Elisa Ferrer
El holandés
Tusquets
300 páginas
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

En Temporada de avispas, la anterior y primera novela de Elisa Ferrer, parte la escritora valenciana, guionista de televisión y radio, amén de narradora y ocasional poeta, de una situación social, el despido de la protagonista de la publicación en la que trabaja. Parece que la historia va a encarrilarse en el cauce de la prosa de denuncia tan abundante en los últimos lustros de nuestra narrativa, la de Isaac Rosa, Marta Sanz, Pablo Gutiérrez, Elvira Navarro, Daniel Ruiz, Cristina Morales, Juarma, y bastantes narradores más. Enseguida le da, sin embargo, un giro total. No hace una novela más de la crisis que estalló en 2008 ni de las artimañas empresariales sino que ensombrece la intencionalidad crítica y se aboca con fuerte intimismo a la reconstrucción de una trayectoria biográfica.

Una ideación semejante, incluso fortalecida, preside su nueva novela, El holandés. Parece, de entrada, otro relato acerca de la reciente especulación inmobiliaria; un relato testimonial más con aspecto de secuela de su paisano Rafael Chirbes, de la popular Crematorio, con la que tiene hasta llamativa correspondencia en el ámbito geográfico pues solo cambia el litoral valenciano por el alicantino. Con gran detallismo y traza reporteril se cuenta la mudanza de Benidorm a partir de los años 50, por obra de un alcalde visionario, Pedro Zaragoza, que la gobernó hasta 1967. Era entonces una humilde población agrícola y de pescadores de seis mil habitantes, un pueblito «idílico: huertos, techados de paja, procesiones a la Virgen del Sufragio…». Mutó en los 70 a «urbe vertical» invadida de rascacielos y conoció un espectacular boom turístico.

Recojo con algún pormenor estos datos de conocimiento común porque los proporciona la novela y muestran su punto de partida y tono documentales. Dentro de esa tónica informativa se subraya que en un lugar privilegiado de la ciudad, en primera línea de la playa de Poniente, a finales de los 80 solo quedaba un pequeño espacio sin edificar, un solar que decenios antes no valía nada. Ahí se ancla el núcleo anecdótico de la novela. Un vivalavirgen descarado, temerario y simpático, Rafael, pequeño y tramposo empresario, siempre implicado en negocios turbios, maquinó una treta ingeniosa. Por medio de sofisticadas artimañas vendió el terreno que no era suyo a unos inversores y consiguió un cuantioso beneficio de 400 millones de pesetas.

La superabundancia noticiosa inicial acerca del drástico cambio en el paisaje económico y social benidormense, o levantino por extensión, queda, sin embargo, limitada a un marco. Elisa Ferrer minimiza lo colectivo, aunque esté latente de forma inevitable en el trasfondo de todo el argumento, y lo desplaza por lo que se suele llamar novela de personaje. Eso se desprende de la trama anecdótica y lo encarece, por si hubiera alguna duda, el que se adopte como título del libro uno de los varios pseudónimos del protagonista.

La historia del arriesgado ardid de Rafael se presenta como una investigación que lleva a cabo una guionista y escritora en precaria situación laboral, Alba, quien entra en contacto con el estafador en una localidad pequeña, pobre y escondida a espaldas del mar y del rutilante Benidorm, donde se asientan sus raíces familiares. La chica, fascinada por la personalidad del seductor Rafael, planea la posibilidad de un audiovisual de mucho gancho y el hombre, vanidoso, pillado por la proyección pública y el dinero que ello le dará, «emocionadísimo con la idea de que inmortalicen su historia», le va confesando su vida, sus diversas identidades, algún crimen oculto y sus estancias en la cárcel. Entre ambos se establece una relación compleja, de confidencias y de suspicacias que Elisa Ferrer maneja muy bien y constituye lo mejor de la novela, la parte de esta que revela la pericia y el instinto de una narradora bien dotada.

Poco a poco se van perfilando las personalidades de los dos personajes destacados de la novela. El enfoque pertenece a las prácticas de la convencional novela psicologista. Tal vez Elisa Ferrer ha priorizado la identidad camaleónica de Rafael. La mirada no es la de un narrador que busque desvelar graves enfermedades del alma, sino que aplica una perspectiva conductista por la que el retrato se deriva de las palabras —una persona locuaz con frecuencia, de habla chispeante y engañosa— y de los gestos del personaje. Ello produce un resultado literariamente positivo: el sujeto tiene el encanto del caradura a la vez que produce el rechazo del sinvergüenza amoral. Tenía la autora, por otra parte, un reto notable, enfrentarse a un tipo de larguísima trayectoria literaria. Lo hace con el resultado positivo de recrear un pícaro actual, inmerso en la problemática social de nuestro tiempo, además de un narcisista enamorado de su estampa de manual. No le importa que Alba dé cuenta de sus muchas fechorías. Por ahí van los reparos que pone al manuscrito que ella somete a su consideración. «Pero hay que mejorar mi personaje, tiene que ser más guapo, más listo, que se note más que es el cabecilla», le objeta. Porque, le amonesta también, «a mis más de setenta aún soy guapo».

La personalidad atractiva de Rafael —la autora juega con la seducción del mal y del cinismo— contiende en la narración con la de Alba, quien termina por alcanzar tanto interés y enjundia como su partenaire. Maneja Ferrer las incertidumbres vitales y profesionales de la mujer con el tino de conseguir un ser atractivo, un carácter entre la fortaleza y el desvalimiento. A favor de este retrato complejo funciona el rodearla de circunstancias concretas. Unas pertenecen al ámbito más estrecho del individuo. Desfilan la pareja y la familia, algo que conecta la novela con inquietudes frecuentes en nuestra última narrativa, y los amigos. Otras, las laborales, siendo particulares tienen una proyección más pública. Se apuntan tanto un antiguo empleo fallido como las condiciones actuales de su inestable y azaroso trabajo. En un tiempo en que el obrero ha desaparecido de la novela, Alba encarna bien el tipo social que lo ha sustituido, el precariado.

Además, Ferrer inserta a la coprotagonista en el entramado de la propia creación literaria, primero en el proyecto señalado de escribir un guión audiovisual y al fin en la realidad de la novela basada en las notas de su libreta que es la que leemos. Los apuntes del cuaderno son, dice la narradora, «los documentos de Word que comencé a escribir sin orden y ahora se han convertido en capítulos, en pequeños relatos que conforman una novela que no ha parado de crecer». De tal modo, la novela de personaje se convierte, si bien modestamente, en la variante conocida como novela de artista.

Vemos, pues, que El holandés adquiere una pluralidad de dimensiones. La última señalada le da una cualidad de relato metaliterario. Alba debate sobre los límites de la invención, se interroga acerca de la medida en que el escritor debe modificar la realidad en ficción, todo ello en virtud de un objetivo que cabe identificar con la intención última del libro que leemos: reconstruir y trasformar los datos de la realidad para darles «esa capa de sentido de la que la existencia siempre carece». La narración psicologista tiene a ratos, además, condición de novela de aventuras, las que conciernen a Rafael cuando estuvo en Holanda, signadas por lo criminal, donde encontramos pasajes de acción e intriga.

No es casual esta amalgama de formas o modelos porque tras ella la autora encierra el dilema de qué clase de prosa de ficción hacer. A ella se refiere por medio del gusto por la lectura de Rafael, su única salvación en los días que pena en una cárcel. Le complacen los libros de acción y los de «tías buenas», los que enganchan desde el principio y «no necesitan cuatro páginas para explicar cómo es el bosque por el que pasea el protagonista cada mañana, menudo peñazo, no entiende cómo hay escritores que se han hecho famosos cascándole al lector ochocientas páginas sobre cómo caen las hojas de los árboles». No podemos pensar que Elisa Ferrer suscriba tal concepción de la novela, pero sí sospecho que indirectamente remite a un dilema acerca de lo que debe ofrecer. En su poética narrativa, por decirlo pedantescamente, pugnan la novela comercial y la novela de calidad literaria. El holandés remite a esa disyuntiva y se queda en tierra de nadie. Pensando en el futuro, la autora tendrá que perseguir la plena aleación de ambas alternativas. Veremos si lo consigue.