María Gainza
Un puñado de flechas
Anagrama
160 páginas
POR EVA COSCULLUELA

Cuando hace unos años llegó a las librerías El nervio óptico (publicado en Argentina en 2014 por la editorial Mansalva y en España en 2017 por Anagrama), fue recibido como un libro deslumbrante que sorprendió por su forma —inclasificable, híbrido, con mucho de muchos géneros pero sin pertenecer enteramente a ninguno—, por lo que contaba—una suerte de historia del arte muy personal, compuesto por pequeñas cápsulas— y por la belleza de su escritura. Estos elementos juntos se condensaban en un libro luminoso que ofrecía una propuesta distinta. María Gainza (Buenos Aires, 1975) publicó después una novela, La luz negra, y vuelve ahora a su formato «encolumnado», como ella misma lo define, en Un puñado de flechas. De nuevo encontramos aquí los elementos que hicieron que todos nos fijáramos en su primer libro y de nuevo consigue que nos quedemos pegados a sus páginas. Son quince textos, quince pequeñas cajas de sorpresas en las que la autora es observadora, narradora, protagonista y personaje, donde habla de arte y habla de ella, y entre esos dos puntos hay espacio para hablar de artistas, museos, detectives, robos que quizá fueron expolios de la dictadura militar o coleccionistas que no compran obras, sino que las adoptan.

El arte, centro de toda su obra, está también en el centro de este libro, es el motor que impulsa estos textos porosos y fronterizos, estas postales que Gainza nos envía desde distintas partes de su particular universo. Las piezas más breves son las que más dejan ver a la autora y al personaje en el que se proyecta. En mi opinión son las más hermosas, y dejan siempre al lector con ganas de más. La que abre el libro, «El carcaj y las flechas doradas», cuenta el encuentro de la autora con Francis Ford Coppola, de visita en Buenos Aires para preparar un rodaje. Es un acierto haberlo situado el primero, pues funciona muy bien como «contrato inicial» que contiene todo lo que vamos a encontrar más adelante: están el arte —cine en este caso— y el artista; está la autora, que deja asomar un poco de su vida; y está la hermosa frase del célebre director que Gainza ha elegido para titular el volumen: «El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno». En estos textos más personales, Gainza nos cuenta las conversaciones que mantiene con una paloma que cada día baja a su jardín («Gravitas»); nos habla de las migrañas que sufre, y esto le sirve para hablar de la grabadora Aída Carballo, quien tal vez —conjetura— dibuje de un modo tan característico debido a las migrañas que también la azotan («La gracia extrañada»); recorre los años en los que trabajó como crítica de arte en un suplemento cultural y recuerda lo alejada que estaba su crítica de lo canónico, de lo que se esperaba de alguien investido de la autoridad académica del crítico, y cómo esa mirada tan diferente la hacía sentirse una impostora («¿Qué hace esta pintura acá?»); o cuenta el peculiar curso de acuarela al que se apunta para desbloquear un momento de crisis creativa, en el que todo lo que debe hacer durante el primer mes es mirar pinturas de Cézanne («Un recodo en el camino»).

En otros textos, Gainza se separa un poco de lo personal, aunque nunca desaparece del todo, para hablar de asuntos más despegados de su vida. Algunos trazan semblanzas de artistas: del fotógrafo Alberto Goldstein en «El profeta mudo», el único texto que está escrito enteramente en tercera persona; del pintor Guillermo Kuitka en «El triángulo de Piria»; o del pintor Nicolás Rubió, nacido en Barcelona, exiliado a un pequeño pueblo francés durante la guerra civil y más tarde a Buenos Aires, donde se hizo pintor a los setenta y cinco años y retrató, en un viaje de la memoria, el pueblecito que lo acogió, en «Pinta, memoria». Otros cuentan episodios de distinta índole: la aparición de monolitos y de una escultura anónima de una mujer joven en Mar del Plata durante la pandemia, («La joven y el mar»); una reunión del jurado de una beca del que forma parte la autora («El gran salto»); o la búsqueda de un cuadro de Tiziano sobre el que pesa una maldición y que está oculto en Tzintzuntzan («¿Por qué me arrancás de mí?»).

He dejado para el final algunas piezas que destacan sobre las demás, cuatro textos en los que Gainza se eleva y brilla de un modo especial: En «Una concentrada dispersión», la autora trata con un coleccionista; la visita a su casa —repleta de obras, más de mil, colgadas en paredes y techos— es la excusa para que la autora piense en el coleccionismo, en cómo se inicia una colección y el modo en que esta cambia conforme cambian los intereses de su dueño, en las distintas formas de enfocarlo y de entenderlo… En «El desconcierto», Gainza retrocede hasta la época en que vivió en Concord, Massachusetts; eligió esa ciudad por su fascinación por el Walden de Thoreau, y los paseos por Walden Pond la llevan a reflexionar sobre el filósofo y a recordar un robo sucedido en el museo Isabella Stewart Gardner —que albergaba la mayor colección de arte europeo en Norteamérica— en Boston. En el soberbio «Una mujer de ingenio», es la escultora María Simón quien protagoniza la semblanza: una mujer libérrima, contestataria e iconoclasta que hizo siempre lo que quiso, y lo contó en unas memorias que Gainza repasa en una conversación con su hija Diana. Y «Bodhi Wind», en el que la narradora, por azar, encuentra el diario de una mujer que se llama como ella y que estuvo internada en un sanatorio por sus «desperfectos neurológicos»; en este «Diario de mis cortocircuitos», entre otras muchas cosas habla del artista Bodhi Wind, el autor de pinturas murales dentro de piscinas que retrató el cineasta Robert Altman en Tres mujeres.

Más allá de los asuntos que trata cada texto, el libro está hilvanado por unas ideas que lo recorren: por un lado, Gainza habla de los efectos de contemplar una obra de arte, el modo en que quien observa se siente en comunión con algo mucho mayor, liberado del cuerpo y la conciencia de un modo que trasciende el espacio y el tiempo; también reflexiona sobre los efectos beneficiosos del arte y la belleza sobre la enfermedad: una imagen puede «detener el derrumbe con sólo transportar tu mente a otro lugar». La autora también habla del modo en que la distancia desde donde miramos —un cuadro, pero también cualquier otra cosa en la vida— cambia la percepción de quien mira; de la memoria como material para la creación, de la «realidad defectuosa» —cómo siempre que idealizamos algo llega la realidad dispuesta a defraudarnos—, de los procesos que siguen los artistas para crear o de lo importante que es para un artista encontrar la voz, el lugar desde donde armar el discurso.

Una de las fortalezas de este libro es la capacidad que tiene María Gainza de interesarnos por temas o personas que, a priori, están lejos de nuestro campo de interés. Y esto lo consigue gracias a su forma de narrar, poderosa y magnética: cuenta la vida de pintores, escultores o coleccionistas como si fueran historias de aventuras. La autora se sirve de los mecanismos de la ficción para dotar a los textos biográficos de tensión, movimiento y suspense, de modo que quienes no conozcan al personaje que presenta caerán rendidos ante el relato y quienes ya lo conocieran lo seguirán sin poder despegarse.

Por otro lado, también funciona perfectamente esa mezcla de lo personal con el objeto de estudio y el modo en que convierte esta mezcla en un juego —«Yo no fumo, pero en esta historia se ve la luz de mi cigarrillo Camel titilando al fondo de un callejón sin salida. Llevo mocasines de ante con suela blanda para no hacer ruido y un sobretodo Burberry azul oscuro ceñido a la cintura. Soy dueña de mi personaje», escribe en una de las piezas donde se convierte en detective para, a continuación, hablarnos de pinturas facetadas, de cartografías imaginarias, de Kant y de Voltaire—. El suyo es un yo que no molesta, que no busca ser protagonista, sino que se pone al servicio de la narración para transmitir todo lo que Gainza quiere contarnos.

Los textos recogidos en Un puñado de flechas funcionan como las piezas de un puzle que, una vez colocadas cada una en su sitio, permiten ver una imagen distinta que no podría percibirse mirando cada pieza por separado. Cada texto es un relámpago, un fogonazo que alumbra un asunto concreto, pero también es parte de un relato único, coherente y sólido en el que María Gainza vuelve a demostrar su enorme talento.