Jaime Rosal y Jacobo Siruela/strong>
El lector decadente
Atalanta, Girona, 2017
592 páginas, 30.00 €
POR JULIO CÉSAR GALÁN

 

CABEZAS LAUREADAS TRAS UNAS REJAS

Vayamos al contexto: este libro supone un gran acierto desde un punto de vista editorial porque aporta una recopilación de textos sobre el decadentismo tanto francés como inglés. A partir de este punto de partida, vemos pasar una galería de autores que van desde Baudelaire hasta Jean Lorrain, pasando por Isidore Ducasse o Jules Barbey d’Aurevilly; y en el lado anglosajón, comenzamos con William Beckford, autor que adelanta la fecha de las propuestas decadentes, y avanzamos hacia escritores como Eric Stanislaus de Stenbock o Oscar Wilde hasta llegar a Aleister Crowley. Y, además de estas píldoras agridulces, están las ilustraciones de Odilon Redon y Aubrey Beardsley. Toda una confluencia bien avenida, con ese aire de familia y con ese imán temático que da coherencia a la selección.

Vamos a otro contexto: el del propio decadentismo, cuya radiografía surge de varias rupturas (como todo lo que engrandece la literatura), las sociales con la derrota del ejército francés en la batalla de Sedán durante la guerra franco-prusiana, la caída de Napoleón III y la proclamación de la Tercera República (también y no menos importante: la progresiva confrontación entre burguesía y proletariado); las literarias: la rotura del movimiento naturalista y la proyección de una senda que será calificada despectivamente como decadente (con ese mal de siglo a cuestas). Menosprecio que se hará bandera. A esta capa se irán añadiendo otras como la fundación del periódico Le Décadent littéraire et artistique, con intenciones bien definidas: «Dedicamos esta publicación a las innovaciones venenosas, a las audacias estupefacientes, a las incoherencias, a las treinta y seis atmósferas en el límite más comprometido de su com­patibilidad con las convenciones arcaicas etiquetadas bajo el nombre de moral pública». Toda una declaración de propósitos, de promoción de doctrinas, de lanzaderas de novedades o revoluciones que presentan un programa como propuesta, y que exhorta al lector a mirar en otra dirección. Siempre con la querencia de fundar campos literarios que no estuviesen trillados. Algo pomposos e iconoclastas. Eso sí, había que vivir una época nueva y no limitarse al halago, a lo ortodoxo y al conformismo.

Cada vía literaria que surge posee una necesidad de crear palabras poco usadas y el decadentismo no va a ser menos en este sentido. De hecho, será el punto de referencia para crear formas novedosas, ambientes distintos y, sobre todo, un estilo diferente. Pero más que romper con la tradición, los autores decadentes ahondan en ciertos constituyentes del Romanticismo, el realismo y el naturalismo; de un modo más concreto, podemos decir que profundizan en los «extraños desvaríos» del alma humana, dando lugar a lo malsano, a lo ambiguo y a lo tremendista. Esta madera se convertirá en el ariete contra el enemigo: la sociedad burguesa y sus lastres. Fin de siglo y principio de una edad nueva.

Muchos de sus miembros, como los que concurren en esta edición, comenzaron en otros movimientos, tal fue el caso de Jean Moréas, quien lanzó el manifiesto del simbolismo en 1886, o de Théophile Gautier, quien estuvo adscrito al parnasianismo. Estos dos últimos movimientos impulsan, según mi parecer, el esteticismo de la línea decadente, ese exotismo de aires orientales y esa evasión de puertas para adentro, un ejemplo, lo tenemos en la novela A contrapelo de Joris-Karl Huysmans. Pero recojamos unas palabras de Anatole Baju para ilustrarnos: «los decadentis­tas son una cosa, los simbolistas son la sombra de esa cosa». Y aún más aclaradora la observación de los recopiladores para dilucidar definitivamente esta cuestión: «En el dominio de la estética, el decadentismo es una manera de vivir y, como tal, abarca diversos aspectos que incluyen, obviamente, la literatura». Vida y arte convergen como necesidad de abrir las ventanas, como medios para la experimentación contra el conformismo y lo desfasado. Esa confluencia la podemos observar en la figura del dandi, quien lleva aparejado, más allá de su vestimenta, costumbres y modos, el problema de la identidad o cuestiones como la ironía y el sarcasmo.

 

MANERAS DE VIVIR, MANERAS DE ESCRIBIR

Está claro que un nuevo modo de decir necesita de unos moldes, y esos paradigmas iniciales se centrarán principalmente en el «desarreglo de los sentidos», proyectado por los paraísos artificiales, el sexo en sus versiones excesivas y parafílicas, lo esotérico con sus bifurcaciones satánicas o los asideros fantásticos en forma de vía de escape. Como bien nos dicen Jaime Rosal y Jacobo Siruela, el decadentismo es una «forma de sentir» y aunque numerosos escritores pasaron por sus ramas tenemos un conjunto de lugares frecuentes: «la búsqueda de lo aristocrático, lo pretencioso y lo oriental como epítome de lo exótico —El Jardín de los Suplicios es una muestra excelente de ello—; sus desmedidos empeños por alcanzar una estética alta­mente refinada, enfermiza; su artificiosa originalidad, que los aparta de los modelos clásicos, pues, a su entender, no es posible continuar inspirándose indefinidamente en ellos; su tremenda erudición, […]». De todos ellos participan los autores integrados en El lector decadente.

Si cogemos la lupa y la ponemos en alguno de ellos a modo de referencia, podemos detenernos algunos instantes en las figuras de Isidore Ducasse y Marcel Schwob, con un enlace entre ambos: la otredad. El primero pasa por diversas fases de autoría, desde el anonimato del «Canto I» hasta la seudonimia de la edición belga como conde Lautréamont. La autocensura como mordaza, como técnica para borrarse el rostro. Con Los cantos de Maldoror (1869) avanza en el camino de Baudelaire y de Sade. Si antes habíamos aludido a la congregación entre vida y literatura, en el perfil de Ducasse este hecho se acomoda con gran determinación. En esta edición de El lector decadente, el receptor encontrará, en cada escritor seleccionado, un pórtico biográfico que supone un gran acierto por centrarse en lo esencial. A partir de aquí se perfila su descenso hacia la abyección y el estrecho vínculo con su obra maestra. La puerta se abre con el «Canto I» que da paso al otro, al lector, a quien se le increpa de manera insultante, llamándole monstruo, advirtiéndole de lo que se va a encontrar y de las posibles consecuencias. Toda una ascesis de vaciado de la identidad, ésa que se mantiene siempre en lo más oscuro. Una faz partida en dos mitades: «Daré por sentado en unas líneas que Maldoror fue bueno durante los primeros años, en que vivió dichoso; ya está». Poco a poco, Isidore Ducasse va desgranando sus propósitos: detallar los deleites de la crueldad, ejercitar la santidad del crimen o establecer algunos pactos con la prostitución. Toda una invitación a mirar el lado salvaje del ser humano.

De Marcel Schwob, conocido por su obra Vidas imaginaria, se escoge «Lucrecio, poeta». En relación con el nexo común que habíamos apuntado anteriormente hay que señalar un elemento fundamental: la conjetura, la existencia como un camino posible, es decir, la unión de lo verdadero y lo ficticio. A través de semblanzas de diferentes personajes históricos se nos expone el retrato brillante de datos y de probabilidades. Es posible tratar las fronteras de la historia como ficción porque no son una verdad incuestionable ni un ámbito definitivo. Unos otros posibles desde unos otros reales. Hurgar en las zonas ocultas de la identidad equivale a la exploración profunda de sus alteridades. Para ello se muestra toda la amplitud procesual del palimpsesto identitario. La sensación de reconstrucción se renueva en relación con el pasado y con las posibles evocaciones, sin lastrarse en cada una de sus biografías. Ese mundo de la posibilidad hace hablar a las diferentes vías de la invención. Jorge Luis Borges nos dijo que el valor de Vidas imaginarias reside en el vaivén que va desde lo real, pasando por lo fabuloso, hasta lo fantástico. Algo que ocurre en todos los decadentistas, en menor o mayor grado.

 

LOS CONVIDADOS DE LAS ÚLTIMAS FIESTAS

Con El lector decadente, Jaime Rosal y Jacobo Siruela hacen de la selección de textos literarios una experiencia gustosa y una invitación a seguir ahondando en estos temas. Ambos crean una referencia esencial para quien quiera conocer esta veta literaria y artística que ejerció una gran influencia durante el siglo xx y cuyo impulso aún perdura. Al hacer este tipo de selecciones, se corren diversos riesgos, los cuales han sido totalmente anulados por toda una visión coherente, eficaz y poderosa. Con esta muestra de artistas ultrarrefinados, como los definió Paul Valéry, se da visibilidad a una serie de biografías literarias a través de momentos textuales de gran valor por su aportación, por su desobediencia y por su valentía, en fin, instantes de clasicidad que no hay que perderse. Este libro solicita un lector con buen paladar.