Iris Murdoch
La soberanía del bien
Traducción de Andreu Jaume Enseñat
Taurus, Madrid, 2019
224 páginas, 18.90 €
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

 

Voy a iniciar mi reseña refiriéndome a una categoría sociológica que acabo de descubrir: la de «mujer coartada». Las personas familiarizadas con la literatura feminista quizás se asombren de mi ignorancia, pero confieso que no la conocía. Por lo visto, identifica a las mujeres que, tras triunfar en el mundo dominado por los varones, son utilizadas por éstos como prueba de que el fracaso del resto no se debe a las trabas del patriarcado, sino a su propia ineptitud personal.

La idea, en cuanto vincula el éxito de una mujer a la necesidad masculina de enmascarar su posición de dominio, me ha parecido de un machismo soez. ¿Acaso Marie Curie, galardonada dos veces con el Nobel, fue premiada no por el mérito intrínseco de sus trabajos, sino por el interés de la Academia sueca por disimular las miserias reales de las mujeres en un mundo regido por los varones?

Buscando luego nombres a los que se ha asignado la categoría de «mujer coartada», me he tropezado con algunas señoras admirables que se mantuvieron alejadas del feminismo: Simon Weil, Hannah Arendt, Iris Murdoch… y también otras que, pese a haberse movido en su órbita, Susan Sontag, por ejemplo, han criticado como una aberración su tendencia a no admitir otros puntos de vista salvo los suyos. La respuesta que Sontag dio en 1975 a quienes la acusaban de no dar al feminismo la importancia que merece, es reveladora: «existen otros objetivos además de la despolarización de los dos sexos, otras heridas que las de género, otras identidades diferentes de la sexual, otra política distinta de la política de los sexos; y otros valores “antihumanos” que los misóginos».

Las mujeres coartadas suelen ser olvidadas en los catálogos de mujeres olvidadas. Ignoro la razón, aunque supongo que será porque no lo necesitan. Pensemos en Arendt o Murdoch. Sus obras han sido traducidas a todos los idiomas cultos, se han publicado sobre ellas artículos, tesis y biografías magníficas, sus peripecias vitales han sido trasladadas al cine, etcétera. No obstante: ¿por qué se olvidan de ellas las dispensadoras de visibilidad cuando jamás lo hacen con otras damas que tampoco lo necesitan, Simone de Beauvoir, por ejemplo? Se ve que por algún motivo que se nos escapa este tipo de mujeres fastidian. Tal vez la causa sea la complejidad de sus escritos —irreductibles al mínimo común denominador feminista— o, quizá, su manifiesta falta de interés por las cuestiones de género, desdén que en el contexto del resentimiento histórico suena a traición imperdonable.

Arendt es una pensadora de primer nivel. No precisa ayuda ni discriminación positiva para brillar en lo más alto. Su único problema es que brilla demasiado alto, a una altura a la que los ideólogos no llegan. Igual le ocurre a Murdoch, de la que se dijo cuando vivía que era la mente más brillante del Reino Unido y la mejor novelista inglesa del siglo xx (esto lo dijo Harold Bloom, el crítico literario más famoso de las últimas décadas). Las dos recibieron una elevada formación filosófica (algo que las aleja de la cultura de masas) y desarrollaron, a lo largo de sus carreras, un discurso original. Esto no las ha librado de todo tipo de recriminaciones. Recuérdese el escándalo que produjo la primera con la publicación de Eichmann en Jerusalén. Su desafección a la causa judía originó una tormenta de críticas. ¿Cómo se atrevía a insinuar que los judíos colaboraron con los nazis en el holocausto? Luego se ha visto que tenía razón y que quienes estaban equivocados eran quienes juzgaban ideológicamente los hechos.

El reconocimiento no lleva necesariamente aparejado el aplauso. No hay que ser pueril con esto. Por ejemplo, y pese a las notables aportaciones que Arendt y Murdoch han hecho a la interpretación de la filosofía griega, los círculos académicos las miran todavía por encima del hombro. ¿Por ser mujeres? No. El desdén se debe a su rechazo de la interpretación canónica del pensamiento helénico. Nadie que ose saltar fuera del surco trazado por los profesores tras siglos arrastrando trabajosamente el pesado yugo de la escuela va a ser bien visto en las universidades. Lo curioso, o quizá no, es que las feministas, lejos de interesarse por esta nueva y potente forma de abordar el pasado, persisten cuando hablan del asunto en repetir la misma autocompasiva y lacrimógena monserga de siempre. Prefieren matar a Platón a tomarse la molestia de leerlo y no digamos a pensar con él, como han hecho Arendt y Murdoch.

La soberanía del bien es precisamente una larga reflexión en claves platónicas —aunque no académicamente platónicas— sobre el problema ético de la acción. Murdoch adopta en los tres artículos que componen el libro («La idea de perfección», «De Dios y del bien» y «La soberanía del bien sobre otros conceptos») una posición contraria al pensamiento hegemónico. Las principales concepciones éticas del momento parten, a su juicio, de una imagen muy discutible del hombre derivada del supuesto positivista de que sólo cabe tomar en cuenta lo públicamente observable. De acuerdo con ello, somos seres autónomos cuyo centro de mando se halla en la conciencia. Conductismo, existencialismo y utilitarismo comparten esta imagen (también el feminismo, pues no por cambiar el sexo al sujeto deja éste de seguir siendo prisionero de la subjetividad). Ella no cree que se trate de una concepción rechazable, aunque tampoco verdadera, pues deja fuera aspectos muy importantes de nuestra experiencia vital.

En vez de considerar al ser humano un yo contrapuesto al mundo, deberíamos recordar que ese yo no está, desde el principio, ejerciendo el control de todo lo que pasa en nuestra vida, sino que va surgiendo a medida que la propia vida se hace. Identificar la vida ética o moral con el momento de la decisión de un yo consciente de sus acciones, como hacen los especialistas en la materia, constituye, por eso, un paso difícil de justificar. Quizá sea lo único que el positivismo puede considerar sin transgredir sus principios metodológicos, pero resulta evidente que esto no puede ser lo decisivo a la hora de dilucidar el problema de la acción humana. Basta con tomar en consideración cualquier ejemplo de la vida cotidiana para advertir que el objetivo de la acción no es tanto decidir, o sea, escoger entre lo bueno y lo malo, como ver, es decir, iluminar y entender nuestra experiencia de la realidad. No es extraño, por eso, que Murdoch conceda una relevancia especial a las nociones de atención y de perfección. La atención es el esfuerzo por el que alguien intenta comprender la situación en la que está y se contrapone a esos estados de ilusión moral en los que se pretende que las ideas imperen sobre la realidad y sean incluso más reales que ella. La idea de perfección remite al hecho de que la razón de ser de la acción no está en la libertad para actuar, sino «en otra parte».

Los seres humanos toman decisiones. La elección no la hace una voluntad libre y extraña al mundo, sino un ser que en el curso de su vida va erigiendo, junto con otros, ciertas estructuras de valor. La mayoría de nuestras decisiones no son operaciones lógicas, sino algo más cercano al juicio estético o de gusto. Este tipo de juicios se caracteriza por no contar con la existencia de reglas previas que permitan formulaciones categóricas. «Sobre gustos no hay nada escrito», «en cuestiones de gusto no hay ley». Cuando nos pronunciamos sobre la belleza de un paisaje o una pintura nos apoyamos más en nuestras creencias, que son las de la comunidad, que en cualquier otra cosa. Por eso encuentra Murdoch la ética más próxima a la estética que a la ciencia. «Uno de los méritos de la psicología moral que propongo —declara— es que no contrapone arte y moral, sino que demuestra que ambos son aspectos de un mismo empeño».

La coincidencia en este punto con Arendt es significativa. También ella propuso desplazar la ética del ámbito tradicional de la razón práctica al del juicio, entendido, a la manera kantiana, como la facultad del sentido común. Mientras que el ideal ético, guiado por la aspiración de la razón a lo universal y necesario, es la coincidencia del pensamiento consigo mismo, el ideal de una ética de la contingencia, sostenida en el sentido común, será el acuerdo con los demás. El sentido común, y no la razón, es lo único que nos permite considerar el mundo también desde la posición de cualquier otro, algo que para Arendt y Murdoch es éticamente mucho más importante que la apelación al yo libre característico de la ética moderna. A fin de cuentas, la libertad no es un atributo del individuo como tal, sino algo que surge siempre dentro de una organización social determinada. Expresado en una frase que puede explicar los recelos del feminismo hacia ambas pensadoras: si las ideologías totalitarias aspiran a moralizar la política sometiendo la pluralidad contingente de los seres humanos a la igualdad de un ideal éticamente superior; ellas pretenden politizar la ética transformándola en el reino de la libertad.

Aclaremos, no obstante, que, pese las coincidencias, Murdoch va más lejos que Arendt al convertir al artista en modelo para la ética. Para ella, el único consuelo que podemos encontrar en la vida —una vida donde, a la postre, todo se reduce a nada— es la austeridad de una belleza que enseña que nada posee valor salvo el esfuerzo por alcanzar la excelencia. El artista subordina la libertad de su voluntad a la necesidad de la realidad y, mediante la atención cuidadosa y la busca de la belleza ligada a la perfección, hace lo más que cabe hacer a fin de dar sentido al mundo. Murdoch, que dedicó un libro a explicar los motivos por los que Platón expulsó a los poetas y a los artistas de la ciudad ideal, El fuego y el sol, reivindica aquí el trabajo creativo como modelo moral.

El sesgo platónico de su obra resulta más evidente en las páginas dedicadas a recuperar la idea del bien, identificada con lo divino, y la relevancia del amor. El Dios de que habla Murdoch no es, claro, el de la religión. No se trata de un ser personal, ni siquiera de un ser, sino, más bien, del sentido de la totalidad, esa inalcanzable inteligibilidad que encontraba el prisionero del mito de la caverna después de escapar de ella. Del mismo modo que la visibilidad que permite al ojo ver los objetos visibles no es un objeto visible, la inteligibilidad que permite a la mente entender lo inteligible no es tampoco un objeto inteligible. Platón rechaza la posibilidad de que sea posible para el hombre conocer aquello que constituiría el supremo saber. Sin embargo, contar con ello, el bien o Dios, es crucial para sustituir la voluntad pura de un ego desmesurado por un yo capaz de ir más allá de sí, de amar, en suma. Hablamos, claro, de amor platónico, ese deseo que, en respuesta a un bien que lo sobrepasa, catapulta nuestra atención fuera de nosotros mismos. Las palabras de Diotima de Mantinea en El Banquete de Platón resuenan como un eco subrepticio a lo largo de las páginas en que Murdoch reflexiona sobre estos temas.

Añadamos, para concluir, que el amor, la bondad, el deseo de perfección, todo eso que Murdoch invoca para explicar la acción humana, es gratuito. Vivimos en un mundo donde «todo es vanidad». El sentido de la vida no estriba en el logro de una supuesta recompensa recibida por nuestros actos en un momento posterior a su realización, sino en la experiencia misma de la vida cuando somos capaces de obrar como artistas atentos capaces de ver la plenitud de lo que hay. Ya se dijo al principio: el propósito de la acción es una visión más completa de la realidad. Por supuesto, la acción correcta es importante en sí misma, aunque no hay que olvidar que «la única manera genuina de ser bueno es serlo para nada». Como sugiere repetidamente en sus novelas, la persona buena es aquella que renuncia al poder para hacer el bien porque sabe que ese poder acaba siempre haciendo el mal. La única forma de actuar que cabe es el rechazo de lo malo. Uno debe oponerse con todas sus fuerzas a lo que empobrece la realidad y la hace más injusta, pero también evitar empeñarse en reformarla de acuerdo con un plan previo porque esto conduce a lo peor. No se puede ser más socrático, ni reivindicar de manera más decidida la sabiduría práctica de los antiguos.