Adam Zagajewski
Releer a Rilke
Traducción de Javier Fernández de Castro
Acantilado, Barcelona, 2017
80 páginas, 10.00€
POR ABRAHAM GRAGERA

Dice Zagajewski al principio de este breve ensayo que Rilke vino desde la periferia del Imperio austrohúngaro (nació en Praga en 1875) para llenar el hueco que dejaron al morir los grandes poetas alemanes del siglo xix, desde Goethe hasta Heine; vino, tras el vacío coincidente con el proceso de unificación de Alemania, para devolver a la tierra del Dichter und Denker, del poetizar y pensar, su razón de ser.

Pero ¿quién era este Rilke, cuya obra de juventud pasó casi desapercibida entre las personalidades de la época, y cuya obra de madurez no se conoció prácticamente hasta su muerte? ¿Cómo llegó a convertirse en una de las cimas poéticas del pasado siglo con unos inicios tan modestos? No fue un ministro, ni un científico, como Goethe. No se vio a sí mismo como representante de algo más que su destino particular. Ni siquiera, si lo comparamos con sus predecesores y alguno de sus contemporáneos, como Hoffmansthal, tuvo acceso a un conocimiento exhaustivo y riguroso de su tradición.

Rilke, nos recuerda Zagajewski con un estilo que aúna a la perfección el gusto por el chisme y el detalle erudito, se dedicó durante muchos años a falsear su cuna para ocultar unos orígenes familiares poco presentables. Tras la relación que mantuvo con Lou Andreas-Salomé (la pretendida de Nietszche), una mujer bastante mayor que él, culta, refinada y libre, que le cambió su insulso nombre de pila, Renée, por el de Rainer y propició el despertar del poeta (aquella mágica noche en la que vio la luz, de una sola tirada, La canción de amor y muerte del alférez Cristoph Rilke). Rilke se trasladó a París, por aquel entonces la capital cultural del mundo, y entró como aprendiz en el taller de Auguste Rodin, un artista que no trabajaba con sentimientos sino con materiales, y de quien aprendió nuestro poeta el valor de la disciplina y el de la objetividad del artefacto artístico, una revelación que marcó el rumbo de su obra. Después viajó a Rusia y captó el espíritu de la literatura y la lengua de aquel país con una sutileza extraordinaria.

Todos estos hitos del Bildungsroman rilkeano, su significación, la huella que dejaron en el poeta, asombran a Zagajewski, puesto que, siendo fiel a la lógica, ningún encuentro, y especialmente este último –el de Rilke con Rusia–, puede sustituir al conocimiento –en este caso– de la filología eslava.

Y parece cierto que Rilke aprendió sobre todo de sus viajes y de su trato con los grandes artistas. Poseía una «capacidad negativa», una disposición para recibir la realidad, una pasividad contemplativa casi absolutas: «Rilke vivía con la imaginación; cuando se miran sus fotografías, y hay muchas, vemos a un hombre esbelto cuyo rostro alargado, en lugar de expresar un estado de ánimo identificable, parece esperar que ocurra algo, un receptor, más que un emisor». Esto, y «su no pertenencia, su no dependencia de lo que le fue dado por sus padres, su ciudad, su biografía, su alma austríaca y alemana, mutilaron de alguna manera su primera escritura y le hicieron vulnerable a la moda del momento; sin embargo, más adelante resultaron ser uno de sus mayores activos y una de las fuentes de su descomunal fuerza artística».

Otro aspecto, relacionado con lo anterior, que fascina a Zagajewski –y a nosotros, de paso– es la búsqueda y la espera de su gran obra maestra, las Elegías de Duino, durante muchos años de errancia, de castillo en castillo, ayudado siempre por sus aristocráticas benefactoras, como la princesa Von Thurn und Taxis, que le llamaba Dottore serafico y que le sacó de más de un apuro (del cuartel del ejército donde lo obligaron a ingresar durante la Primera Guerra Mundial, sin ir más lejos).

Pero nada añadiría este ensayo a lo que ya conocíamos sobre el poeta si se ciñera sólo a los aspectos más someros de una vida, interesante, sí, pero insuficiente para explicar el milagro y la vigencia de la poesía de Rilke. La radical libertad y el desapego del poeta en busca de inspiración hasta su último destino han dotado a su figura del aura del artista contemporáneo. Pero Rilke fue una rara avis en medio, y al margen, de profundos cambios históricos, entre ellos, una guerra atroz y la eclosión de las vanguardias. Y, como poeta al menos, fue inmune a todos esos cambios. A la guerra la consideraba, como mucho, un simple contratiempo que retrasó sus logros, y los nuevos usos artísticos simplemente los ignoró. Y eso es lo más sorprendente, sin duda, de su peripecia vital: su capacidad para alimentarse única y exclusivamente de su vida interior.

Sin embargo, es erróneo ver la poesía de Rilke como algo etéreo o virginal. Dice Zagajewski: «Después de todo, y como la mayoría de los modernistas literarios, Rilke es un antimoderno, y uno de los principales impulsos en su obra consiste en la búsqueda de antídotos contra la modernidad. Los héroes de sus poemas, ya sean Orfeo, Eurídice o Alceste, se mueven en un ámbito espiritual, no en las calles de Nueva York o París, aunque, debido a su intensa existencia, también deben enfrentarse a la supuesta o auténtica fealdad del mundo moderno».

La gran aportación de la poesía de Rilke sería, pues, su capacidad para preservar un tipo de mirada, una contemplación del mundo que, de otro modo, no habría llegado a nosotros a causa, probablemente, de las urgencias históricas derivadas de las dos grandes guerras y de los totalitarismos.

Otra de sus aportaciones, a juicio de Zagajewski, que aquí incide en su defensa del estilo elevado y de la potencia de la poesía para tratar lo humano y lo que está más allá de lo humano, es la capacidad de Rilke para captar los momentos extáticos, algo que libera a los lectores actuales de poesía de la hipertrofia crítica o, en sus palabras, «de la magra dieta de ironía» a la que, por lo general, están sometidos. Y apostilla: «El Ángel es intemporal y sin embargo esa intemporalidad va dirigida contra las deficiencias de determinada época. Así es Rilke: intemporal e indudable hijo de su propio tiempo histórico. Pero no inocente; sólo el silencio lo es, y Rilke todavía nos habla».

Sólo por esta última tesis y por algunas de las anécdotas que Zagajewski va desgranando aquí y allá al hilo de su pensamiento (como esa en la que cuenta su descubrimiento de la poesía de Rilke, siendo muy joven, en mitad de una calle gris de una ciudad comunista y cómo se sintió súbitamente liberado de la vulgaridad que le rodeaba) merece la pena leer este libro, tanto si uno se dedica o quiere dedicarse a la poesía como si desea salir un poco de la insignificancia asfixiante en la que, a todas luces, chapotea nuestro presente. Sólo por esa reivindicación de la gran poesía, independientemente de su cercanía histórica a nosotros, como único termómetro válido para captar la intensidad de la vida, para unir las profundidades con las alturas, merece la pena Releer a Rilke: «No hagas caso de ningún mandamiento que parezca encarnar el veredicto del propio Zeitgeist (el espíritu de la época) y escucha únicamente a los grandes poetas; en ocasiones, un Catulo puede liberarte de la dictadura literaria de alguien que vive a tan sólo cinco manzanas de tu casa».

Pero uno no puede evitar preguntarse por la pertinencia de publicar un texto en forma de libro que, por su estilo ligero e ilustrativo, está un poco por debajo de otros ensayos del autor polaco. Y lo está no porque su ambición y su inteligencia hayan decaído, sino porque a todas luces este libro exento que la editorial Acantilado ha tenido a bien materializar parece un simple prólogo, probablemente el de la edición de Farrar, Straus and Giroux de The Poetry of Rilke, aparecida en 2009 y traducida por Edward Snow.

¿No habría sido mejor esperar y reunir en un volumen más textos de Zagajewski sobre poesía contemporánea? ¿No nos haríamos de ese modo los lectores españoles una idea más cabal de la obra del polaco, más allá de estrategias editoriales dictadas por las demandas de los nuevos consumidores (libros breves, no muy sesudos, y no demasiado caros, aunque éste, si atendemos a su extensión, lo sea)?

Con todo, Releer a Rilke cumple su objetivo, y el lector de poesía (que es un tanto infiel por naturaleza) siente el deseo de volver a los Nuevos poemas, a los extraños, deslumbrantes Sonetos a Orfeo, a las cimas desde donde contempla el mundo el ángel de las Elegías de Duino, en las diversas y desiguales traducciones que podemos encontrar en nuestra lengua, a la espera de que algún editor más generoso que los del libro que nos ocupa publique la poesía completa de Rilke en uno o dos volúmenes. Como el propio poeta escribió en «Día de otoño», y Celan recalcó después en su poema «Corona»: «Ya es tiempo».