POR JUAN ARNAU
Escultura El pensador de Auguste Rodin

La ciencia no existe. Ni como unidad, ni en singular. Ese es el ídolo de nuestro tiempo. Existen, claro está, las prácticas científicas, muy diversas y eficaces. Todas las frases del tipo: «la ciencia demuestra x» son la retórica y propaganda de un grupo de investigación (o de un periodista atolondrado) que, al presentar sus resultados, se presenta a sí mismo como el conjunto de la ciencia. Debido a la presión mediática y financiera, hoy resulta difícil que la persona culta y reflexiva entienda esta situación. Existen numerosas disciplinas científicas, contradictorias, geniales, que trabajan fervientemente para hacer mundo, para edificarlo (más que para descubrirlo), conscientes (en mayor o menor medida) de su condición ontológica, de su capacidad para crear realidades. La verdad se da siempre bajo una perspectiva, nos recuerda Ortega. Y, aunque las perspectivas son múltiples, la verdad es una. Esa es la fe del filósofo y el gran misterio del conocimiento.

En el gran teatro del saber, cada ciencia es como un personaje, con su carácter propio, con sus fortalezas y debilidades. Cada ciencia tiene su destino singular. «La vemos, como el héroe de una biografía, atravesar vicisitudes, gozar de horas triunfantes sufrir desdenes, ser reina o caer en servidumbres». Cada ciencia tiene sus manías. El físico, nos dice Ortega, necesita la medida. La medida es, en su esencia, relatividad. No hay medida sin metro y el metro no es una cosa cósmica, no es una realidad, sino una arbitrariedad. El metro es una cosa humanísima. La física, que no puede apresar las cosas, les toma las medidas, que son los fantasmas de aquellas. Galileo, fundador de la física, define maravillosamente la nueva ciencia. «Consiste en medir todo lo que se puede medir y en conseguir medir lo que no se puede medir». Además, Galileo cree que los fenómenos naturales se comportan matemáticamente. A esa creencia se debe la instauración de la física. La nouva scienza es la cuantificación radical de los fenómenos, la introducción formal de la matemática en la observación. «Pero la realidad no coincide con la matemática. Ninguna matemática rige o da leyes a la realidad». Ese fue el error de Galileo. Un error de larga duración que para muchos sigue siendo un acierto. «Respetemos estas cegueras que permiten que veamos algo. Todo lo que somos positivamente lo somos gracias a alguna limitación». Ortega ha declarado su hostilidad al siglo XIX (el siglo del progreso), que considera una rémora para la nueva sensibilidad emergente.

La genialidad del filósofo no está en sus argumentos, sino en su intuición. La filosofía es un arte más creativo que lógico. Para los silogismos tenemos a las máquinas, que son las maestras de lo automático, de lo que carece del juego del instinto. Ese olfato permite a Ortega predecir lo que va a ocurrir en la física: «no hay mejor síntoma de la madurez de una ciencia que la de revisar sus principios. Supone que la ciencia está tan segura de sí que se da el lujo de someter a revisión sus principios». Y anticipa algunas ideas de Niels Bohr sobre la teoría del conocimiento que se deriva de la mecánica cuántica. «El experimento es una manipulación nuestra mediante la cual intervenimos en la naturaleza, obligándola a responder. No es pues, la naturaleza, sin más y según ella es, lo que el experimento nos revela, sino sólo su reacción determinada frente a nuestra determinada intervención». La consecuencia de ello es que «la llamada realidad física es una realidad dependiente y no absoluta», pues es condicional y relativa al hombre. Es decir, que el físico llama «realidad» a lo que ocurre si él realiza una manipulación. Sólo en función de dicha práctica científica, de dicha manipulación, existe esa realidad. En este sentido, es una vergüenza que los físicos, después de tanta teoría del conocimiento elaborada por los filósofos, tengan la última palabra sobre el significado de sus prácticas. Como si pudieran saltar utópicamente fuera de la sombra de esa misma actividad. La física, «lejos de representar la ejemplaridad y prototipo del conocimiento es, en rigor, una especie inferior de teoría, distante del objeto que intenta penetrar». Y, debido a sus éxitos, «la física quiere ser metafísica», mientras que la filosofía, amilanada, «quiere ser física».

Galileo

Los aristotélicos que enfrentaba Galileo eran en general nominalistas, gentes que no creían que la naturaleza fuese racional. Por lo que sólo cabía en ella el conocimiento empírico (eran empiristas radicales al modo de William James). Se limitaban a la observación, a formar teorías que «salvasen las apariencias». De ahí que en París y Padua se hicieran experimentos cien años antes de que en la ciudad estudiase Galileo. La introducción de la matemática es la gran novedad. Ortega pone un ejemplo certero. Alguien nos presenta un papel con operaciones aritméticas y signos matemáticos. No se nos dice si esas operaciones se refieren a sillas o berenjenas. Supongamos que entendemos esas cuentas en lo que tienen de puras cuentas. Y, en ese momento, alguien añade.: eso que usted ha entendido es la realidad de las cosas, la naturaleza, el universo. ¿Quedaríamos satisfechos?

Otro ejemplo. Imaginemos el guardarropa de un teatro. La gente deja en él sus abrigos y recibe a cambio una ficha numerada. Al conjunto de fichas le corresponde el conjunto ordenado de los abrigos. Gracias a ello, teniendo una ficha, se puede localizar el abrigo. Y, sin embargo, una ficha no se parece en nada a un abrigo. Se trata de una correspondencia sin semejanza. El conjunto de las fichas es la teoría física, el conjunto de los abrigos la naturaleza. Con una diferencia. Las fichas son cosas tangibles y visibles, como los abrigos. Pero si convertimos las fichas en entes ideales (los números y sus combinaciones), entonces tenemos reproducida la física de funda Galileo. Paradójicamente, en ella se funda el orgullo (y el éxito aparente) de la civilización occidental. Pero la ciencia física no nos pone en la cabeza más que fichas (o mejor, números). ¿Cabe llamar a esto conocimiento? ¿No podría llamársele, guardarropa? Queda entonces por averiguar si el mero conocimiento simbólico es de hecho conocimiento.

En defensa de la física puede decirse que esta ciencia sirve para muchas cosas mientras que la filosofía no sirve para nada. Ya lo dijo el santo patrón de los filósofos, Aristóteles. «Soy filósofo porque no sirve para nada serlo». Esa inutilidad acaso sea el mejor síntoma del conocimiento genuino. «Una cosa que sirve es una cosa que sirve para otra y, en este sentido, es servil. La filosofía, que es la vida auténtica, la vida poseyéndose a sí misma, no es útil para nada ajeno a ella misma. En ella, el hombre el sólo siervo de sí mismo [del “sí mismo” (ātman) dirían las upaniad]. Queda usted en entera libertad de elegir o ser filósofo o ser sonámbulo. Los físicos, en general, van sonámbulos dentro de su física, que es el sueño egregio, la modorra genial de Occidente». Pero la física, nuestra ciencia ejemplar, evoluciona, y, como por arte de magia, se convierte en algo parecido a la filosofía. El artífice, al que Ortega parece no conocer: Niels Bohr. «Una persona encerrada en una habitación, sin aparatos de observación ni materia que observar, por simple combinación de ideas, puede en pocas semanas redescubrir lo que ha requerido emplear trescientos años y treinta mil laboratorios». Se dice que la observación será quien decida si esos teoremas inventados en la soledad de una habitación son ciertos. Pero lo cierto es que el instrumento se elabora con la teoría, que es la que nos dice qué buscar. El físico sólo habla de la porción de realidad que está al alcance de su aparato. Ahora bien, la abstracción permite aventuras insólitas. El término «universo» significa que ya hemos trascendido los límites de lo observable. Así, la física teórica es la creación de un repertorio de mundos ideales. La gran cuestión es si el fundamento de esta ciencia es la ideación o la observación. Esa pregunta «es lo que se discute desde hace trescientos años». La mera observación no funda la ciencia. Para observar, para poder ver algo, hace falta una teoría. Einstein se lo reprochaba a Heisenberg (aunque él mismo también se había servido de la retórica de la pura observación). La observación de Galileo, como la del neandertal, es imposible sin invención previa. Los hechos no nos dicen nada espontáneamente. Esperan a que nosotros les hagamos preguntas. Ortega da en la diana. La naturaleza no habla ningún lenguaje en particular. Habla el lenguaje que nosotros queramos proponerle. Y no hay un lenguaje privilegiado. Dependerá de lo que queramos hacer con ella, de lo que queramos preguntarle, de cómo (en qué idioma) queremos que hable.

Nos han contado la historia al revés. «Lo que interesa a Galileo no es adaptar sus ideas a los fenómenos, sino, al revés, adaptar los fenómenos a ciertas ideas, rigurosa y a priori, independientes del experimento, en suma, a formas matemáticas». Esta fue la innovación de Galileo: construir a priori, matemáticamente. Si los fenómenos no se comportan según esta construcción, peor para ellos (quedan descartados, no existen). Ortega parece un teórico dialogando con la física cuántica, que entonces (1933) todavía no conoce. Cualquier artista lo sabe. La magia de toda ciencia consiste en ocultar sus procedimientos.

La idolatría del experimento

Ortega se queja repetidamente contra la idolatría del experimento, contra el terrorismo intelectual de los laboratorios. Las ciencias no son sólo hechos o datos, ni siquiera prácticas laboratorio. Esa es la superstición de la llamada «verdad científica». La filosofía ha quedado aplastada, humillada, por el imperialismo de la física. «Cada ciencia acepta su limitación y hace de ella su conocimiento positivo». Se hace independiente de las demás, soberana. Repele la pretensión de ser legislada por otra. Defiende con celo su jurisdicción.

Las ciencias, cuando encuentran un problema irresoluble, dejan de ocuparse de él. No así la filosofía, que enfrenta todos los problemas (lo que no quiere decir que los resuelva), y admite la posibilidad «de que el mundo sea un problema insoluble». Platón entrevió el asunto. Sólo el ser humano sabe que no sabe. «Ni Dios ni la bestia tienen esa condición. Dios sabe todo y por eso no conoce. Pero el hombre es la insuficiencia viviente, el hombre necesita saber, percibe desesperadamente que ignora». Dentro de la persona biológica y utilitaria hay otra «lujosa y deportiva» que en vez de facilitarse la vida se la complica. Ese es el filósofo. Las objeciones contra la ciencia se extienden a la mística. «La filosofía es un enorme apetito de trasparencia, una resuelta voluntad de mediodía». La mística no redunda en beneficio intelectual. Algunos místicos, como Plotino, Eckhart o Bergson, han sido geniales pensadores. Pero el misticismo vive en lo abismático. Ahora bien, a la filosofía no le interesa sumergirse en lo profundo, «sino emerger de lo profundo a la superficie, traer a la superficie, tornar aparente, claro, perogrullesco, lo que estaba subterráneo, misterioso y latente». Eso sí, entiende el apetito de integridad del mismo, la nostalgia de la unidad. «Vivimos hacia un mundo que sentimos o presentimos completo». El científico taja esa integridad y, aislando un trozo del mundo, hace de él su cuestión. La verdad científica es exacta, pero secundaria, incompleta y penúltima. Deja intacta las últimas y decisivas cuestiones. «El físico renuncia a buscar el primer principio y hace bien. Pero el hombre donde cada físico vive alojado no renuncia… y se le va el alma hacia esa primera y enigmática causa».

La naturaleza de la ciencia

Resumamos. La ciencia es la fe moderna. Toda ciencia es una construcción, no un espejo de la realidad. Su tarea es doble. Por un lado, imagina y crea. Por el otro, confronta eso imaginado con lo que no es la persona, con lo que la rodea. Lo que llamamos realidad no es el dato (que por sí mismo no significa nada), sino la construcción que se hace con el material dado. La ciencia hace eso. Primero tiene que desentenderse de los hechos, quitárselos de delante y ocuparse en el puro imaginar. Luego, edificada la teoría, confrontarlos mediante la observación experimental. «La ciencia toda de las cosas, sean éstas corporales o espirituales, es tanto obra de la imaginación como de la observación». Un ismo hecho material tiene las realidades más diversas cuando se inserta en vidas diferentes. Un hecho humano nunca es puro pasar y acontecer, es función de toda una vida individual o colectiva.

Galileo construyó la física e hizo de ella una ciencia ejemplar, norma del conocimiento. Todas las demás ciencias la imitarán, con mayor o menor éxito. Si la historia, que es la ciencia de las vidas humanas, pudiese ser exacta, significaría que las personas son piedras o cuerpos inertes. Y la vida, la de cada cual, es por fuerza interpretación, a partir de unas convicciones, más o menos firmes. «A esa arquitectura que el pensamiento pone sobre nuestro contorno, interpretándolo, llamamos mundo o universo. Este, pues, no nos es dado, no está ahí, sin más, sino que es fabricado por nuestras convicciones». Sin darnos cuenta nos hallamos instalados en una red de soluciones ya hechas. El idioma mismo, que aprendemos de niños, es ya un sistema encriptado de valores. Esa es la inherente dualidad del vivir. El más escéptico vive ya con ciertas convicciones, vive en un mundo, en una interpretación. Nadie escapa al círculo hermenéutico, como nadie escapa a la gravedad inversa, por tenue que sea. «El mundo del dubitativo es tan mundo como el mundo del dogmático». Cuando se habla de una persona sin convicciones, esto es sólo una manera de hablar. El escéptico está convencido de que todo es dudoso.

Lección sexta sobre Galileo

La ciencia no sólo es la creencia colectiva moderna, es también el espíritu de nuestro tiempo. Es la convicción de ese sujeto anónimo que llamamos sociedad. Tiene completa vigencia, aunque un individuo particular no la acepte. Está en el ambiente. Desde que nacemos vamos absorbiendo esas convicciones respirando el espíritu de nuestro tiempo. Pero, al meditar sobre este mundo vigente, el filósofo puede, al menos momentáneamente, desembarazarse de él.

El individuo moderno comienza siendo un cartesiano. El gran viraje de 1600 fue el resultado de una grave crisis histórica. La crisis actual sólo puede entenderse si se entiende aquella, que fue la de nuestro nacimiento. «Ahora tenemos que salir de donde entonces se entró. El pensamiento medieval ha agotado todas sus posibilidades, descubiertos sus limitaciones e insuficiencias. El Renacimiento fue un periodo de confusión. El individuo moderno re-nace con Descartes y Galileo, que fraguan los cimientos de la mente occidental.

La ciencia no sólo es la creencia colectiva moderna, es también el espíritu de nuestro tiempo. Es la convicción de ese sujeto anónimo que llamamos sociedad. Tiene completa vigencia, aunque un individuo particular no la acepte. Está en el ambiente. Desde que nacemos vamos absorbiendo esas convicciones respirando el espíritu de nuestro tiempo. Pero, al meditar sobre este mundo vigente, el filósofo puede, al menos momentáneamente, desembarazarse de él

En la Edad Media las ciencias particulares son un modo de conocimiento secundario, supeditado a la teología, que es la ciencia dominante. Las cuatro generaciones que hay entre Copérnico y Galileo constituyen cuatro fases en la reivindicación de las ciencias como tales: Luis Vives, Miguel Servet, Giordano Bruno, Tycho Brahe son sus protagonistas. ¿Quién mejor para orientarnos en nuestra vida que las ciencias? Pero la confusión de la perspectiva científica con la vital genera sus problemas. Es tan falsa como hacer de la perspectiva religiosa una perspectiva vital. «La vida no tolera que se la suplante ni con la fe revelada ni con la razón pura… por eso se ha abierto ante nosotros, tenebrosa, enigmática, una nueva crisis». De modo muy saludable, Ortega se revuelve contra la «beatería del racionalismo» y la «beatería del culturalismo». Frente a esas devociones propone una razón vital.

En las crisis son frecuentes las posturas fingidas, «generaciones enteras se falsifican a sí mismas», se embarcan en destinos artísticos o en doctrina insinceras. «Cuando se acercan a los cuarenta años, esas generaciones quedan anuladas, porque a esa edad ya no se puede vivir de ficciones». Vivir es, como hemos visto, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo. En las crisis el individuo no sabe quién es. Desorientado, da unos pasos en una dirección, luego en otra. Y acaba quedándose sin mundo, entregado al caos de la circunstancia. El vacío de su vida le incita a gozar brutalmente, cínicamente. Y la vida toma un sabor amargo. Una nueva fe, imprecisa, «como la luz de la madrugada», surge de cuando en cuando. Pero esos entusiasmos inestables no duran.

La serenidad es el atributo esencial del ser humano. Por eso algunas escuelas budistas, como la de Nāgārjuna, recomiendan el abandono de todas las opiniones. Cuando se pierde la serenidad se está «fuera de sí». Entonces resurge el animal, pues estar «fuera de sí», esclavo de la inquietud del entorno, es la característica del animal. «Ensimismarse es el privilegio y el honor de nuestra especie». Ortega lo advierte contemplando los chimpancés en el zoo del Buen Retiro. Detenerse un instante es lo contrario de vivir atropellado por la circunstancia. Vivir fuera de sí es vivir una vida falsa. «En todo ser animado, el más importante de sus mecanismos es el de la atención. Estamos allí donde atendemos. Dime a lo que atiendes y te diré quién eres». Ortega parece un maestro de meditación. La atención al sí mismo es fundamental. El hombre es ese animal que puede desatender lo de fuera para volverse sobre sí mismo, «invertir la puntería de su atención», dar la espalda al paisaje. Lo que nos hace humanos no es la razón sino la atención, el ensimismarse.