Ariana Harwicz y Mikaël Gómez Guthart
Desertar
Candaya
91 páginas
POR VICENTE LUIS MORA

No resulta sencillo determinar categóricamente el asunto o tema de este libro. El título nos invita a relacionarlo con el abandono del hogar y de la lengua materna para incrustarse en una sociedad lejana, más o menos hostil: frente a la inserción de llegada, la deserción de partida. La imagen de cubierta, en cambio, nos anima a pensar que estamos ante un libro con mucha presencia de Proust -y tampoco andaríamos desencaminados-. El motivo sobre el que más páginas de Desertar se extienden es el de la traducción. Y la idea de lo espectral o fantasmático está también muy presente en esta obra, firmada a dos o cuatro manos por la escritora argentina Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), radicada en Francia desde hace tres lustros, y por el escritor y traductor Mikaël Gómez Guthart (París, 1981), que residió en Argentina y España durante varios años. Una obra construida como una conversación, un intercambio de mensajes o misivas que fluctúa por todos esos énfasis o intensidades temáticas antes apuntados, y que tiene en su excéntrico -en el sentido de desplazado del centro- modo textual de armarse uno de sus principales atractivos.

Ya en el mismo nombre de los autores es posible ver tensiones antecesoras, ancestros disímiles, raíces trenzadas, equilibrios culturales, deslizamientos, que conllevan un rápido acostumbramiento del lector al tema de la deserción del hogar para insertarse -desertarse- en un lógica cultural y lingüística diferente, distante. Por ese motivo, quizá, el tema de la traducción es omnipresente en la obra. Desertar puede verse -también- como un ramillete de esquirlas ensayísticas y anecdóticas sobre la experiencia de ser traducido, sobre el gesto aventurado de traducir, sobre la escritura como traslación y sobre la traducción como escritura, en un diálogo engarzado donde Harwicz y Gómez Guthart van, a su vez, traduciendo sus ideas, afinándolas, volviendo en ritornelos tensos sobre las mismas ideas, para explicar y explicarse. Y, pese a su buena voluntad, no llegan a ponerse de acuerdo. En varios pasajes, la novelista argentina, sufridora de versiones de sus obras a otros idiomas, se muestra como partidaria decidida de conservar a toda costa en la traducción el trabajo original del escritor sobre el lenguaje, la operación discursiva. Gómez Guthart, traductor profesional y agresor o ejecutor de versiones, da por hecho que parte del esfuerzo primigenio consiste en perder sentido por el camino, sin que importe al lector -ni al traductor- no entenderlo todo. Para él, resulta básica al traducir la necesidad «del misterio, del secreto» (p. 74), mientras que para Harwicz «escribir tiene que ser tener una relación única con la lengua» (p. 62), una especie de extranjería redactora que debiera mantenerse más o menos incólume en la lengua de llegada. A Harwicz le interesa la ganancia residual. A Gómez Guthart parece interesarle más la pérdida. Harwicz podría estar de acuerdo con Mariano Peyrou, quien, en su novela La tristeza de las fiestas (2014), escribió que «La traducción es una actividad que debería estar regulada por el código penal». Gómez Guthart, por su lado, ve la versión literaria como el gesto cultural y civilizatorio por excelencia, como la forma de introducir la humanidad en la literatura, al insertar la incertidumbre en el mensaje: un modo de poner en riesgo su comprensión, con tal de asegurar su alcance. Harwicz se muestra reacia, Gómez Guthart se entrega. A nosotros, como lectores, lo que nos interesa es la continua pugna entre las dos voces, donde a veces las cesiones argumentales de una y otro acaban pareciendo formas endiabladamente complejas de resistencia inflexible. 

Ernesto Sábato decía en Heterodoxia que «trasladar un texto literario a otro idioma es empresa tan melancólicamente ineficaz como la de esos millonarios americanos que imaginan poder traerse los viejos fantasmas de un castillo escocés reconstruyendo el castillo en Wisconsin. Las únicas traducciones rigurosamente posibles son las de la ciencia, porque sus expresiones son lógicas y sus palabras unívocas. […] En cambio, las traducciones literarias son una temblorosa tentativa de interpretar un mensaje de signos equívocos mediante otro conjunto de signos equívocos». En esa equivocidad, en ese malentendido permanente, es donde anidan los espectros convocados de continuo por Harwicz y Gómez Guthart, cuyo sentido es polisémico y varía a lo largo de su conversación. A veces lo fantasmal es lo que se deja atrás, lo que abandona Harwicz al mutar Argentina por Francia, o Gómez Guthart al huir de París para instalarse en Buenos Aires; a veces lo fantasmagórico es lo traducido, o incluso lo escrito, que parecen existir en forma de pura inexistencia, como algo que ya no está cuando vamos a buscarlo. En la parte final del libro, lo espectral cobra dimensiones existenciales, «de combatir nuestros espectros, de ver nuestros fantasmas» (p. 91), con lo cual estaríamos rozando las ontologías hauntológicas de Derrida o Mark Fisher, mezclando la discursividad con el autorreconocimiento. No pocas veces pensamos, mientras leemos Desertar, que el verdadero fantasma somos nosotros, los lectores, presentes a hurtadillas en una conversación en la que Harwicz y Gómez Guthart no pueden vernos en ningún momento.

Uno de los grandes aciertos del libro, además de la brillantez argumental de los participantes o contendientes, procede de la libertad expresiva de la que han querido dotarse Harwicz y Gómez Guthart: el diálogo es a veces tal, y en otras consiste en la exposición alterna de pequeños monólogos, que no se contestan, sino que vertebran las ideas respectivas de manera fragmentaria y turnada, como dos actores que hablan sobre la escena en idiomas diferentes, y quizá así sea: dos castellanos diferentes, dos voces, dos timbres y dos registros, que se entienden, pero que a la vez se distancian, como ya se distanciaron sus enunciadores de sus respectivas lenguas maternas para probar la experiencia nómada. Dos castellanos que a ratos podrían precisar perfectamente de un traductor para entenderse, de distantes que se vuelven. Este diálogo proteico entre Harwicz y Gómez Guthart fluctúa también entre lo escrito y lo coloquial, una mezcla que rinde a pleno funcionamiento para el lector y que le otorga agilidad y riqueza a la conversación, sin quitarle un ápice de rigor. 

En ambos autores se respira un respeto vigoroso, si bien no reverencial, por la tradición. Las referencias de Harwicz son literarias y musicales, en especial pianísticas, que dejan alguna página espléndida (20 y 21, por ejemplo). Las de Gómez Guthart se refieren a la literatura, pero especialmente a la historia de la traducción, rama en la que demuestra ser un experto. Sus repasos a diversos casos de traducciones especialmente logradas o especialmente infelices son divertidos y eruditos. Sin embargo, llama la atención que Harwicz, más conocida como escritora, diserte -deserte- tanto sobre traducción, y Gómez Guthart, reconocible más como traductor que como prosista, se explaye tanto sobre la experiencia de escribir literatura. Quizá porque ambos, especializados en huir de las comodidades hogareñas, se muestren duchos y hábiles al entrar en territorios pantanosos. Y ese, me parece, es otro de los encantos de este pequeño gran libro, ver a dos personas amantes de la literatura y la cultura que no temen meterse en jardines, procurarse lechos espinosos, dinamitar el terreno ya pisado. En cierta forma, ¿acaso no consiste la literatura en eso, sentarse para sentirse incómodo?

Tras estas reflexiones, quizá el lector de esta reseña sienta que no tiene demasiado claro el asunto de este libro. Tampoco parecen tenerlo los autores: «Mientras estamos escribiendo este diálogo sobre traducción -que en verdad es más sobre otra cosa que tampoco sabemos qué es-» (Harwicz, p. 25). Si me obligan a la fuerza a sintetizar, faltando irremediablemente a la verdad, diría que Desertar es una reflexión archipelágica, dialogante, fractal, tensa, reluctante, fraternal, sobre el abandono voluntario de los esquemas culturales heredados. Un despiece de la experiencia extraterritorial y de la traslación lingüística como tramoya de una insatisfacción excéntrica, inconsolable, hacia lo entregado de nacimiento como propio. Un modo de tomar y renunciar a la vez. Y por eso, y porque la mejor cultura ha consistido siempre, en buena medida, en eso, Desertar es un libro tan valioso.