Eva Baltasar
Ocaso y fascinación
Random House
128 páginas
Hay algo de ambiguo ya desde el propio título, Ocaso y fascinación, en el nuevo trabajo narrativo de Eva Baltasar. Si bien el «ocaso» y la «fascinación» no son dos antónimos, la escritora catalana parece enfrentarlos en el título, convirtiéndolos en dos momentos distintos que, paradójicamente, subvierten el orden natural de las cosas en cuanto una tendría a pensar que el ocaso es, siempre, el preludio de un final próximo, inminente. Sin embargo, este juego de oposición es solo aparente, porque en realidad entre estos dos momentos hay una continuidad que hace que el ocaso no sea sino un momento previo a un renacer. En otras palabras, el ocaso no es aquí ninguna conclusión, sino la posibilidad de un nuevo inicio. Y es de esta manera que la obra de Baltasar se vuelve nuevamente ambigua, puesto que este nuevo inicio puede leerse unido a lo anterior, pero también desligado. Por tanto, ¿estamos delante de una novela? ¿Es una obra compuesta por dos nouvelles? Muy probablemente, el mejor término para definir Ocaso y fascinación, novela escrita originariamente en catalán y traducida al castellano por Concha Cardeñoso, sea el de díptico, puesto que consta de dos partes que, aun funcionando de manera independiente, están inevitablemente unidas. Y lo que las une es la voz de la protagonista que, en primera persona, cuenta su historia que, en gran medida, se resume a través de las dos citas pertenecientes al Gilgamesh que Baltasar transcribe al inicio de cada una de las dos partes.
«En la casa del polvo en la que yo entré»: con estas palabras del Gilgamesh comienza el «ocaso», término más que apropiado para definir el viaje a los infiernos de la protagonista, que, un día, se ve expulsada de la habitación que ha alquilado. De un día para otro, se ve en la calle y sin la posibilidad de conseguir un sitio sin dormir. La joven ha estudiado pedagogía y trabaja en una ludoteca, donde gana lo mínimo para mantener el día a día. En su bolsillo apenas queda dinero. Y, pocos días después será despedida, perdiendo así la posibilidad de conseguir ese poco dinero que ahora tiene. «Me senté en un banco sabiendo que el solo hecho de mirar no quiere decir nada, pero lo que miras te define. Estaba cansada, el aceite de las patatas me martirizaba el estómago y tenía frío, el frío que siente el cuerpo cuando quiere dormir». Así describe su primera noche a la intemperie la protagonista. Lo que mira es una ciudad de noche, bancos ocupados por personas que como ella no tienen casa, aceras por las que deambulan quienes no saben dónde ir. Unos días después, su visión será diferente, tras encontrar trabajo limpiando las casas de los demás.
La limpieza se opone a la suciedad, a esa suciedad social de la pobreza y de las violencias sufridas por quien vive en los márgenes -y aquí hay que señalar que la protagonista es expulsaba, apartada los márgenes; no es alguien, como las protagonistas anteriores de Baltasar, que optar por estar en los márgenes, eligiendo un modo de vida y de relaciones concretas- y a la suciedad que la protagonista quita con fuerza en sus horas de trabajo. Baltasar desarrolla una poética de los objetos y de las casas: la protagonista está obsesionada por dejarlo todo perfecto. Limpia con fuerza, lustra y encera para después disfrutar de esos espacios que no le pertenecen, pero de los que se apropia. Hay una erótica de los objetos: tocarlos, admirarlos, disfrutar de su belleza. Carente de todo, para la protagonista, disfrutar esas casas que no le pertenecen es una forma de apropiarse de ellas, pero solamente momentáneamente. «Me fascina esta idea de un mundo solo para pasar por él. El mundo valiente que no te obliga a ocupar». Con ecos bachelardianos, Baltasar reflexiona así sobre la propiedad como mecanismo de privilegio y de exclusión y, por tanto, sobre las violencias que de ella derivan; sobre cómo habitar los espacios de otra manera; sobre las necesidades creadas; sobre el habitar los espacios como construcción de una vida y, por tanto, sobre el sinsentido de las casas deshabitadas, de las casas no vividas. Al limpiarlas, al cuidarlas, la protagonista habita realmente estas casas. La poética de los objetos se desliza lentamente hacia una poética de los cuidados: el cuidado del entorno, del propio cuerpo, redescubierto tras meses de duro y explotado trabajo, y del otro. De esta manera, se llega a ese final del ocaso que es un nuevo inicio.
«Volvió y se sentó a los pies de la Diferente, miró a la Diferente a la cara», dicta la cita del Gilgamesh con la que da inicio la segunda parte, una nouvelle que bascula entre el terror y lo fantástico, al mismo tiempo que tiene un fuerte componente religioso. Aquí la protagonista vive en un piso compartido. Trabaja en una empresa d de limpieza y sus condiciones han mejorado. Un día, se le presenta en casa, la mujer en cuya casa trabajó y cuyo marido la despidió al descubrir que, después de limpiar, utilizaba la casa a su antojo. ¿Por qué se presenta esta mujer? ¿Quiere disculparse? ¿Huye de algo? La mujer se encierra en una de las habitaciones y de ahí no sale. La protagonista le lleva la comida, se preocupa de la limpieza suya y de la habitación. Esa mujer se convierte en la destinataria de sus cuidados, pero en la protagonista empieza a despertarse una devoción hacia esa mujer que no habla, que está ahí sin más. A través de una plaga de gusanos, la protagonista echa a los otros inquilinos. Quiere estar solo ella en ese apartamento junto a esa mujer, que sigue allí y cuya habitación se ha convertido en una especie de altar, al que la protagonista acude a ofrecerle sus ofrendas.
Es una pasión dionisiaca la de la protagonista hacia esa mujer, una pasión donde no hay tacto, pero hay mirada, hay erótica, hay cuidados… La protagonista evoca a Gustav von Aschenbach, cuya admiración por el joven Tadzio lo lleva lugares oscuros, a enfrentarse con deseos ocultos. Hay también algo de oscuro y de terrorífico en la fascinación de la protagonista, en su adentrarse místico-religioso en un terreno que no queda definido. No se puede leer esta segunda parte en clave realista, pero sí se puede leer cómo el último gesto de la protagonista por construir un espacio y una casa propia, por articular un objeto que ya no sea mera decoración, sino un objeto de belleza y admiración. Es el último gesto de radicalidad de quien ha sido usurpada de todo, una radicalidad, quizás aún más política de la que se percibe en la primera parte, donde la denuncia es mucho más explícita, porque rompe con la lógica, porque escapa de lo asumible, porque hace que una termine la novela con desconcierto y perturbación.