Pascal Quignard
Pequeños tratados
Traducción de Miguel Morey
Sexto Piso, Madrid, 2016
908 páginas (2 volúmenes), 44.00 €

 

POR CRISTIAN CRUSAT

Más de una decena de editoriales se reparten solamente en España la difusión de la obra narrativa de Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948), cuyos Pequeños tratados acaba de lanzar –en un cofre de dos volúmenes y en colaboración con la galería-librería mexicana Kurimanzutto– la editorial Sexto Piso, que vuelve a poner al alcance del público una obra de este escritor francés, de quien ya publicó en 2011 la novela Butes. La fragmentación y el desorden que caracterizan la circulación de los libros traducidos al castellano de este autor significa, por un lado, un pequeño fastidio para el lector, toda vez que Quignard es, a mayor abundamiento, un escritor extraordinariamente fecundo. Sólo en 2016, en Francia, publicó Le Chant du Marais (Chandeigne) y Les larmes (Grasset) y, en Italia, Vita e norte di Nitardo (Analogon). Sin embargo, tal desbarajuste se halla en neta consonancia con el quehacer literario de Quignard, enemigo de toda forma de vínculo y de las consabidas fórmulas de transición que, a priori, el arte narrativo (o, en este caso particular, el arte editorial) parece exigir. Un breve repaso por la extensa y variada bibliografía de Pascal Quignard arroja una conclusión evidente: la multiplicidad de intereses que despierta la atención de este autor. Y, al mismo tiempo, subyace en todos los libros de Quignard una indisimulable pulsión por ubicar su trabajo en una suerte de zona cero genérica o, como él mismo ha afirmado, por abismarla en un «non-genre» (un no-género). Podría aventurarse que dicha disposición es el resultado de las permanentes tensiones producidas entre reflexión y ficción, así como del esfuerzo por entremezclar ambas categorías y, pese a esto, hallar siempre un determinado modo, algún tipo de inflexión mediante la que desvelar la naturaleza irremediablemente narrativa del pensamiento humano. La literatura de Quignard podría entonces definirse como un revelador, intenso y yuxtapuesto ejercicio de deglución narrativa. En congruencia con lo anterior, estos Pequeños tratados constituirían el nutriente esencial de la rigurosa y vastísima obra del autor francés.

En efecto, la idea de estos textos nació a finales de la década de 1970, como ha reconocido Quignard en alguna entrevista y como denota el primer tratado del primer tomo. Son fragmentos, espasmos textuales nacidos al calor de la amistad del pintor contemporáneo Louis Cordese y de la admiración por los ensayitos de Pierre Nicole (1625-1695), un autor jansenista de quien Quignard ha ponderado la precisión, la modestia y el estilo limpio de su prosa: «Nicole decía: “Somos como pájaros que están en el aire, pero que no pueden permanecer en él sin movimiento, porque su apoyo no es sólido”». El apego de Quignard por la época de Nicole no resulta privativo de estos tratados; al decir de Miguel Morey, su traductor y prologuista, la prosa de este autor es una prosa «surgida directamente de la puesta a prueba de sus lecturas», entre las que abundan las del periodo barroco, aunque también, por descontado, las de la tradición clásica.

Así, la indeleble huella que el movimiento jansenista imprimió en las letras francesas ha sido un motivo recurrente a lo largo de la obra de Quignard. Su dizque biografía –magnífica, por cierto– sobre el pintor Georges de La Tour ya orbitaba alrededor de la influencia ejercida por el pensamiento irradiado desde las celdas del convento de Port-Royal, el cual alcanzó, entre otros, a Racine, Pascal o al pintor Philippe de Champaigne. Las tesis del jansenismo, inspiradas en gran parte en los textos de Jacques Esprit, podrían resumirse en el siguiente propósito: el resurgimiento de la piedad de los orígenes cristianos; una piedad severa, antigua, pura y majestuosa. Moral estricta, piedad austera, condición corrupta de la naturaleza humana…, ideas que forman parte del repliegue característico de la primera mitad del siglo xvii, un periodo marcado por la aparición de una inmensa ola de religiosidad que surge y se extiende desde el fin de las Guerras de Religión hasta la muerte de Luis xiii, y aun del cardenal Mazarino (sucesor de Richelieu), en 1661. Una época, en definitiva, de contracción. Ante el universo mecánico y abstracto descrito por los físicos y los filósofos de la Ilustración, un enjambre de movimientos religiosos de ferviente emocionalidad (pietismo en Alemania, jansenismo en Francia, cuáqueros y metodistas en Inglaterra, el Gran Despertar en Norteamérica) surgió como reacción durante los siglos xvii y xviii. De todo esto, pervive en la obra de Quignard un declarado interés por las escenas que guardan silencio y desdibujan la frontera entre realidad y sueño, por los personajes que callan ante su propia historia, como esas telas de La Tour en cuyo fondo se agazapa la muerte bajo una única fuente de luz: «Pasión que es sonar en silencio. Escribir. Resonar con una especie de estruendo en el silencio del cuerpo. Resonar más allá del agua negra, resonar en algo que es como la noche del mundo antiguo. […] Toda obra escrita, verdaderamente escrita, es un silencio que habla» (Tratado i, Tomo i). Hereda entonces Quignard del círculo de Port-Royal la concepción del lenguaje como un problema crucial: el de ser el principal vehículo de comunicación de la verdad trascendente. El deseo de escribir, conflictivo de suyo, está vinculado en la obra del autor de los Pequeños tratados a una obcecada taciturnidad. Y, sin embargo, tal retraimiento no implica ningún mutismo: escribir, como afirmó Sidonio Apolinar, «no es “callarse”; es “tener ganas de callarse”» (Tratado v, Tomo i). Diríase que la ancha panoplia de libros publicados por Quignard «guardan» el silencio del autor, cuyas ganas de callarse se acrecientan al tiempo que lo hace su bibliografía.

Chez Quignard, el lenguaje actúa como una forma de imán, un imán de orden secular –y, aunque resulte paradójico, sacrificial–: «El amor, la amistad, las obras que se componen: de pronto, un fragmento de acero imanta mil fragmentos de todo lo que nos rodea y que está disperso» (Tratado i, Tomo i). Participan de esa dispersión la historia, el curso de una vida, los sueños, las ruinas o una insospechada revelación etimológica. Todo cuanto puede ser definido como humano se halla sujeto, en la galaxia Quignard, a una serie de secuencias orientadas en lo fundamental por el hambre, el deseo o la imagen ausente primigenia. La escritura de Pascal Quignard es en un primer momento una restitución; restitución de un tiempo y, sobre todo, de una imagen ausente a la que hay que dotar de carnalidad y de sangre mediante la sintaxis. En varios de sus libros, en concreto en El sexo y el espanto (1994) y La noche sexual (2007), Quignard pretende alumbrar la imagen oculta que falta en el alma humana, la imagen que la vuelve incompleta y la condena a la insatisfacción. Se trata de una escena de carácter sexual alojada en el trasfondo de todo aquello que el hombre contempla. Una escena nocturna: la que enfrenta a un macho y una hembra y cuyo fruto es la proyección de una nueva sombra en este mundo visible: «No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron».

Sobre esta ausencia ha levantado Quignard su mundo narrativo, a través del que ha pretendido restituir un sinnúmero de épocas y vidas, mientras el propio autor se construye a sí mismo y se integra voluntariamente en una suerte de comunidad sentimental (de la que formarían parte otros personajes discreta y aparentemente menores como Licofrón el Oscuro, Albucio o Jean de La Bruyère, y a los que hay que añadir ahora al jansenista Pierre Nicole). En este sentido, la biografía se convierte en la clave de bóveda de su propósito literario, ya que le permite adoptar sucesivos tonos y fraseos: el del biógrafo, exegeta y cronista, el del ensayista y el del creador de biografemas imaginarios. Es este el modo de proceder de los melancólicos, como reconoce Quignard: creadores que necesitan unos pocos pedazos de realidad con los que reconstruir, imaginándolo, todo un mundo, y así creer en él. La escritura biográfica se yergue de este modo en el instrumento más adecuado a la hora de adentrarse en un tiempo histórico, reviviéndolo a través de un testigo que, simultáneamente, entabla una estrecha relación con el autor, al que le une normalmente alguna praxis literaria: así ocurría en el caso de La Bruyère, cuya vida se desarrolla en paralelo al de la técnica de la composición fragmentaria en Une gêne technique à l’égard des fragments (2005), o el de Albucio, epítome de autor consagrado a lo «sórdido sublime» en Albucius (1990).

No faltan en los Pequeños tratados ejemplos de esas biografías in nuce tan características de Quignard y, por extensión, de una concreta tradición de autores franceses entre los que sobresale Marcel Schwob, con quien Quignard comparte su inclinación por el retrato breve y el trazo ágil, preciso, a menudo caprichoso, sórdido o extravagante. A este respeto, sobresalen el Tratato ii del primer tomo, consagrado a Spinoza –«Redactó un libro póstumo, Ethica. Es el más bello y el más feliz cuadro invisible que el mundo se haya dado a sí mismo»– o el Tratado xvi del tercer tomo, que vincula la vida del bilbilitano Marcial con sus mordaces epigramas y el destino de la cultura impresa –«Según explica la tradición, es el primero que sostuvo entre sus manos un libro en su apariencia moderna»–. Como es costumbre, Quignard hace gala de un apabullante conocimiento del mundo de la Antigüedad clásica. Sus hallazgos en esta materia han fructificado en cientos de reveladoras páginas, entre las que pueden volver a citarse las de El sexo y el espanto, un inolvidable y voluptuoso ensayo sobre las más profundas pulsiones del género humano durante el periodo histórico en el que Roma dejó de ser una república y se transformó en un imperio, y todo lo que ello implicó en el orden afectivo de nuestros antepasados.

La prosa de Quignard es decididamente carnal –lo cual explica una aseveración como la siguiente: «Las bibliotecas no son lugares, son cuerpos» (Tratado xi, Tomo ii)– y también es, por momentos, grandilocuente. Pero en sus mejores pasajes consigue alumbrar nuevas regiones de la experiencia, un logro que consigue habitualmente mediante audaces ejercicios etimológicos: «Oh días consagrados al inútil / empeño de olvidar la biografía / de un poeta menor del hemisferio / austral, a quien los hados o los astros / dieron un cuerpo que no deja un hijo / y la ceguera, que es penumbra y cárcel […] / y vísperas de trémula esperanza / y el abuso de la etimología». Estos versos no los escribió Quignard, sino Borges («Aquel», en La cifra, de 1981), aunque se avienen al quehacer artístico del francés. Pues el soi-disant abuso de la etimología constituye en Quignard –como en Borges y en Agustín de Hipona, por lo demás– el reconocimiento de que el lenguaje humano es tan engañoso como fascinante. Por un lado –y en congruencia con una corriente del pensamiento lingüístico enraizado en el Crátilo de Platón–, el lenguaje se presenta como un embustero vehículo de conocimiento. Pero, por otro, la etimología actúa como un privilegiado cristal que permite mirar a través del lenguaje. En cierto modo, Quignard es uno de eso autores que nos enseñan a leer de nuevo, ya que sus etimologías nos obligan a leer palabra por palabra, una tras otra, cuidadosa y sosegadamente; a renovar nuestras supuestas y escasas certitudes. Al igual que en la mayoría de sus libros, el autor nos guía en la contemplación de las palabras como si fueran elocuentes imágenes de futuro que, simultáneamente, explican el presente y alumbran nuestro pasado. A fin de cuentas, Quignard afirmó en una entrevista: «Quisiera modificar la percepción del tiempo. No creo en la existencia de un pasado, un presente y un futuro. San Agustín hablaba de dos tiempos: el uterino y el posterior al nacimiento». No debe extrañar que en el Tratado xiv afirme: «Espero ser leído en 1640». He ahí su particular versión de la teoría de los precursores y, acaso, un irónico microrrelato. Esa amalgama de erudición, erotismo, brevitas e introspección –auténtico emblema de la literatura de Quignard– alcanza uno de sus más logrados ejemplos en el Tratado xii, «La palabra objeto». En apenas cuatro páginas, al evocar un pasaje de Tácito, se sumerge en las ciénagas etimológicas para rescatar la palabra objeto y devolverla a la luz como el desvelamiento del seno de una mujer desnuda. Prosigue una especulación sobre lo real, la nada y la naturaleza oculta de las cosas. Y la súbita impresión, cuando finaliza el texto, de que Quignard nos ha revelado un nuevo secreto sobre el arte de juntar palabras, ruinas y silencios.

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