Justo Navarro
El videojugador. A propósito de la máquina recreativa
Anagrama, Barcelona, 2017
160 páginas, 15.90 €

 

POR MANUEL ARIAS MALDONADO

Dice Justo Navarro en algún momento de este singular ensayo que el videojuego alcanzó hace años esos espacios sagrados de la cultura de masas que son los museos. Y así es: en el verano de este mismo año, por ejemplo, el Museum of the Moving Image de Queens albergó una exposición dedicada a la historia de este popular medio, que además tiene una destacada presencia en la colección permanente del centro. Parte de la muestra consistía en el despliegue de máquinas recreativas originales, dos docenas de arcade classics que iban desde el Asteroids de Atari y el Space Invaders de Taito, ambos de 1979, al Mortal Kombat comercializado por Midway en 1992. Una moneda de un cuarto de dólar permitía jugar en cualquiera de ellas, un viaje hacia atrás en el tiempo acompasado por los familiares sonidos electrónicos de cada máquina. Ni que decir tiene que la exposición resultó ser popular: niños de hoy y de ayer se arremolinaban a tiempo completo alrededor de las «maquinitas» esperando su turno.

A esa realidad, la del videojuego, aplica su mirada Justo Navarro: a la realidad vivida por él mismo como consumidor y a la más amplia que conforman las resonancias culturales y sociológicas del ya no tan joven medio digital. El resultado es un libro a la vez seductor y reflexivo que, escrito con la brillante prosa característica de su autor, pasa desde ahora mismo a engrosar la reducida lista de las obras peculiares de la cultura literaria española. Esos libros que, por la combinación de tema y mirada, no se parecen a los demás: como el Humphrey Bogart, de Manolo Marinero, los informes de lectura de Gabriel Ferrater o los ensayos de Gabriel Zaid. Aunque no estamos, ni mucho menos, ante un mero recuento de experiencias personales: Navarro combina las impresiones propias con el análisis del medio después de haberse familiarizado con la literatura académica sobre el videojuego, como atestiguan las diecisiete páginas de referencias que cierran el ensayo.

El autor sabe perfectamente cómo manejar esas lecturas, que nunca se convierten en protagonistas del libro ni empecen su disfrute: el autor siempre mantiene el control de los mandos. Pero el volumen de la literatura existente nos indica que el tema abordado posee una considerable relevancia, a pesar de lo que pueda pensar quien nunca se haya aproximado a los videojuegos o los tenga catalogados como mero entretenimiento para nerds. Por el contrario, son parte sustancial de una revolución tecnológica que ha transformado el modo en que pasamos nuestro tiempo de ocio y, acaso, nuestra percepción del mundo. Mucho antes de que llegasen los teléfonos inteligentes, el videojuego creó un universo interactivo que podíamos disfrutar en soledad; una soledad ensimismada no muy alejada de la que estimularon las novelas epistolares entre los burgueses del siglo xviii. Es un paralelismo que Navarro evoca con elegancia: «Me imagino una biblioteca, gente inclinada sobre un libro en una sala atestada de gente inclinada también sobre un libro, y me acuerdo de Italo Calvino en el salón recreativo de Tokio, mirando a los jugadores volcados sobre los pinballs, como yo miro ahora a los clientes del café sumergidos en sus teléfonos móviles» (p. 120).

Del libro al móvil, pasando por la máquina recreativa: tecnologías del entretenimiento y la comunicación que son también tecnologías del yo, pues apuntan a una concreta organización de la subjetividad y a regímenes particulares del tiempo libre. Tienen, por tanto, consecuencias políticas. Y el videojuego, parte de una nueva ecología de nuevos medios que comienza con el ordenador personal, irrumpe así en la historia de la cultura produciendo efectos duraderos. Tal como escribe Michael Newman en Atari Age (The MIT Press, 2017): «La emergencia de los videojuegos no tenía sólo que ver con la introducción de nuevos productos en el mercado que la gente pudiera comprar y usar. No era una mera sucesión de plataformas, interfaces y juegos. Fue asimismo un proceso de introducción de nuevas ideas, entre ellas las relativas a quién debía jugar a los videojuegos, dónde y cuándo, con qué objetivos».

Navarro es o fue uno de esos videojugadores, inicialmente solitarios y ahora interconectados a través de internet en la era de los juegos en línea. Sus ensoñaciones ocupan una parte del libro, que no adopta un punto de vista desencarnado y exterior sobre su objeto, sino que funde sujeto y objeto al plantear una reflexión pespunteada de experiencias personales: las del Navarro jugador, materia prima ahora del Navarro escritor. ¿Es el escritor también un jugador? Sea como fuere, del texto emerge por momentos una figura arquetípica, un tipo ideal al modo del trabajador del que hablaba Ernst Jünger: el videojugador. Por supuesto, éste constituye un subgénero del jugador en sentido amplio, pero frente a este último exhibe un rasgo diferencial: su asociación con la tecnología informática que ha transformado las sociedades en las últimas décadas. Eso le presta un interés adicional que va más allá de los placeres privados que experimentan sus practicantes, jugadores que operan dentro de los confines universales del juego en una época donde éste —deporte al margen— se virtualiza y digitaliza.

Porque, en primer lugar, el videojuego es eso: un juego. Navarro cita la definición de Bernard Suits: el juego se diferencia del trabajo porque el jugador elige medios insuficientes para alcanzar sus fines; si el juego fuese fácil, no sería juego. Por eso, aunque nos sumerjamos en ellos voluntariamente, alternan placer y frustración. La dimensión imaginaria estaba presente, sobre todo, en unos orígenes en que la definición visual era escasa: «El jugador jugaba en la pantalla con Superman, Indiana Jones o E. T. como jugaría un niño con un caballo que es un palo» (p. 41). En esta primera época, como demuestran las figuras de Space Invaders que un conocido artista callejero se ha dedicado a pegar en edificios de todo el mundo desde los años noventa, «no hay que ver para creer, hay que creer para ver» (p. 78). El personaje legendario en la historia del videojuego, el Pac-Man o Comecocos, no es tampoco muy sofisticado: sólo desea correr y comer, como el jugador quiere seguir jugando. Con el tiempo, la abstracción dejaría paso a la figuración e incluso el hiperrealismo, a un paso ya de la realidad virtual. Pero en todo caso las imágenes del videojuego, señala Navarro, son menos una copia de la realidad que de la realidad fantástica; son muestras de lo que él denomina «realismo inverosímil». Para el jugador, claro, no hay otra realidad mientras está jugando. Surge aquí la posibilidad de la caricatura: el videojugador que olvida que está jugando y se niega a abandonar su habitación, renunciando al mundo exterior en nombre del mundo imaginario que ha interiorizado como propio. Navarro no presta mucha atención a esta figura disfuncional, tan japonesa, y es una lástima: uno desearía saber qué impresión le produce.

Todo el libro está atravesado de inteligentes apuntes sobre las promiscuas relaciones del videojuego con otros medios. Se trata de polinización recíproca, presente desde el principio: la consola nace como prolongación del televisor, centro del entretenimiento de masas desde la segunda mitad del siglo xx y sólo ahora amenazado por el teléfono inteligente. Escribe Navarro: «La industria de la ficción y la evasión electrónica es continua, un fluido único: se permeabilizan, diluyen y disuelven los límites entre los distintos medios. […] Todo gira en un único círculo mágico» (p. 55).

Se contagian así las imágenes y los mitos, potenciando las asociaciones simbólicas de cada juego. Si Janet Murray interpreta Tetris como la perfecta representación de las vidas ocupadísimas de los norteamericanos en los años noventa, el propio Navarro encuentra en el firmamento negro y luminoso de Spacewar! un plano de la película de Godard Dos o tres cosas que sé de ella, mientras el Wolfenstein 3D le parece una caricaturesca lección práctica sobre los conceptos fundamentales de la teoría política de Carl Schmitt y el juego F1 habría pasado —con los avances en la técnica televisiva— de simular una carrera a simular la retransmisión de una carrera. También el cine, cuya pantalla es, como recuerda nuestro autor, el origen de todas las pantallas, mantiene una intensa relación con el videojuego: inicialmente, Hollywood procedió a invadirlo con sus historias y mitos; luego, fueron los videojuegos los que invadieron el cine. Esto se hace visible en el cine de acción (véanse el Hard Boiled de John Woo o películas derivadas de juegos, como Mortal Kombat y Resident Evil), en los filmes de terror que se echan la cámara al hombro (El proyecto de la bruja de Blair) o en algunas muestras de la ciencia ficción digitalizada (como la reciente Valerian).

Escribe el novelista norteamericano Roy Scranton que tenemos que estudiar las estructuras narrativas y las tecnologías culturales existentes para saber de dónde vienen nuestros deseos: Facebook, dice, conforma deseos distintos al Corán, Emily Dickinson o las telenovelas mexicanas. ¿Y los videojuegos? Para Navarro, los videojuegos enseñan a pensar como un ordenador, pero eso no es lo único que nos hacen. Y quizá sea ésta, al menos para quien esto firma, la parte menos convincente de este librito espléndido: aquella donde la extracción de los significados sociales del videojuego se lleva demasiado lejos. Por un lado, Navarro identifica unos vínculos profundos entre la industria militar y la industria del entretenimiento, encontrando en el lenguaje informático y su sistema binario «una correspondencia casi natural con el juego maniqueo de la guerra» (p. 68). En realidad, como nos enseñó Niklas Luhmann, el código binario es la estructura básica de la aprehensión humana de la realidad; es de estos polvos que vienen aquellos lodos y no al revés. Dicho esto, el videojuego no hace ciertamente nada por eludir esa lógica.

Pero, sobre todo, Navarro conecta el videojuego con procesos más amplios de disciplina social: si aprender un juego es acostumbrarse a acatar reglas, la obediencia automática se habría convertido en un pasatiempo de masas industrial. Se deduce de aquí un nexo entre el videojuego y la burocratización social: aunque creemos decidir mientras tenemos los mandos, la inteligencia artificial del juego es la que determina aquello que podemos elegir. O sea: «Lo que creemos elegir, nos lo han dado elegido» (p. 133). Se sigue de aquí un sombrío corolario final: «Un ordenador no sólo es un buen funcionario: puede convertir en funcionarios a sus usuarios» (p. 134). Es un diagnóstico influido por las tesis de Guy Débord sobre la sociedad del espectáculo, herederas a su vez del recelo de Adorno hacia la industria cultural en la era de masas. De creer al teórico Lev Manovich, aquí citado, el objetivo último se logrará cuando el ordenador se haga invisible. Sin embargo, no está tan claro que la sociedad contemporánea sea más conformista o menos creativa que otras; mucho menos, que la industria cultural ejerza el control de las masas a través de la propaganda subliminal o esa «psicopolítica» a la que ha llegado a referirse Byung-Chul Han, último representante de la estirpe francfortiana. Son afirmaciones atractivas, pero poco fundadas.

Dejando a un lado esta objeción menor, hay que saludar con entusiasmo la aparición de este ensayo original y penetrante, referencia obligada para los videojugadores interesados en su práctica y más que recomendable para cualquier lector interesado en la subjetividad moderna o las resonancias sociales de las tecnologías de la comunicación. En última instancia, se habla aquí de un jugador que se parece al lector: un sujeto solitario que entra en contacto a través del juego con la comunidad imaginaria que forman otros jugadores. Hablando de los juegos online que internet ha hecho técnicamente posibles, Navarro sugiere que podemos entenderlos «como un caso de sociabilidad multitudinaria o de socialización solitaria en una comunidad de anacoretas interconectados» (p. 119). Al lector sólo le falta la interactividad: su soledad es la del videojugador. Lo que ha conseguido Navarro es reunir a ambos, videojugador y lector, en este libro que también puede jugarse como si fuera un videojuego. Un videojuego donde jugamos a ser Navarro hablando del videojuego: de la historia tecnológica y social del medio, de su historia personal como consumidor del mismo. Basta insertar una moneda.