Jorge Brioso
El privilegio de pensar: filosofía y poesía en las dos orillas del Atlántico
Casa Vacía, Richmond (Virginia), 2020
270 páginas, 14.60 €
POR JOSÉ LASAGA

 

 

Si el lector repara en el título completo del libro, advertirá que el subtítulo no aclara la parte primera y principal del título. Y es que esta es el nombre de un motivo filosófico –no el único, pero sí el de más mordiente de los que aquí se examinan–, mientras que la segunda es meramente descriptiva y alude al conjunto del libro: una serie de ensayos escritos y pensados a ambas orillas de la mar océana sobre escritores y filósofos de uno y otro lado.

Estamos ante un libro ambicioso y complejo, cosa fácil de advertir solo con reparar en que, desde que Platón expulsó a los poetas de la ciudad, sus relaciones no han mejorado mucho, aun cuando María Zambrano –muy presente en este libro, especialmente en su capítulo dos– encauzara su pensamiento hacia la búsqueda de una razón poética. Pero me apresuro a señalar que este no es el tema central del libro. Poesía es para su autor otra forma de pensar, distinta de la propia de la filosofía, pero no necesariamente opuesta. Tenemos un ejemplo de ello en la segunda parte, titulada «Las paradojas de la tradición», formada por dos ensayos: uno dedicado a trazar un inesperado y perspicaz contrapunto entre las ideas de tradición y memoria en Walter Benjamin y Antonio Machado y otro en el que se examinan las formas de entender la tradición literaria que surgen de las paradójicas maneras en que el poeta cubano Casal fue leído por sus herederos naturales, con especial incidencia en la lectura de Lezama Lima –sobre la que luego volveremos–, cuya idea de tradición literaria se confronta con la posición de Foucault y su teoría de los archivos.

La primera parte, titulada «Vidas filosóficas», examina especulativamente ese mismo concepto buscando en él los contrastes entre el pensamiento antiguo y el moderno, tomando como punto de partida el más indiscutible: las razones por las que la vida de Sócrates es el escenario en que la filosofía surgió, urgida por las preguntas ¿qué es una vida justa? y ¿por qué la vida del filósofo, a diferencia de la de otros miembros de la polis, no puede «ser vividera» si renuncia a buscar las respuestas? Y es que, en el fondo, los filósofos –al menos los que interesan a Brioso– han terminado centrando sus búsquedas en el arte de vivir.

La filosofía ha tenido siempre algo de ejercicio espiritual, de relato de conversión al que debe seguir una transformación efectiva que convierta la propia existencia en una especie de receptáculo para el conocimiento verdadero. Su ideal de vida filosófica no apunta ya al ideal inspirado en el mejor Romanticismo de la vida única y excelsa del artista inspirado, sino a un concepto abierto de vida desde el que sea posible reanudar el diálogo entre lo bello, lo bueno, lo justo y lo verdadero (p. 48). Este es el sentido del ideal que dice perseguir Brioso, que se reivindica heredero de la tradición de los filósofos de la vida, con especial insistencia en una brillante tradición española muy siglo XX: Unamuno, Ortega, Zambrano, etcétera.

Si el primer capítulo del libro se centra, como acabamos de ver, en el modelo de vida filosófica –la de Sócrates–, el segundo examina la relación entre ciertos géneros que sirven a la filosofía entendida como cuidado y reflexión de la vida y Antígona, el otro modelo de un pensar que, como el de Sócrates, coincide en oponerse a las convenciones y usos vigentes en la ciudad, no importa cuán alto sea el precio a pagar: Sócrates se opone, como es sabido, al discurso acomodaticio que da por bueno los ídolos del foro; Antígona a la ley de la ciudad que ignora leyes más originarias y veraces. Ambos enfrentan un destino funesto –trágico en el caso de Antígona– y ambos entran en conflicto con el nomos político.

La guía para el examen de la figura de Antígona es María Zambrano. Se analizan, en primer lugar, algunas de las formas específicas de su pensar: la confesión y el delirio. Tomando como referencia las múltiples apariciones de Antígona en su obra –y hasta en la vida de la filósofa malagueña–, Brioso se interroga sobre la posibilidad de dar un nomos al pensamiento partiendo de la insuficiencia del nomos convencional de los Estados, entendiendo por tales los que fundan su ley escrita sobre la demarcación territorial que deja fuera y sin amparo a todos aquellos no acogidos a la identidad ciudadana. Antígona hace valer los derechos de la ley no escrita y sitúa en el centro de la reflexión el motivo del exilio, tan caro a Zambrano desde su experiencia como española que sufrió una guerra civil y al autor del ensayo, cubano exiliado, ex «ciudadano» de un Estado totalitario. Aunque hay que añadir que el estilo sobrio y distanciado del profesor Brioso no permite al lector sospechar siquiera esa circunstancia de su vida filosófica.

Ese otro nomos que se busca desde la ejemplaridad de la vida filosófica de Antígona-Zambrano se articula sobre las ideas de la piedad entendida como «saber tratar con lo otro» y la veneración por el origen. Ese ideal no puede seguir siendo el de la normatividad vinculada a un territorio delimitado por una frontera. Así como la ontología deja fuera con sus definiciones de «lo que es» muchas formas de existencia que no encajan en la norma, el nomos justo deja fuera a muchas almas. Brioso se aventura a poner nombre a este nomos sin territorio y habla de un «ideal de lo inconmensurable». Y aclara: «Lo inconmensurable vive de los ínferos —(término técnico del lenguaje de Zambrano que no es posible aclarar aquí del todo. Digamos que remite a la pasividad afectiva del yo)— sobre los que se sostiene toda la ciudad y en lo ilimitado que lo rodea» (p. 92). Creo que el ideal de inconmensurabilidad encierra una cierta oscuridad que, estoy seguro, será aclarado en ulteriores entregas del autor.

En «Reinventar el siglo xix: contrapunto entre Antonio Machado y Walter Benjamin» se confrontan las ideas de memoria, recuerdo, tradición y modernidad en los autores mencionados. Aparentemente nada tienen en común, excepto haber muerto en el exilio y en lugares cercanos, frente al mismo mar. El texto se propone poner en claro cómo es posible destruir una tradición fallida, la historia, la política, la estética y la ética de un siglo XIX lleno de falsedad y autosatisfacción –acunado por la canción del progreso, camino del desastre que asoló Europa en el siglo XX–, y del que ambos fueron víctimas, para sustituirlas por otra lectura distinta del pasado que recupere de alguna forma lo por venir. Ambos autores emplean el filo de su lucidez y su ironía contra la ciencia histórica del siglo XIX, que vivió el espejismo de creer que era posible construir el pasado de una vez para siempre, y ambos son deudores del primer golpe de gracia que recibió, aún en su siglo, la historia académica desde la Segunda intempestiva de Friedrich Nietzsche, que se oponía a lo que Machado llamó «un pasado irreparable». Frente a aquel, el poeta castellano inventa el pasado apócrifo, materia de infinita plasticidad, gracias a la que este vive en una conciencia, remitido así al presente. «En constante función del porvenir», dice Mairena, el más importante de los heterónimos de Machado. Ese pasado es el auténtico y no las momias de la historia oficial.

Benjamin coincide con el poeta español en que solo liberando el pasado de la Historia, de la tradición, podrá servir a la edificación justa del futuro. El famoso e inacabado Libro de los pasajes se centra en el objetivo de construir una «verdadera historia material de la cultura», capaz de evitar su coagulación en fetiches y mercancías. He de dejar de lado la descripción de cómo ve Brioso el procedimiento por el que cada autor alcanza su meta. Baste decir que ambos se mueven con bastante soltura en las tradiciones apócrifas que inventan a la medida de sus necesidades, más allá del aura del arte clásico, sin postular una analogía en la que ya no es posible creer, desplazada de la naturaleza a la temporalidad histórica. El arte en la época de su «reproducibilidad técnica», al que Benjamin prestó tanta atención y del que esperó potencialidades emancipadoras, se compadece muy bien, según Brioso, con la «esencial heterogeneidad del ser», para decirlo con una expresión cara a Machado.

La pregunta por la tradición, constatado el fracaso de la modernidad a la hora de descubrir una forma de encaje con sus ideales y autoexigencias críticas, recibe una vuelta de tuerca en «Leer lo que nunca fue escrito: Casal, Lezama y la tradición». Para señalar la continuidad de este trabajo con el anterior, baste indicar que la frase de la primera parte del título es de Benjamin. Define al historiador que es capaz de «salvar la posibilidad del pasado».

Brioso examina otros enfoques sobre el problema de la tradición después de los vistos en el capítulo anterior –como la «intrahistoria» unamuniana o la propuesta de Borges de que la obra de arte genuina modifica la tradición– para entrar a fondo en un enfoque de su tema ajeno a la cultura europea. ¿Cómo pensar una tradición para las letras cubanas o latinoamericanas en general? Responde con el examen de la obra de Lezama Lima sobre Casal, un poeta cubano de finales del XIX, donde se acuña un modelo de tradición pensado desde la «salvación» de las anomalías, capaz de construir un nuevo sentido desde el «accidente», término que hay que tomar en el sentido que le confiere la metafísica aristotélica: lo no esencial por sometido al cambio y al olvido. Así, Brioso hace el elogio de una tradición afincada en preferir la huella a la influencia o atender al «misterio del eco».

Finalmente, el autor ordena todos estos elementos –y algunos más no mencionados– en torno a la propuesta de un nuevo mecanismo de transmisión intergeneracional basado en el contagio antes que en la influencia, contagio siempre concernido por la posibilidad del fracaso y de la frustración. Es el fracaso lo que despeja el camino para los que llegan: «Se escribe porque los otros han fracasado» (p. 204). Esto puede sonar aporético, pero Brioso está pensado en una ontología benjaminiana –esto es, dialéctica–, donde el fracaso-negación es condición sine qua non de la verdad y el acierto, como la catástrofe lo es del progreso. Se trata, claro está, de «progresos» parciales y sometidos a revisión por las nuevas generaciones, todo lo contrario de lo que se propuso aquel siglo XIX europeo que quiso coagular la sangre de la Historia.

La tercera y última parte se titula «La literatura y el pensamiento» y consta de un único ensayo de título también largo y misterioso: «La estética en el tranvía y la ética del camión. Algunas reflexiones literario-filosóficas sobre el privilegio del pensar». Esta segunda frase promete respuesta a la pregunta que unifica el libro: ¿Es el pensar un privilegio? La primera frase, que le sirve como inspiración y lanzadera, expone dos meditaciones-monólogos –que encierran sendas formas de entender el pensar– tenidas en medios de transporte: la primera, en un tranvía madrileño, a principios del siglo XX por José Ortega y Gasset, «Estética en el tranvía», y la segunda, en un autobús urbano de Ciudad de México a mediados del mismo siglo, por José Gaos (todavía hoy recomendable para quien quiera tener una experiencia límite, no sé si también filosófica), al que, por razones que el lector habrá de descubrir, Brioso da una dimensión ética que el monólogo de suyo no tiene, tratándose, como se trata, del esfuerzo que el fatigado profesor tiene que hacer para preparar su siguiente lección que versará sobre Kant, al que intenta leer en el atestado «camión»… en alemán. Ese monólogo, que recuerda la técnica literaria que Joyce inventara en su Ulises, es justamente la metáfora final de una vida filosófica, la de Gaos, que «confiesa» la entraña de su profesión, que es justamente la de filósofo o, como él mismo prefiere, la de profesor de filosofía. El volumen del que Brioso toma el pasaje es Confesiones profesionales (1958) y apareció en forma de libro después de haber sido un curso que el exiliado español dictó a sus estudiantes de filosofía en 1953.

Entre los apartados dedicados a comentar ambos viajes y sus respectivos significados para la situación de pensar entre gente, hay dos amplias disquisiciones: la primera sobre la relación del hombre moderno, el hombre que habita las grandes ciudades, con la soledad y la segunda para interrogar por la exterioridad del pensar, eso que antes se llamaba inspiración, pero que ahora, expulsadas las musas de nuestro horizonte, no es posible nombrar y menos reclamar. Pero Valéry y su Monsieur Teste le ayudan en esa reflexión sobre la exterioridad del pensar, excursión que Brioso nombra con la expresión de aventurarse allá donde no crecen las ideas.

Del viaje de Ortega extrae nuestro autor que pensar significa ensimismarse, por tanto, escapar de la alteración en que la ciudad y sus multitudes nos colocan. La experiencia de Ortega le lleva a reivindicar un espacio de aislamiento y soledad como condición para poder pensar. Por el contrario, la experiencia de Gaos es más abierta y ambigua. Inmerso en una escena que podría pertenecer a una película mexicana de Buñuel –hasta el punto de parecer, solo parecer, que piensa con la multitud que le rodea–, aun con el traqueteo del camión, acierta a leer el alemán de la Crítica kantiana. No creo que sea este, al menos en la experiencia de Gaos, su lugar para pensar; viene de una de sus clases y va hacia otra y, en sus clases, donde se piensa en voz alta, hay silencio. Pero Brioso se sirve de la escena porque presenta una posibilidad distinta de pensar, posibilidad que comunica con otro viaje: el del joven obrero del poema de Pasolini que sirve de motto al final del texto, «Coda a dos voces. El privilegio de pensar». El obrero italiano es capaz de pensar en cualquier parte, sí, en un tren atestado que atraviesa los arrabales de Roma, pero necesita un mínimo de holgura vital. Si la circunstancia económica le oprime ni la mejor disposición le permitirá pensar: en las sociedades democráticas el pensar ha dejado de ser un privilegio, constata nuestro autor; claro, siempre que «encontremos el tiempo para hacerlo».

La pregunta no queda flotando en el aire del vagón porque Brioso la formula: ¿Podría liberarse, como soñó la filosofía, el pensamiento del grillete de la necesidad? Actuar bajo la presión del tiempo es «la forma de la temporalidad del esclavo» (Blumenberg), en Grecia, hay que aclarar. Y ¿el sueño de la liberación? Brioso lo examina al final mediante un rápido análisis de la obra del poeta cubano Antonio José Ponte. El tiempo que nunca encontrará el poeta en la Ciudad del Capital, te lo regala el Estado totalitario. Merece la pena leer con detenimiento la larga cita en que se detallan las condiciones del generoso contrato que ofrece el Estado al poeta. Me atrevo a citar las últimas palabras del comentario de Brioso: «El Estado que nos da todo el tiempo para pensar nos puede arrebatar también todo el tiempo, el de pensar y el de vivir».

Tengo la impresión de que la pregunta sobre si pensar es un privilegio amenazado en tiempos democráticos no es contestada. Acaso la alteridad, que obliga a estar pendiente del otro, en condiciones de igualdad, y el ruido y los cuerpos en movimiento en torno al nuestro, y la soledad; presumo que todo ello pueda constituir una amenaza. Pero sospecho un punto de confusión en la definición de democracia, que toma de Javier Gomá, como «civilización igualitaria sobre bases finitas». ¿Qué añade «finitud» a la obviedad de que la democracia, tal y como se entiende en los últimos treinta años –casualmente desde la caída del Muro de Berlín–, aspira a entronizar el reino de la igualdad? La finitud –¿y por qué este término abstracto en vez de mortal o contingente?– es nuestra condición ontológica: verdad tan evidente como inaceptable, en general, para minorías y masas, que se han defendido de ella inventando culturas y religiones. Lo que me parece incuestionable es que la democracia es la criatura de la Historia y de la crítica a la teología. No es casual que el primer derecho que se arrancó al absolutismo fue el de la libertad de culto. ¿Acaso ahora, que habitamos en una especie de presente indefinido que finge eficazmente una inmortalidad de baratillo, es diferente? En el momento de la historia de la filosofía en que mayor reconocimiento se le otorgó a nuestra condición de seres finitos, gracias a Heidegger y su dasein, pensado como «ser para la muerte», el mismo pensador concibió un nosotros no precisamente democrático. Es la conciencia de nuestra finitud la que nos convierte en filósofos –no necesariamente en sentido profesional– y la que nos puede hacer solidarios con el resto de los mortales que viajan con nosotros en este segmento de la historia, pero se trata de una vivencia personal, íntima, aunque pueda ser compartida. Por eso no veo cómo se puede anclar una política democrática en esa conciencia ni qué contenidos igualitarios pueden seguirse del dato incuestionable de nuestra contingencia. ¿Acaso Hobbes no conectó nuestra contingencia con una radical soledad llena de agresividad hacia el prójimo por el simple hecho de querer lo mismo que yo quiero?

El libro se interroga sobre el futuro de la modernidad en el momento histórico en que la posmodernidad, cuyas promesas de diseminación de sentido han mostrado que nada hay detrás, parece estar ya exhausta. Arrancó ironizando sobre las teorías que preconizan el fin de la teoría. Después, en diversos pasajes, levantó acta de la fatiga de materiales que exhiben las filosofías de la sospecha. Pero hemos visto que no se confina en el lamento o la protesta. Sorprende del libro su vocación constructora, su ambición, formulada al principio: toda filosofía que merezca su nombre construye un ideal. Tomado al pie de la letra el edificante propósito, tendríamos que situar al autor en el ámbito de una modernidad ilustrada aún, pero no es el caso porque inmediatamente matiza: el filósofo tendrá que atender no solo a pensar el ideal sino a examinar los ídolos, es decir, los falsos ideales, que todo ideal arrastra. Así ha sido en la historia de la filosofía, cuyo mayor fracaso fue causado siempre por imaginar sus ideales sin la contrapartida de la sombra de sus idola. Este ambicioso programa queda, sin embargo, fuera del libro, convertido en promesa de una futura entrega: Ideales e ídolos. Una respuesta nueva a la pregunta de siempre: ¿qué es filosofía? Lo esperamos no sin cierta inquietud.