Ramón Andrés:
Pensar y no caer
Acantilado, Barcelona, 2016
224 páginas, 20.00 €
POR JULIO CÉSAR GALÁN 

 

La figura ensayística de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) se encuadra, principalmente, entre el silencio y la música y de esa tensión surge una mirada humanista que determina su discurso. Nos situamos junto a la soledad sonora para escuchar la figura del otro y la distancia cercana del pensamiento hecho palabra. Su concepción del ensayo se transmite a través de un hablar sosegado, sencillo y certero; de un pensamiento del mundo a partir de los siguientes interrogantes: qué queremos, dónde estamos y qué respuesta tenemos ante un sistema que impide que nos desenvolvamos como personas. Y la respuesta la tenemos —en gran parte y de un modo más concreto— en Pensar y no caer, por medio de una revisión del individualismo. Ramón Andrés maneja la erudición y la sugerencia a partes iguales, pues sabe en qué momento enseñar una y cuándo mostrar la otra. Pero este ensayista se considera, sobre todo, un buscador y eso lo demuestra a lo largo del camino estructural de libro aludido, desde capítulos como «El reparto», pasando por «Animal/humano» o «Europa», hasta la «Nada».

La primera estancia, «El reparto», nos aporta la temperatura del libro, ya que nos encontramos con un diálogo silencioso con Predrag Matvejević y su Nuestro pan de cada día, también editado por Acantilado, en el cual se evoca una pequeña historia del pan a través de la filosofía de lo mínimo, de lo colectivo, de la no identidad. Lo personal está en lo social. Ramón Andrés intenta buscar lo humano en asuntos básicos, comunes a todos. Este hecho se produce mediante la reflexión del pan y su contrario, el hambre; en realidad, es una inmersión en verdades de fondo, esas que están apegadas a la tierra. Ramón Andrés nos sitúa en el territorio chico de la humanidad, es decir, en la esencia de nuestra historia. Estamos ante una purga de la historia que va hacia su centro. Lo oficial se cambia por lo verdaderamente representativo y, desde aquí, se establece la denuncia social: «La Europa comunitaria echa a perder ochenta y nueve millones de toneladas de alimentos anuales».

En segundo momento, tenemos «El cuerpo», con el subtítulo que determina el asunto: «A propósito de Del natural, de W. G. Sebald» (resulta muy significativa y coherente la progresión estructural de Pensar y no caer). A través de diversas referencias de tipo artístico, como El retablo de san Sebastián, vemos pasar la enfermedad, abriendo su abanico mórbido; vemos pasar una serie de antecedentes del poema de W. G. Sebald, que sitúan al lector ante un tríptico sobre «esta sombra en torno a su identidad, el nombre hecho error, las figuras exprimidas hasta la extenuación». Se prosigue con esa concepción de la historia alejada de hechos altisonantes, barbaridades y otros excesos; incrustada en la insurrección del hombre común. Como bien dice Ramón Andrés, no puede haber otra manera, porque «El resto es engaño, ideología».

Y con esa revolución llegan los huesos descarnados, el amasijo de cuerpos, el olor a sangre; y llega también la inmersión del arte en la realidad y viceversa. El dolor ayuda a contemplar el contorno de las cosas, a tomar conciencia de sus efectos y sus causas. El dolor como marca del cuerpo y el verso como tejido que lleva a otras referencias, por ejemplo, hacia El escarnio de Cristo. Realidad y arte se entremezclan para dejar paso a meditaciones sobre otro asunto que se ha ido excluyendo de la sociedad: la enfermedad. El Estado y el capital exigen enfermos y exigen pagos; proyectan una burbuja que nos hace cándidos e inconscientes. Y vamos pasando por otras referencias y el enlace es la música que «no puede preceder a los desastres, sino que está implicada en ellos, ya desde el inicio». Y vamos cruzando Las tentaciones de san Antonio y, de repente, las palabras justas y exactas nos abren los ojos de la conciencia: «Lo mismo que nosotros, que vivimos aumentados; el individualismo. Quizá por eso, por la autocontemplación propia de lo moderno, el cuerpo es discordia, exceso». Observación que puede ser el resumen de este capítulo.

Llamamos a las puertas de «La exclusión» y entramos en la tercera entrega de Pensar y no caer. Como en el anterior apartado, se toma un libro (y su lectura) como referente: Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar, del autor húngaro László Földényi. Son las topologías del frío y la penuria del autor de Anna Karénina las que dan paso a distintas reflexiones en torno a la resistencia del ser humano, a la transformación del dolor en creación o la reflexión sobre determinados hechos históricos como la Guerra Fría. Y de súbito en la lágrima siberiana de Dostoyevski aparece Europa para que Ramón Andrés nos susurre: «Estar en la historia es deambular por el callejón de las ideologías, ir del brazo del determinismo, pensarse como producción, ser súbdito de una fe calculada y de final feliz, esto es, programado». Así podemos sintetizar este apartado que se trenza desde el hábito de intercalar partes narrativas y referencias artísticas.

Sin que los capítulos representen cortes o compartimentos estancos y en una continuidad progresiva y entrelazada, vemos, a modo de coda, «Animal/humano», con el subtítulo «A propósito de Lo abierto. El hombre y el animal, de Giorgio Agamben». Tras un compendio de ilustraciones en las cuales se confunde la animalidad con la humanidad, llegamos a un refuerzo de reflexiones anteriores, en las que se avisa de la sedimentación del pensamiento del siglo xx bajo «el esplendor técnico y a la eclosión de la producción y del consumo», con el añadido de la estandarización de una felicidad artificial. A partir de aquí, se establece la inversión por medio de la cual se mira al hombre desde su humanitas y no desde su animalitas.

Y, tras el silencio del rinoceronte, viene la música y viene Witold Lutosławski, uno de los compositores más importantes del siglo xx. Al igual que en los anteriores capítulos, el pórtico enmarca inicios complicados, duros e inhumanos: «Años de contienda y demolición». Toda esta pesadumbre, toda esa infamia, todos esos hundimientos salen a flote en forma de belleza. A la crueldad ajena se le devuelve la armonía a través de rupturas, fragmentos, extrañeza y recomposiciones musicales. Como una proyección del capítulo anterior, tenemos otro, «Europa», por cuyos vericuetos se conciben las conexiones entre humanismo y bienestar, entre su idealización y su realidad, aquella que el poder intenta deformar —desde sus múltiples formas— cada cierto tiempo.

Has de cambiar tu vida, de Peter Sloterdijk, se convierte en el nuevo propósito reflexivo de Ramón Andrés (en «De músculos y quimeras») y, sobre todo, en la promesa de alcanzar lo imposible. Y ¿de qué conquista enquistada se nos habla? Antes de responder, se nos habla del ocio tontorrón, de su irrealidad y verticalidades, de las neorreligiones o la caída del arte. Y se llega a la cuestión crucial: ¿qué hacer para cambiar? Y gotean otras interrogaciones: ¿dónde debemos buscar las respuestas?; ¿hay respuestas? Y es mejor quedarse aquí y que el lector investigue…

Sin duda, en este embrollo de la vida hay algo claro: el cobijo es la escritura. Dentro de ese albergue está la tierra y su labranza, escribir y sus surcos, actividades estrechamente relacionadas en sus orígenes (nos hallamos bajo el capítulo «La escritura, la Tierra»). Para ello, se remonta a la oralidad y a otra forma de diálogo, como puede ser la lectura, cuyos orígenes romanos ascienden etimológicamente a actividades agrícolas tales como la recolección. Aunque no sólo el acto escritor y lector tienen que ver con el terruño, también la música se halla en su centro motriz, la lira es un ejemplo de ello. Maneras de aislarse y de comunicarse, la paradoja como esencia de cualquier arte. Y concluye en una magnífica y certera reflexión (por su acierto): «Escribimos-leemos sintiendo que nos perpetuamos, pero, en el fondo, es cuando dejamos de ser». Y todo prosigue con la trascendencia, la unión de esos dos extremos y en los extremos, en mitad de los polos opuestos, está —en numerosas ocasiones— la calumnia, palabra que da título al siguiente capítulo. Si anteriormente veíamos el punto de admiración en el acto lectoescritor, ahora estamos ante su contrapunto: la infamia y la envidia.

Las dos últimas secciones que cierran este Caer y no pensar de Ramón Andrés llevan los significativos pórticos de «La muerte» y «Nada»: el primero, a propósito del Réquiem, de György Ligeti, y el segundo, El caballo de Turín, de Béla Tarr. De nuevo la música, aunque nunca se fue, pues circula siempre en el fondo y en el afuera…