Javier Padilla
A finales de enero
Tusquets, Barcelona, 2019
420 páginas, 22.00 € (ebook 12.99 €)
POR MANUEL ARIAS MALDONADO

 

 

He aquí un libro importante, que quizá no lo parezca tanto. Galardonado con el XXXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, A finales de enero se nos ofrece como el retrato de tres protagonistas secundarios de la Transición política española que, como reza el subtítulo, componen juntos «la historia de amor más trágica de la Transición». Sin embargo, el libro es también una biografía de la propia Transición, que arranca antes de su comienzo y se prolonga mucho después de su final. Tal como ha quedado claro en los últimos años, lo que pensemos sobre la Transición cuenta; se trata de una realidad histórica que ha venido cumpliendo el papel de mito fundador de la democracia española. Y por más que su evocación sirviese primero para legitimar a la nueva monarquía constitucional, más recientemente se ha extendido una contranarración peyorativa que atribuye los males de la democracia española a una falsa transición desde la dictadura. De ahí la relevancia potencial —pues su ejemplo puede cundir o ser ignorado— del presente volumen, que propone una manera nueva de mirar hacia ese periodo crucial de la reciente historia española.

Javier Padilla, joven ensayista malagueño, ha rastreado así las peripecias de tres jóvenes cuyas vidas se vieron truncadas durante el periodo que media entre el tardofranquismo y la consolidación de la democracia. Sus nombres son, solían ser, conocidos: Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González. Empleando las herramientas básicas del historiador, consistentes en la consulta de archivos y las entrevistas personales, el autor ha dado forma a una exhaustiva narración que gira en torno a dos ejes: el itinerario vital de tres individuos y el desarrollo de un proceso colectivo. Este planteamiento es coherente: la vida de los protagonistas no podía contarse sin contar la Transición, igual que la Transición no puede contarse sin aludir a los episodios que directamente les conciernen. A saber: la muerte de Enrique Ruano en el curso de un interrogatorio de la policía franquista en 1969 y el asesinato de Javier Sauquillo en el crimen de Atocha de 1977, al que sobrevive una Dolores que era novia del primero y esposa del segundo cuando ambos fallecen. Y sobrevivir es aquí el verbo adecuado: uno de los méritos incontestables del libro es el conmovedor relato de las últimas décadas de Dolores González, que termina sus días abandonando voluntariamente una existencia en la que ya era un fantasma. En todos los casos, Padilla logra desvelar a la persona que hay detrás del símbolo, con el paradójico resultado de que el símbolo sale reforzado en lugar de lo contrario.

En buena medida, el éxito del libro está prefigurado en las consideraciones que el autor hace en el prólogo. Señala Padilla en esas páginas todo lo que no ha hecho cuando se aproximaba a este episodio: no ha partido de una idea preconcebida de la historia de España, no ha asumido una perspectiva de izquierdas, no ha tratado de legitimar o deslegitimar la Transición. Tan solo se ha puesto a trabajar con la intención de conocer a fondo a los personajes y su historia. Pero de su investigación se deduce una nueva mirada sobre la Transición y ello sucede, precisamente, porque el autor ha sido fiel a su planteamiento. En lugar de dejarse llevar por el furor iconoclasta de otros miembros de su generación, el joven Padilla se ha documentado rigurosamente, sabiendo mantener en todo momento una mirada desprejuiciada y alerta contra los propios sesgos ideológicos. Esta última cautela denota su familiaridad con las ciencias sociales contemporáneas, especialmente atentas al modo en que los individuos perciben y evalúan la realidad. En este sentido, la juventud del autor no es una anécdota: sólo quien no ha vivido la Transición puede tratar de escribir sin prejuicios sobre ella. Y es que ser a la vez protagonista e historiador quizá no sea la mejor receta para el análisis; no digamos cuando el objeto de estudio posee unas connotaciones emocionales que todavía se dejan sentir en nuestro debate público. Mérito adicional del autor es que su prosa se ha mantenido inmune al barroquismo que a menudo aflige al escritor joven. Su claridad expositiva, deudora de una impronta más anglosajona que francesa o alemana, se deriva de su claridad de pensamiento: conocer bien lo que cuenta le permite escribir con sobria claridad.

La estructura del libro es ortodoxa, pues el autor toma a sus protagonistas desde la infancia y los acompaña hasta la muerte. Y como sucede con la propia existencia, la duración es mayor al comienzo y la percepción del tiempo se acelera paulatinamente: la juventud de Ruano, Sauquillo y González —incluidos los decisivos años universitarios— ocupan mayor espacio que los años posteriores. Es una decisión razonable, que viene dada por la propia índole de los acontecimientos y por la contextualización que el autor debe a los lectores: ni la muerte de Ruano ni la matanza de Atocha tendrían sentido sin su marco histórico correspondiente. Padilla empieza así por describir el origen social de los protagonistas, que como tantos otros antifranquistas eran «niños bien del franquismo». O sea: hijos de los vencedores que se rebelaban, a menudo sin enfrentarse directamente a ellos, contra sus padres. Para todos ellos, la entrada en la universidad fue determinante y la descripción que Padilla hace del movimiento estudiantil antifranquista es excelente: abundante en detalles y no exenta de un bienvenido sentido crítico.

Hablamos de una institución más abierta que otras donde no obstante el conservadurismo del régimen se dejaba notar: un catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense, por ejemplo, hacía salir de clase a las alumnas cuando explicaba las causas dirimentes y los impedimentos para contraer matrimonio. Ruano, Sauquillo y González estudiaron Derecho conforme al famoso Plan de 1953, vigente en tantas facultades españolas hasta hace bien poco. En aquella universidad se encontraron con un ambiente a la vez convulso y variado, donde el aperturismo conservador representado por Ruiz-Giménez y su Cuadernos para el Diálogo coexistía con una hegemonía del PCE compatible, sin embargo, con el habitual faccionalismo de la izquierda. Nuestros protagonistas empezaron por vincularse con al Frente de Liberación Popular, al que también pertenecieron figuras como Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Castells o Narcís Serra. Parte de esa izquierda acabaría, en algunos casos pasando antes por el movimiento vecinal, en la socialdemocracia; otros, como la propia Dolores González, no abandonarían jamás a esa izquierda crítica que —a su manera— reemergería años después con Podemos.

En coherencia con la realidad que tiene delante, Padilla no deja de reflexionar sobre una paradoja que ya observó en su momento el filósofo polaco Leszek Kolakowski: la posición acomodada de los jóvenes revolucionarios europeos que hablaban en nombre de los obreros. Esa brecha sociocultural sirve para explicar que los intentos por conectar las culturas estudiantil y obrera resultaran —en el FLP tanto como en la Francia del 68— en un fracaso estrepitoso. Aunque no por falta de empeño: aquellos felipes se cambiaban de ropa para tratar a los obreros, dando lugar a escenas que uno imagina a medio camino entre las películas didácticas de Passolini y las sátiras de Berlanga. Más interesante aún, si cabe, es la reflexión sobre las credenciales democráticas del antifranquismo. Tal como señala Padilla, el congreso de 1962 del FLP dejaba la puerta abierta a la violencia revolucionaria y muchos de sus integrantes optaron por una radicalización ideológica que se adornaba con la inescrutable jerga del marxismo-leninismo y sus distintas variantes. Como tantos otros compañeros de generación, los protagonistas de este libro se sumergieron además en el cine, la poesía y la canción-protesta: un arte al servicio de la revolución.

Padilla observa con justicia que no todos los estudiantes eran activistas políticos y que Ruano, Sauquillo y González no dejaban de ser burgueses renegados, al menos parcialmente: luchaban contra una realidad de la que eran beneficiarios. Algo se ganaba a cambio, naturalmente, como observa el autor con una ironía que dirigida más bien hacia sus contemporáneos: «El Madrid de finales de los sesenta fue el último Madrid de la historia en el que se podía ser un poeta revolucionario y no ser al mismo tiempo ridículo» (p. 90). Asunto distinto, como se ha sugerido ya, es que el revolucionario fuese también un demócrata: el socialismo revolucionario orientado a la dictadura del proletariado dominaba la universidad antifranquista, mientras permanecían en los márgenes liberalismo, socialdemocracia y conservadurismo. Padilla muestra un notable sentido de la orientación cuando se adentra en el laberinto de las formaciones de la izquierda universitaria e identifica con tino sus influencias teóricas: de Marcuse a Gorz, de la escuela de Frankfurt a Louis Althusser. De manera que nuestros estudiantes, como tantos otros opositores al franquismo, encarnaron un tipo peculiar de revolucionario a tiempo completo: radical en sus planteamientos intelectuales, convencional en muchas de sus costumbres vitales.

En ese marco, y con una loable delicadeza, se nos presenta la evolución sentimental de los protagonistas. El amor inicial de Enrique Ruano y Dolores González, enturbiado por la inseguridad que el primero experimentaba hacia Javier Sauquillo, dio paso de manera natural al noviazgo y matrimonio de estos dos últimos. Y si la primera de estas relaciones apenas tuvo tiempo de desarrollarse debido a la muerte trágica de Enrique, la segunda se vería brutalmente interrumpida por el crimen de Atocha, del que Dolores sale física y espiritualmente traumatizada. Seguramente tiene razón el autor cuando apunta que las relaciones amorosas en las organizaciones clandestinas son «un elemento no lo suficientemente estudiado de la Transición española» (p. 139). Allí, desde luego, lo político era personal.

Sea como fuere, el radicalismo antifranquista descrito por nuestro autor tenía enfrente a un régimen que podía ser brutal en la defensa de sus intereses. Tanto el probable asesinato de Ruano —las hipótesis sobre el suceso son aquí desmenuzadas de manera exhaustiva— como el crimen de Atocha sirven al autor para recordarnos que la idea de una Transición «pacífica» debe ser matizada: si a la violencia ultraderechista sumamos los crímenes del Grapo y, sobre todo, de ETA, el resultado es un proceso político agitado y plagado de víctimas. El autor nos describe el panorama de las organizaciones ultraderechistas, desde los Guerrilleros de Cristo Rey a la Triple A, cuya existencia subterránea sale tristemente a la luz cuando un conjunto de individuos de dudosa salud psicológica entran en el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha 55, cuya titular era Manuela Carmena, y asesinan a cinco personas. Entre ellas, a Javier Sauquillo. El resto es historia: la reacción de la sociedad española impulsó la legalización del PCE, convertido luego en actor secundario del régimen democrático tras la irrupción del PSOE y el consiguiente desencanto de algunos de los partidarios del socialismo democrático. Entre ellos, se encontraba una Dolores González que, como resume Padilla, «murió en el anonimato pese a ser una leyenda del antifranquismo» (p. 291). Un anonimato del que ahora, con este libro, es rescatada.

Es imposible comentar aquí todos los aspectos de una obra tan rica en matices y vericuetos narrativos. Pero sí conviene reiterar la idea que se planteó al comienzo de esta reseña: A finales de enero contribuye al conocimiento maduro de la Transición, que tan necesario resulta para la autocomprensión de la sociedad española. Deberíamos ser capaces de dejar atrás el mito encomiástico —útil en la construcción de la legitimidad de la joven democracia— sin por ello caer en el mito denigratorio que cobró fuerza con la crisis económica de 2008. Ninguno de ellos constituye una representación fiel de nuestra fascinante transición política. Frente a esas simplificaciones, Javier Padilla abre la puerta a una suerte de realismo ecuánime capaz de hacer justicia a la complejidad del proceso histórico. Se trata de una ambivalencia por completo inevitable: ninguna transición democrática es un cuento de hadas y la nuestra, marcada por el recuerdo de una cruenta guerra civil, tampoco podía serlo. Es mérito de Javier Padilla habérnoslo recordado: al rescatar del olvido la desgraciada historia de Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González nos ha proporcionado un valioso ejemplo historiográfico que merece ser imitado.