienta la distancia entre las partes en conflicto haciendo inviable una solución política. Cómo salvar políticamente esa distancia, habida cuenta de que una de las partes subordina la política a la religión, es algo de lo que Lilla, sin embargo, no habla, aunque, claro, hay que tener en cuenta que el pragmatismo también tiene sus limitaciones, sobre todo si uno es un profesor norteamericano que ve el problema musulmán fundamentalmente como un problema de política exterior.
La segunda obra, Sumisión, de Michel Houellebecq, especula con una situación futura en la que un partido islámico llega al poder en Francia y lo cambia todo. El protagonista, símbolo de la civilización que declina, es un viejo profesor cuya apatía y debilidad le hacen ver cada vez con mejores ojos la posibilidad de que Francia se convierta en un país musulmán. El lector español tal vez recuerde aquí el modo en que nuestros antepasados hispanogodos, débiles y desunidos, se adaptaron a los invasores árabes del siglo viii. Una población numerosa y exhausta prefiere ser gobernada por otra escasa e incivilizada —cuando los árabes llegaron a la España goda seguían siendo un pueblo bárbaro—, pero moralmente fuerte. Fuerza significa aquí confianza en los propios principios, fe, que es justamente lo que falta a los europeos. La sumisión a la que se alude en el título de la novela es la salida deseada por quienes ya no saben qué hacer con su libertad. Lilla ve a Houellebecq no como un ideólogo —algo que sí puede decir de Zemmour—, sino como un lúcido observador que examina cómo el sueño de la libertad, esencia de Occidente, ha conducido al nihilismo y que muchos occidentales, poco dispuestos a hacer de superhombre frente a la nada, preferirían renunciar a ese sueño (e incluso también a la libertad) con tal de tener algo en lo que creer o a lo que someterse. Desde luego, se trata de una fantasía, algo parecido a Ha vuelto, de Timur Vermes (novela satírica que especula con la reaparición de Hitler en la Alemania de 2011), aunque justo por eso ofrece una visión más rica e interesante de nuestra situación.
El epílogo que cierra La mente naufragada asocia el pensamiento reaccionario a una visión apocalíptica de la historia. Para quienes caen bajo la sombra de estas ideas, el tiempo se ha roto y hemos quedado fuera de la perfección que una vez hubo. ¿Cabe volver a ella? Por descontado que no. Cervantes y Flaubert lo demostraron hace mucho tiempo en dos novelas. Y Marx. Éste distinguía entre el pensamiento revolucionario burgués, basado en una idealización del pretérito (el buen salvaje o los cristianos primitivos), y el pensamiento revolucionario, basado en una clase que en vez de ver la esencia del hombre en una supuesta naturaleza esencial pone el acento en lo que podría llegar a ser si no renuncia a su perfección. A Lilla se le puede objetar que omita esta distinción, relevante a la hora de explicar por qué el proletariado de los países ricos ha empezado a ver la perfección en el pretérito (el Estado del bienestar) y no en el futuro, pero, a mi juicio, el principal defecto de su argumentación es haber olvidado que el pensamiento reaccionario, a diferencia del pensamiento revolucionario, nunca habla de la historia en abstracto, sino de la historia de un pueblo, de una nación, de una cultura, y que la decadencia de éstos, en el mundo globalizado, no es una fantasía, sino un hecho constatable, para ellos tan duro como la vejez del Homo sapiens.