Antonio Soler
Vida, fulgor y muerte de Noi del Sucre
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2016
440 páginas, 21.90 € (ebook 13.99 €)
Eduardo Mendoza le hacía pocas fechas atrás a Sergi Doria una certera observación sobre los criterios extraartísticos que marcan el reconocimiento literario en nuestros días. En una jugosa entrevista en ABC (22 de diciembre de 2016) le dice al periodista: «La novela de la que se habla ha de ser la de este año. Cuando se escogen los diez mejores libros del año siempre son los que han salido en los dos últimos meses. Del que salió en febrero nadie se acuerda». Castigo de esta clase ha sufrido Apóstoles y asesinos, que no salió en febrero, pero sí en marzo, ha pasado los meses sin despertar ninguna particular atención y, al llegar los balances anuales, en alguno no merece ni un solitario recuerdo. En Babelia, el suplemento de El País, no figura entre los diez mejores libros de 2016 y ni siquiera entra en la lista ampliada a otras tantas obras más. Tampoco la menciona ninguno de los diez autores consultados acerca de sus lecturas de la temporada. Por suerte, no ha tenido del todo razón Mendoza porque, en cambio, en el balance del El Cultural, el suplemento de El Mundo, ha subido hasta el segundo lugar de la decena de mejores libros de ficción, por detrás sólo de Patria, el éxito, más mediático que literario, a finales de año de Fernando Aramburu.
Antonio Soler ha conseguido con Apóstoles y asesinos uno de los libros de verdad sobresalientes de este convencional plazo de tiempo a la vez que una obra muy destacada, si no la mejor, de toda una trayectoria ejemplar de escritor siempre interesante, regular y exigente que viene cumpliendo desde hace varios lustros. El autor malagueño alcanza con este título el resultado redondo que sólo se logra tras una dedicación rigurosa a la escritura; un proceso que, tras un par de manifestaciones previas, arranca justo hace veinte años, en 1996, con Las bailarinas muertas. Desde esta novela de primera madurez, han seguido ocho más de muy variada temática, pero con un hilo vertebral o un motivo recurrente, la auscultación de la memoria por medio de un denso entrelazado de lo particular (los recuerdos y vivencias del propio Soler) y lo colectivo (la historia reciente de nuestro país). Apóstoles y asesinos parece a simple vista que refuerza el gusto del autor por dicha diversidad temática y, sin embargo, al observar el libro con un poco de cuidado, se ve que es una nueva vuelta de tuerca de esa inquietud medular.
El argumento de Apóstoles y asesinos se desplaza a los dos primeros decenios del pasado siglo, según lo señala el subtítulo del libro, «Vida, fulgor y muerte del Noi del Sucre», el anarcosindicalista catalán asesinado en 1923. Al hilo del activismo del famoso Salvador Seguí se reconstruye aquella época marcada, sobre todo en Barcelona, por una violencia extrema, la de la Semana Trágica de 1909 y de varios lustros más siguientes. Una etapa muy concreta, pues, de nuestra historia sirve en esta ocasión para hacer memoria de un tiempo exacto, además de para proyectarla en el presente. Ésa es la explicación de que Antonio Soler escriba un relato dentro del subgénero de la novela histórica, pero ajeno a todas las exigencias dañinas de la moda, porque en él no encontraremos ni llamativos exotismos, ni costumbrismo de cartón piedra, ni trucos efectistas, ni superhéroes, ni sentimentalinas; hallamos en estado puro la violencia generada por la desigualdad social.
Intuimos el rumbo distintivo de la narración desde la primera línea del texto: «Sabemos que aquella mañana de marzo amaneció cargada de bruma y fue fría». El «sabemos» apunta al propio autor y pronto comprobamos que, además, implica una detallada reconstrucción histórica, mezcla de datos ciertos y conjeturas. El narrador (voz desdoblada de Antonio Soler) utiliza fuentes documentales no sólo como el sostén informativo habitual de las novelas históricas, sino que las incorpora explícitamente a la narración (la biografía, por ejemplo, que el olvidado escritor de posguerra Ángel María de Lera dedicó al sindicalista Ángel Pestaña). Lo mismo hace con otras averiguaciones y pesquisas. Y todo ello lo proyecta hacia el lector, a quien compromete también en el relato. Tenemos, por tanto, una averiguación histórica cuyo desarrollo se cumple ante nuestros propios ojos sin la frialdad del tratado académico y la aproxima a la crónica o el reportaje. El efecto positivo de este planteamiento añade a la reconstrucción novelesca convencional una intensa vivacidad, además de un atractivo aire de actualidad formal. El libro, libre de las rigideces de género, se inscribe en la narrativa de no ficción documental y guarda algún parentesco con la tendencia en auge de los llamados «relatos reales» que cultivan Javier Cercas o Ignacio Martínez de Pisón.
El mencionado subtítulo de Apóstoles y asesinos haría pensar que Antonio Soler dedica en exclusiva su relato real a Salvador Seguí, pero la novela desborda con mucho ese presunto objetivo, y lo convierte en una línea, principal, pero sólo una, de un entramado de mayor amplitud; a veces el Noi del Sucre queda casi en penumbra. El retrato colectivo abarca la pluralidad de actores de la máxima tensión entre la burguesía industrial y el proletariado catalanes. Algunas menciones indican la voluntad de puntillismo noticioso que revela el recuerdo del entonces «anarquista rabioso» Eugeni D’Ors. La mayor parte rescata las primeras andanzas de personajes de largo recorrido y gran importancia en nuestra historia, y las de otros que los ventarrones del momento arrasaron: Francesc Layret, Lluís Companys, Ángel Pestaña… Y alguna se vuelca con minucia demoledora en la denuncia: la del «carnicero» Martínez Anido, el sanguinario gobernador militar y civil, sucesivamente, de Barcelona.
Apóstoles y asesinos presenta una amplia galería humana de retratos individuales muy logrados, tanto de los actores principales como de otros secundarios, que gira en torno a una doble confrontación sin cuartel. Por una parte, el obrerismo organizado (fuerza emergente y amenazante incluso para los sectores progresistas desde finales del siglo xix) que busca la redención de los desheredados o la venganza de ultrajes seculares y a cuyo frente se colocan sujetos idealistas y visionarios. Por la otra, los empresarios, organizados en una patronal facinerosa, con la complicidad del poder, de los políticos y de las fuerzas represivas del Estado. Ni más ni menos que lo que dice con rigurosa concisión el título, apóstoles y asesinos.
La tensión entre ambas fuerzas es el motor de la novela, lo que da altura literaria y cualidad de recreación artística a la crónica documentada. La mentalidad reaccionaria opuesta a todo progreso en los derechos de los obreros aparece no ya como un instinto primario de defensa de unos privilegios abusivos, sino como una auténtica confabulación organizada de forma mafiosa. La prueba de esa conspiración la ofrece el autor detallando la frenética actividad y los procedimientos gansteriles del llamado «Sindicato Libre», la organización sostenida por la patronal. Y la revalida con el retrato —una de las mejores secuencias discontinuas del libro— de ese Martínez Anido brutal, patrocinador inhumano de la ley de fugas, sin mucho tardar ministro de la Gobernación con la dictadura de Primo de Rivera y de Orden Público con la franquista, y a quien tres cuartos de siglo más tarde de su muerte una acción oportunista del juez Baltasar Garzón imputó por crímenes contra la humanidad. Una narración sobria, sin ganga retórica, de aparente impasibilidad, muestra la perversión moral, el fanatismo y la crueldad del personaje con un inevitable efecto proyectivo de repulsa del general y de la gente de su calaña. Esta línea discontinua del relato tiene la vibración de la literatura de denuncia.
En la otra fuerza enfrentada, el proletariado, Soler sigue la misma técnica —apuntes escuetos, objetivismo sin mediaciones—, al servicio, en cambio, de una especie de solidaridad con el sufrimiento y la injusticia. La literalidad del texto no permite decir que la obra presente un alegato favorable al anarquismo, y de ninguna manera al movimiento libertario violento, pero tampoco se oculta un gesto de simpatía, de comprensión. Más allá, sin embargo, de un pronunciamiento explícito, impropio de una obra literaria, el escritor malagueño muestra un fresco del sufrimiento de los oprimidos y de las acciones, casi obligadas por la fuerza de las cosas, para su liberación. Porque, como dice el narrador, «el precio del hombre» había bajado «en este triste mercado que siempre ha sido la historia del ser humano». Tal realidad se inscribe en un notable acierto del libro, la creación de una atmósfera social donde ideologías justicieras insinuaban sueños redentores. En este contexto cobra su pleno sentido la figura central de la obra, el Noi del Sucre, defensor de la formación técnica, la instrucción cultural y la educación de los obreros. Salvador Seguí creía que sólo de ese modo podrían competir con sus sojuzgadores y era contrario a la violencia porque veía en ella «más un peligro para la clase obrera que un método de presión». La novela subraya estos planteamientos al igual que destaca la intransigencia de los sindicalistas exaltados que denunciaban las ideas de Salvador Seguí como un signo de aburguesamiento. De algún modo, las consecuencias de esa confrontación es un mimbre fundamental de la visión histórica de Antonio Soler.
Aquella etapa convulsa de Cataluña, y por extensión de España, aunque Apóstoles y asesinos se ciña a la conflictividad barcelonesa, ya ha tenido otras recreaciones literarias. Sin ir más lejos, la de la opera prima de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta. Antonio Soler aporta un análisis que va al fondo de una visión del mundo, la confrontación entre el idealismo emancipatorio de unos «apóstoles» y la mezquindad de los «asesinos», dispuestos a mantener viejos privilegios a cualquier precio. El sentido global del libro es pesimista. Siempre vencen las fuerzas de la represión. Y mueren los bienintencionados. Tras el asesinato de Salvador Seguí, las autoridades disponen, por miedo a las movilizaciones populares, que se saque su cadáver del hospital a escondidas y que el entierro se celebre clandestinamente. No se hizo justicia por el crimen. La policía inició una tímida investigación que no condujo a ningún resultado. Se rumoreó desde medios oficiales y patronales que habría sido asesinado por elementos radicales de la propia CNT. Las palabras finales del libro no pueden ser más desesperanzadoras: «Nadie hace nada. Poco después la huelga cesa. La gente vuelve al trabajo». El sacrificio del Noi ha sido inútil.
Este magnetizante relato de no ficción convierte el retablo histórico de hace un siglo en una metáfora del ordenamiento social surgido con la Revolución Industrial. Pero no pretende un friso arqueológico porque Antonio Soler no le pone fecha de caducidad al testimonio. Aunque se deba ser muy precavido con las asociaciones vagas que suscita un texto, no deben desdeñarse las analogías que sugiera. Han cambiado con el tiempo las formas externas y los comportamientos, pero víctimas y asesinos siguen cumpliendo su papel en el gran teatro del mundo. La crisis propagada por el capitalismo financiero y la globalización genera hoy no menores sufrimientos que antaño.