Ramón Andrés
Filosofía y consuelo de la música
Acantilado, Barcelona, 2020
1168 páginas, 42.00 €
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

 

Filosofía y consuelo de la música es una obra titánica, de esas que parece imposible que hayan sido realizadas por una sola persona. Leyéndola se experimenta algo parecido a lo que se siente al contemplar la pintura sobre tela más grande del mundo: El martirio de San Pantaleón, de Fiumani. Cuando uno recorre atónito la escena, desplegada a lo largo y ancho del techo de la iglesia veneciana donde se encuentra, y busca un lugar desde el que abarcarla por entero con la mirada, ha de resignarse porque no lo hay. La impresión que produce debido a sus dimensiones es abrumadora, máxime si se tiene en cuenta que hasta los menores detalles parecen trabajados con esmero de miniaturista. Fiumani tardó veinticuatro años en rematar la obra. Ignoro cuanto ha tardado Andrés en la suya, pero no hay duda de que es fruto, espléndido fruto, de un trabajo de años de estudio y envidiable concentración.

Personalmente no me ha sorprendido saber que emprendió la labor en una gran ciudad de la costa mediterránea y la concluyó en un pequeño pueblo de los Pirineos. Un plan tan ambicioso y exigente —la historia de la filosofía de la música hasta la Ilustración— necesita para realizarse de una serenidad incompatible con el estrépito hiperactivo de las urbes contemporáneas. Él mismo alude a esta dificultad un par de veces. Una, al recordar la época en que, acuciado por problemas gravísimos, Cicerón se retiró a componer De re pública; otra, cuando compara la escritura con «una modesta línea Maginot». Guarecerse en el saber, convertir el saber en trinchera frente a las adversidades o una actualidad dominada por la manipulación y la mentira, es lo que siempre han hecho los sabios.

Ni que decir tiene que el autor que se embosca en la escritura para huir de la puerilidad de los tiempos raramente hace concesiones al público. Una cosa es compartir la búsqueda personal y otra supeditarla al éxito o el reconocimiento. Reprocharle esto sería necio, por más que dificulte la labor del crítico, quien de alguna forma debe poner los libros en relación con el término medio donde se encuentra el lector común. En el caso de los de Andrés la tarea es casi imposible. Pese a la claridad de su prosa y el afán por volver accesibles los temas sin renunciar a su complejidad, se mueve siempre en un plano muy alejado de la visibilidad sin fondo donde hoy quiere situarse todo. La cosa es así y no puede ser de otra manera, ya que tratándose de sabiduría de verdad la popularidad es, por definición, irrelevante. Dis aliter visum est, los dioses decidieron otra cosa, dice Virgilio en la Eneida. ¿Acaso tiene algún sentido allanar una montaña para ayudar a la gente a pasearse por ella? En vez de simplificar el libro llevándolo al mercadillo de las cosas accesibles, creo que haremos mejor sobrevolándolo como esas aves migratorias que, según Andrés, cruzan el cielo que ve desde la ventana de su estudio, un cielo recortado por montes suaves y arboledas pirenaicas.

La alusión a los pájaros, al cielo, al bosque, al pequeño pueblo silencioso, nada tiene aquí de declamatorio. ¿Acaso no hemos perdido ya el compás con la naturaleza?, ¿y esto, en un libro que se ocupa de reflexionar sobre la música y la filosofía como actividades que desde su origen pretendieron acompasarnos a la realidad, no es pertinente mencionarlo? Quienes conozcan Los árboles que nos quedan, el último poemario de Andrés, saben además que el anhelo de verdad inherente a esas actividades no tiene en su caso absolutamente nada de retórico o académico. Erudición y sensibilidad conviven dentro de él sin controversia. Quizás sea esta su máxima virtud, o al menos la que llama más la atención de quienes se acercan a sus libros. Y no es sorprendente que así sea porque ambas son herramientas de precisión en manos de quien no se conforma con vivir, sino que necesita elaborar sus vivencias y dotarlas de sentido aún a sabiendas de que vivir consiste precisamente en afrontar una y otra vez lo que carece de él.

Desde el comienzo mismo de nuestra civilización, allá en el mundo griego, se creyó que entre los seres vivos y la naturaleza reina una armonía que sólo rompe a veces el hombre, un ser con conciencia que, sin embargo, se debate siempre entre la ceguera y la lucidez. Esta armonía es la que expresa la música y, por eso, ella posee la capacidad de restituirla cuando se quiebra. La base de semejante poder hay que buscarla en la condición humana. Somos seres musicales. Existe una afinidad interior, fundada en nuestra disposición corporal, hacia el ritmo. Los estudios biológicos contemporáneos demuestran que el bipedismo representó para nuestros antepasados una pérdida de estabilidad que desarrolló en compensación un sentido más intenso del ritmo y el equilibrio. Nuestro cuerpo —escribe Andrés— es, como tal, un instrumento. Que el canto y la danza hayan acompañado a la humanidad siempre, quizá incluso antes de que existiera el lenguaje, no es, ciertamente, casual. Meditar sobre la naturaleza de la música y su poder para acompasarnos con la realidad, tarea que originalmente comparte también con la filosofía, es el objetivo esencial de su libro.

Los primeros en tomar conciencia de lo anterior y reflexionar expresamente acerca de ello fueron los órficos y los pitagóricos, quienes concibieron la música como una lógica del universo. El mundo, para ellos, es cosmos, no caos, y el orden que lo gobierna es musical y matemático. Entre las partes y el todo hay una proporción perfecta, la llamada «armonía de las esferas», y esta proporción coincide con la que impera en la música. De ahí que, según Pitágoras, la excelencia musical se alcance «más con el intelecto a través de los números que con la sensibilidad por medio del oído». Aunque nunca se ha dejado de hablar de la música de las esferas —tópico que ha generado multitud de teorías—, lo importante para la historia que cuenta Andrés son las consideraciones de los pitagóricos sobre la virtud de la música a la hora de recomponer el orden cuando se pierde (lo pierde el hombre que pierde el compás, que desentona o se desconcierta). De los pitagóricos parte la fe en la virtud sanadora de los sonidos y sus virtudes pedagógicas, una creencia que, pasando por Platón, para quien la música es una suerte de gimnasia del alma, y Aristóteles, quien le asigna además el poder de purificarla devolviéndole su armonía natural, un poder catártico similar al que tiene la tragedia en el teatro o el fármaco en el cuerpo, llega hasta la época helenística y se convierte en un supuesto de nuestra civilización.

Por más que el mundo nacido de las cenizas de la Antigüedad se fundara en gran medida sobre el conflicto entre filosofía y fe (Andrés relativiza la profundidad de este conflicto al decir que «ambas son formas de creencia, dos maneras de fe», una idea que no comparto, pues aunque la filosofía repose en creencias no cuestionadas su voluntad, a diferencia de la fe, es cuestionarlas), y el cristianismo rechazara la idea de una armonía entre la naturaleza y el hombre —no se olvide el efecto perturbador del pecado original—, la filosofía siguió suministrando las claves teóricas con la que se entendió la música. Esto no significa que el cristianismo no hiciera aportaciones originales. Andrés rechaza la visión del medievo como época oscura y le atribuye, con razón, una importancia crucial en la formación de Occidente. La esencia de esa influencia la halla en la noción de verdad. Aparte la idea griega de verdad como ciencia o episteme, Occidente ha dependido de la idea cristiana de verdad como esperanza en un mundo prometido. Si los griegos consideraban que la realidad está siempre ahí, oculta o velada por nuestros prejuicios o las limitaciones de nuestra naturaleza, los cristianos creían que vivimos en una realidad degradada por el pecado y que la verdadera realidad está por venir. Su revelación (apocalipsis), depende de Dios, no de los seres humanos, y, por eso, cuando la fe en Dios entre en crisis, pervivirá la fe en una realidad por llegar que depende de un acto supremo: la revolución.

Las páginas consagradas en esta segunda parte del libro —el libro se divide en tres partes: «Los fundamentos», «La certidumbre» y «La inquietud»— a evocar el mundo medieval son magníficas. Su conocimiento de las disputas escolásticas, de la vida en las bibliotecas de los monasterios, del devenir de los códices, es, como siempre, asombroso. No hay detalle que se le escape, desde las travesuras de Titivillus, el demonio de las erratas, hasta las intrigas que acompañaban a menudo a las controversias teológicas. La evocación que hace, por ejemplo, de Hugo de San Víctor, con quien Andrés parece simpatizar especialmente, es memorable. Su concepción de la meditación y la lectura como huida del estruendo de las actividades terrenales no le es, desde luego, extraña. En cualquier caso, lo decisivo es que los pensadores medievales coinciden todos más o menos en juzgar la música como el arte por excelencia a la hora de buscar apoyo ante los reveses de la existencia. «La música ofrece consuelo a quien sufre; pacifica al colérico, restaña al que padece el exilio, dignifica y conforta al que es calumniado e insultado, acompaña al pobre».

Resulta muy interesante ver de la mano de Andrés de qué forma la evolución de la idea de la música durante la Edad Media corre paralela a los cambios de visión en la imagen del mundo. Si los primeros pensadores cristianos aceptan la creencia pitagórico-platónica en la música de las esferas basada en la armonía numérica, Alberto Magno y Tomás de Aquino, a quienes se debe el acercamiento de Aristóteles al cristianismo, la combatieron en favor de una interpretación basada en la consonancia natural, y autores posteriores, críticos con los presupuestos de la metafísica escolástica, Robert Grosseteste o Nicolas de Oresme, simplemente la rechazaron para pensarla en términos más próximos a la ciencia moderna, como una música que se expande buscando, digámoslo así, un espacio abierto.

El desgaste de la Iglesia se tradujo a finales del siglo xv en la aparición de una mentalidad nueva que conduciría a la época moderna. El núcleo de lo moderno, según Ramón Andrés, es «la gravitación, tanto individual como colectiva, en torno a un irrefrenable y continuo desear». Si, por un lado, la ruptura de la unidad cristiana acentuó el individualismo y, con él, la impresión de que vivir es devenir hacia la nada; por otro, los avances de la técnica sirvieron para paliar en parte la percepción de la vida como «ser arrastrado al vacío». ¿Evolucionó igualmente la música en esta dirección convirtiéndose en una técnica encaminada a actuar sobre el alma? Andrés no plantea la cuestión en estos términos, pero en su impresionante recorrido por la literatura dedicada al tema demuestra que, en efecto, algo así ocurrió. Si bien los autores renacentistas no olvidaron el papel de la música en la liturgia como vehículo de comunicación con lo divino, fue subrayándose cada vez más su dimensión moral o individual. Andrés recuerda, por ejemplo, que Johannes Tinctoris alude a veinte posibles efectos de la música en la instrucción moral de una muchacha. Es difícil no pensar este tipo de capacidades como una técnica, aunque no debemos olvidar que «técnica» y «arte» son palabras sinónimas.

Mientras que la tradición reconocía el ascendiente de la música sobre nuestro ánimo (un ascendiente que en ocasiones se consideraba perjudicial y peligroso), la nueva época comenzará a explorar las posibilidades de la música como expresión de nuestro ser. La relevancia creciente del individuo, reflejo de lo cual es el surgimiento y desarrollo del arte del retrato, se manifestará también en la música con el creciente interés por la expresión de los afectos y las pasiones. Si los antiguos ensalzaron la consonancia, la música acorde que imita las realidades celestes (Andrés da todas las pistas necesarias para entender el cambio de mentalidad que en la comprensión de esto supuso la polifonía), con la modernidad, va a contar cada vez más la expresión individual. Al mismo tiempo que esto sucede, la filosofía y la ciencia tomarán distancia de la tradición negando ideas como la de la música de las esferas, fruto de la armonía estelar. F. Bacon, por ejemplo, considera que este tipo de afirmaciones carece de base empírica, son meras especulaciones. En cambio, pensadores próximos al esoterismo, o directamente sumidos en él, Thomas Browne o Robert Fludd, suponen que los movimientos bien ordenados del cielo deben traducirse en algún sonido armónico, al margen de que nosotros seamos incapaces de percibirlo.

Paso a paso, con la fidelidad a los textos de quien los conoce bien, Ramón Andrés sigue su periplo histórico demostrando con sus análisis lo que ya hemos dicho antes: que la evolución de las consideraciones sobre la música corren parejas a la evolución general de las ideas. Si en el Barroco el tema central son las pasiones, durante la Ilustración los principales planteamientos se hayan estrechamente vinculados con los estudios sobre la sensación. Las ideas sobre el cuerpo humano resultan en ese momento decisivas. También, sin duda, a la hora de interpretar el poder de los sonidos. El autor, como siempre, no se limita a considerar las ideas de los pensadores más importantes, sino que se ocupa de todo lo que puede esclarecer sus planteamientos. Un ejemplo ilustrativo son las páginas dedicadas al proyecto de un clavecín de colores para sordos, artilugio del que se habló mucho en tiempos de Rousseau.

En fin, convencido, al igual que Descartes, que conversar con gentes de otros siglos es lo mismo que viajar (creo que fue san Agustín quien dijo que el que no viaja es como el que lee sólo una página de un libro), la investigación de Ramón Andrés es un largo y concienzudo viaje por la historia de Europa guiado por la voluntad de comprender dos de las actividades que la han hecho ser como es: la filosofía y la música. Nadie que aprecie el trabajo bien hecho encontrará en todo el periplo un solo motivo de queja.