Simon Schama
Ciudadanos. Una crónica de la revolución francesa
Traducción de Aníbal Leal
Debate, Barcelona, 2019
1018 páginas, 39.90 €, ebook 15.19 €
POR BLAS MATAMORO

 

El 14 de julio de 1790 se celebró en las ruinas de la demolida Bastilla de París, la conmemoración de su toma ante un altar proyectado por el señor Palloy, quien justamente había dirigido su derribo. A la vez, Dessault publicó una crónica de la revolución titulada Obra de siete días. Fragmentos de la antigua fortaleza y cárcel fueron distribuidos como reliquias en doscientos cuarenta y seis cofres. La Bastilla no aparece hasta la mitad de esta monumental obra y no por casualidad sino por decisión constructiva de Schama. En efecto, el 14 de julio ha quedado como fecha identitaria de la Revolución francesa y su trámite como algo veloz: apenas siete días. Mucho después, la Revolución rusa se mostrará como «los diez días que conmovieron al mundo».

Schama apunta en otro sentido. Ni el 14 de julio fue decisivo ni el proceso revolucionario fue breve ni raudo. Más importante resulta la transformación de los Estados Generales en Asamblea Nacional porque desplaza la titularidad de la soberanía del rey al pueblo francés. Ocurrió el 26 de junio, tras el juramento en el Juego de Pelota —en verdad, una cancha cubierta de tenis— del día 19, favorecido luego por un memorable cuadro de David. Tal vez legendaria resulta la respuesta de Mirabeau al enviado regio que intentó desalojarla porque pone en escena la ruptura que hace a la naturaleza y la forma del Estado.

En este espacio se inscribe el criterio fuerte de Schama. Por una parte, considerar que una revolución no es algo instantáneo sino explayado en el tiempo, evolutivo y complejo. Ortega ya aludió a la lentitud de estas catástrofes. Los hechos históricos necesitan decantación para devenir tales. No son previsibles pero ello no significa que no estén causados y resulten explicables por la razón histórica, que Schama considera narrativa, por lo cual denomina crónica a su libro. Nos permite leerlo desde el placer novelesco del cuento y el recuento, con abundancia de personajes, escenas, rincones anecdóticos sorpresivamente significativos, tensiones y resoluciones. La habilidad constructiva del autor brilla en abundancia y sólo rescato un detalle estructural que la comprueba. El texto empieza y termina con Talleyrand y Lafayette, dos de los escasos protagonistas sobrevivientes que reaparecen en 1830, con el Rey Ciudadano Luis Felipe Igualdad. Es un enésimo episodio revolucionario de un proceso que la historia francesa —añado por mi cuenta— no absuelve hasta que De Gaulle proclama la independencia de Argelia en 1962. Vaya por lo lento del asunto.

Por otra parte, hay otro componente de fondo que hace jugar Schama y es el conflicto que se da entre dos concepciones radicalmente distintas de eso que está pasando, o sea, la materia prima del pasado. Una es la revolución como maduración del tiempo histórico, que proviene de la Ilustración y propone una economía de libre mercado sostenida por la fisiocracia. Otra es la revolución como refundación a cero de la historia, concepción anarcoide que invoca a un precursor del Romanticismo como Rousseau y se vale del mercantilismo proteccionista. Aquélla apuesta por la modernización y un esquema lineal y progresivo del tiempo. Ésta prefiere volver al arché, al origen, a la repristinación del tiempo por obra de una asociación de iluminados mesiánicos que lo depure de sus vicios ancestrales. La erección de un altar en las ruinas de la Bastilla es su emblema: se sacraliza algo profano y a partir del fetiche se funda el Mundo Nuevo habitado por el hombre nuevo.

Como se ve, una de las piezas importantes que hemos heredado de la Revolución francesa consiste en esta proclama que reaparece en prácticamente todas las revoluciones que la sucedieron. A la vez, permite considerar su naturaleza paradójica. La revolución se propone avanzar y acaba retornando como si obedeciera a su étimo: revolución es la vuelta circular que cumple un astro sobre sí mismo o en relación a otro astro. La Tierra, sin ir más lejos, escenario de las revoluciones en sus diversos sentidos, los históricos y los astronómicos. La Revolución francesa destruyó templos para erigir altares y guillotinó a un rey para acabar coronando a un emperador.

Schama propone articularla en etapas: democracia representativa, igualitarismo compulsivo, eliminación de lo privado, militarización de la sociedad, por fin: resistencia al proceso anterior de modernización y retorno al origen nacional y popular. Modernizar significaba tomar el capital como paradigma de todos los valores que sustituye a las costumbres, profesionalizar la función pública, fundar el crecimiento económico más en la industria y el comercio que en la agricultura, situar la ciencia en las academias y la filosofía en los salones, racionalizar técnicamente la vida social, a partir de «minucias» como abolir la tortura y prohibir las inhumaciones en las iglesias.

Estas contradicciones estaban diseñadas en la historia de Francia con anterioridad a la revolución, que tampoco las resolvió. Francia estaba dividida entre un país central, encerrado en sí mismo, agrario y atrasado, y un país periférico, portuario, dinámico —París incluido— y abierto al exterior. Aquél fue antirrevolucionario. La revolución fue cosa de las grandes ciudades. Al final del proceso, el comercio total de Francia se había reducido y sólo se repuso y ensanchó gracias a la militarización y las conquistas napoleónicas, que extrajeron contribuciones, a veces en forma de saqueos, de los territorios conquistados.

El aporte neto de la Revolución francesa —enfatizado por cierta costumbre igualmente francesa de hacer pensar a todo el mundo en francés— es la ciudadanía, la igualdad fraterna y equivalente de cada individuo que constituye la voluntad general. Fue un postulado abstracto porque, en concreto, se redujo a los varones propietarios, mayores de edad, en su sano juicio y blancos. O sea: ni mujeres ni negros, ni locos ni impecunes. Pero, en todo caso, diseñó el fundamento del voto universal aunque nunca superase, en los hechos, al diez por ciento del censo. Es decir que nueve décimas partes del electorado pasó de largo.

Tampoco cabe soslayar los elementos puramente míticos de esta categoría. Los ciudadanos lo eran de una nación francesa recién fundada y la fundación requería un rito que la fijase en el tiempo. Se dio en forma de sacrificio, es decir, lo apuntado respecto a la Bastilla: sacralizando objetos profanos. Para el caso, el elemento catártico por excelencia: la sangre. Para verterla en abundancia y ordenadamente, la espontánea violencia popular que clama por pan y ropa se transforma en la violencia organizada de los sans culottes, es decir quienes no llevan calzón porque visten el uniforme de los sagrados vengadores, los sacerdotes de la justicia.

Más al fondo, si se quiere —y Schama así lo quiere— hay un triunfo de Rousseau sobre Voltaire, si cabe la dupla: a la vida regulada por la razón, la luz y la sensatez, la vida entendida como sano instinto popular, pasión y, de nuevo, santa violencia. Tanto, que se acaba por identificar revolución y violencia, como ha quedado fijado en el lugar común. No hay revolución sin violencia y toda violencia se legitima por la invocación revolucionaria. Los revolucionarios eran devotos de la Razón pero como diosa, o sea un mito que poco tenía que ver con Kant o Diderot. Más aún: el extremismo jacobino llegó a decretar el culto al Ser Supremo, abominando del ateísmo y sus fautores corruptos e impíos como D’Holbach y Helvétius, llegándose a legalizar la inmortalidad del alma y a discutir si la muerte era un sueño eterno o el acceso a una nueva vida, incluida la de los guillotinados.

En estas dolidas matizaciones, Schama encuentra algunos colores que exceden los tres de la escarapela nacional. Por ejemplo: el carácter masculino de la dirigencia revolucionaria, que se cargó los clubes de mujeres herederos del feminismo ilustrado y salonero del siglo xviii, y maltrató cuando no ultimó a sus dirigentes/as. Y, con mayor repercusión histórica, la aparición de una clerecía, de clerc, que en francés quiere decir clérigo pero luego fue a dar en lo que hoy llamamos un intelectual: un productor de ideología con vocación por la dirección política. Schama esboza, además, una inteligente conversión, la definición del extremista como el sujeto que se aparta de la conciencia de clase típica de su situación social. No son burgueses ni nobles ni curas aunque lo sean en la escala social, sino que piensan en representación del pueblo, una entidad que han inventado y que se convierte en la sacralizadora de sus acciones. Clerc es el funcionario, el pequeño profesional, el pequeño mercader, el cura de barrio y el oficial sin rango que se sube a un banco de su asamblea y exclama Nous, le peuple! Es esta clerecía la que abre el sangriento debate que lleva al Terror de 1792 que, según señala Schama, ya está diseñado en 1789: ¿acaba la revolución cuando la república sustituye a la monarquía o la revolución es permanente y también lo es la violencia revolucionaria? Dicho en términos del siglo xx: ¿hay un Estado de Derecho con vocación de permanencia pacífica o el derecho es un perpetuo Estado de Necesidad que exige constantes medidas excepcionales?

En la Asamblea se discutió al respecto y quedó retratada una pegunta dirigida a todas las así llamadas revoluciones posteriores: ¿la voluntad mayoritaria todo lo absuelve o no cabe una dictadura democrática que avasalle los derechos inherentes a la condición humana? ¿Hay derechos del hombre anteriores al Estado, correspondientes a su naturaleza, como quiere el liberalismo, o son mera convención derogable según las necesidades del Estado revolucionario? O, según prefiere Schama: ¿Montesquieu o Rousseau? Piensa el historiador que la Revolución francesa se decantó por el segundo porque ya venía situado en una posición eminente. La dictadura de la virtud de Robespierre, por ejemplo, es una hipóstasis de ese estado infantil de inocencia que, proyectado en la adultez, da como resultado la virtud y la libertad. Desde ellas cabe imponerlas, por paradójico que parezca. La revolución vuelve al estado anterior a la corrupta y opresora civilización, al estado natural del hombre, puro y libre. De tal modo se calmarán las angustias del ego moderno en una sociedad de amigos, acaso lo que, teatralmente, intentó la reina destinada al patíbulo cuando se disfrazó de pastora y dejó el castillo por los Trianones. O lo que hizo su marido, aprendiendo el oficio de cerrajero. No puo cerrar con eficacia las puertas defensivas ni abrir las de su calabozo para huir por los tejados.

Esta complejidad impide una lectura del fenómeno revolucionario desde la excluyente lucha de clases. Que haber clases las hubo y que el tercer estado era la burguesía que pretendía ser tratada como un estado más junto a la nobleza y al clero, es evidente. Pero que de que allí hayan surgido tres partidos netamente diversos y conflictuados a tal punto que se explique todo por un tripartito convulso, no. Menos si se simplifica con un enfoque marxistoide como el de Albert Soboul, que entiende como sujeto de la Revolución francesa al pueblo francés, que siempre tiene razón porque siempre quiere el bien, la igualdad y la justicia, y si ha empleado la fuerza lo hizo para defenderse de los enemigos internos y externos.

Uno de los centros de este libro es la muestra de los elementos que juegan en la revolución y que, en realidad, son anteriores a ella. Y uno de éstos es la aparición de personalidades transversales. Una de ellas es la de los nobles que, desde la milicia o la administración, promueven cambios en la estructura de la sociedad, a la vez que renuevan la visión patriótica de Francia a partir de la filosofía prerromántica de Rousseau. En este entretejido es una marca importante la guerra, tanto la derrota de Francia en la de los Siete Años como su participación junto al triunfante independentismo de los Estados Unidos. Si bien la empresa americana fue desastrosa en lo económico, tanto que llevó al Estado francés a la bancarrota, sirvió para poner en contacto a cierta oficialidad nobiliaria francesa, o sea de alcurnia y solera, con una realidad naciente, flamante. La posibilidad de empezar de nuevo, de renacer, se pudo constatar concretamente. Además, tenía la forma de una república democrática y constitucional. Regeneración, ejército y patria fueron, años más tarde, fórmulas revolucionarias.

En otro orden, ministros de formación ilustrada como Malesherbes, Turgot y Necker, intentaron, y a veces lograron, atenuar los privilegios señoriales, establecer impuestos a las grandes fortunas y reformar cuando no eliminar los parlamentos regionales que dispersaban el poder estatal como luego ocurriría con la revolución y su maraña de tribunales, clubes, comisiones, asambleas, comunas y convenciones.

La Francia del antiguo régimen, pues, no era una sociedad estabilizada sino, por el contrario, desequilibrada y desordenada. Las revueltas de los hambrientos eran frecuentes y se saldaban con matanzas. La monarquía, inerte y cortesana, no supo arbitrar y moderar los choques entre liberales y proteccionistas, entre centro y periferia, entre conflicto social y poder. Acabó defendiendo su absolutismo y, para ello, acudiendo a fuerzas extranjeras, lo cual enrabietó el patriotismo populista y reforzó la aureola de extrañeza y ajenidad de la corona. Es decir: el proceso del desorden revolucionario es anterior a las fechas revolucionarias.

El texto de Schama también afronta en lo teórico un par de cuestiones que interesan a una posible epistemología de la historia: los sujetos del relato y la necesidad del evento. Para Schama, la historia es la de aquellos que pueden decir algo de ella, los protagonistas. Como los buenos narradores, han de ser correctamente elegidos. Así sucede que, junto a lo histórico distante, los grandes panoramas de masas en guerras, festivales, motines y celebraciones, hay lo que puede llamarse historia de cerca, la intimidad de aquellos nombres que ejemplifican los grandes vectores del tiempo en las pequeñeces de lo cotidiano.

Luego está la gran pregunta metafísica: ¿es necesario todo lo que ocurre en la historia? O, como se preguntaba tempranamente Chateaubriand: ¿fue necesario el criminal terror revolucionario para que Francia se adecuara al cambio histórico? Schama no cree en el determinismo histórico pero sí en lo razonable ex post facto de lo ocurrido. No fue fatal que ocurriera ni, por ello, tampoco previsible, pero necesariamente constituye la materia prima de nuestro pasado. No tenemos otro. No tenemos otra. Zambullirse en la torrentera documental y seleccionar guiones es la tarea del historiador. Para Walter Benjamin, es un examen de escombros. Schama se ha debido asomar a un paisaje de ruinas y cementerios. Tras la última página hay un combinado sentimiento de revolución y melancolía. La construcción de una humanidad ideal llevada por un camino que se convierte en un zanjón lleno de sangre. Visto con cierta distancia, el ser humano vuelve a mostrarse como el único animal capaz de deshumanizarse. En este caso, de perder su humanidad en pos de la Humanidad.