Ark Redwood
La meditación y el arte de la jardinería
Las semillas de la conciencia plena
Traducción de Julio Hermoso
Madrid, Siruela, 2016
152 páginas, 15.90 € (ebook 8.99 €)
Meditar frente a una pila de compost es un placer reservado para iniciados. Es posible que para llevarlo a término haya que estar un poco loco o, simplemente, disponer de algún espacio personal (lúdico o místico) para acoger acciones menos convencionales. El compost es esa amalgama de materiales orgánicos, estiércol, lodos y residuos variados que, al fermentar, se convierte en abono. Al contrario de lo que puede creer el lego en la materia, no desprende mal olor, si está bien hecho. De mostrarnos dispuestos a la tarea, respiraríamos el olor dulzón de la tierra fértil. Saber que estamos ante materia orgánica descompuesta en sus elementos fundamentales y que las plantas los absorberán a su debido tiempo para generar nuevas formas ayuda a dotar de sentido la tarea. Bien pensado, qué mejor lugar para observar la muerte y la regeneración de la vida a partir de lo que fue.
Quien nos lo aconseja es Ark Redwood, el jardinero jefe de Chalice Well, uno de los jardines más emblemáticos de Gran Bretaña, en su libro La meditación y el arte de la jardinería. No estamos ante un jardinero corriente y el jardín que cuida tampoco lo es. Refugio o santuario, ha sido reconocido con la categoría de World Peace Garden: un lugar idóneo para la contemplación y la reflexión espiritual. Ubicado al pie de la colina de Glastonbury, está vinculado al misticismo celta y a la leyenda artúrica. De la convivencia de años entre jardín y jardinero —el autor se dedica a la jardinería de manera profesional desde 1988— ha surgido un volumen que, siendo sencillo, tiene la condensación de toda una vida. No es el libro de un escritor, sino el de alguien que tiene algo que contar, que no necesariamente es lo mismo. En cuanto a su asunto, podemos afirmar que es un libro de jardinería en la misma medida en la que El libro del té, de Kakuzo Okakura, es un libro sobre el té: sí y no.
Preparar una taza de té, regar las plantas del jardín, recoger las hojas secas, plantar unos bulbos o limpiar las herramientas son acciones, como cualquier otra, donde sostener una actitud mental de contención del pensamiento en aras de disfrutar de cada momento tal cual es. Así nos lo sugieren en ambos libros. La hoja —de té o de magnolio— se convierte en templo, y la acción en torno a ella, en ceremonia. El potencial conmovedor de la acción reside en el arraigo de una conciencia de lo mutable. Estar donde uno está porque mañana es quimera.
A modo de rueda, el libro secuencia sus capítulos: primavera, verano, otoño, invierno. En ellos, el jardín es visto como shanga, como comunidad interrelacionada con sus diferentes seres y tipos de conciencia. El jardinero es responsable de cuidar ese mundo, indisociable de él. Hay jardín porque hay jardinero y viceversa. Un libro en movimiento cíclico que refuerza el mensaje de que «la única constante es el cambio». Cualquier amante de las plantas puede recurrir a él en busca de consejos concretos en cada cambio de estación; no obstante, el lector de poesía o de filosofía encontrará alimento mientras lee cuándo usar o no la pala, cómo dar forma a los arbustos, cuando hacer las podas o en las instrucciones para el método del rastrillado. Es grato sentir que la poesía ha saltado del poema y se ha colado entre el mantillo.
El zen del que está impregnado el libro promueve un despertar a través de la práctica. Hishiryo es pensar sin pensar, un estado intermedio en el que no se encadena un pensamiento tras otro, ya que la deriva de la mente, nos dicen sus maestros, desemboca en neurosis, pero tampoco es el no pensamiento que tan fácilmente conduce a la somnolencia y a la estupidez. El pintor Tàpies hablaba a menudo de «pensar con la mano», de dejar al cuerpo tomar las riendas para conectar con la mente y con todo lo que pueda encontrar por el camino —sean musas, inconsciente o más allá—. El pintor y calígrafo chino Shitao, del siglo xvii, lo expresó mucho antes así: «Pero hablo con mi mano, escuchas con tus ojos. Esto no le es dado a conocer al vulgo. Tú lo piensas también, ¿no es así?». Imbuido de esta corporalidad, La meditación y el arte de la jardinería nos invita a la comprensión de las necesidades del jardín desde la acción y la más atenta observación, práctica extrapolable en alguna medida a cualquier conjunto de plantas que tengamos en nuestro balcón. Frente a ellas, propone meditaciones variadas: meditación de una planta, meditación mientras quitas lo marchito, meditación en la poda, meditación en la metamorfosis, contemplación del utillaje… con instrucciones precisas.
Podemos considerar el libro como metaliteratura. El diálogo que se produce entre el lector y el autor, en este caso, es un coloquio (si hay a nuestro alrededor algún geranio o buganvilla en flor). Al igual que las vanguardias pictóricas de comienzos de siglo pasado quisieron, muchas de ellas, hacer estallar la pintura de sus marcos, liberarla de la tiranía de la imitación y de la sujeción al castrante recuadro que lo destina a la sala del museo o a la pared encima del sofá del salón, cualquier libro zen propone ampliar el canal de comunicación libro-mente y entrometerse en nuestra acción cotidiana por medio de otros canales comunicativos más corporales: influir en nuestra respiración, en la postura que adoptamos mientras leemos estas líneas. Una mano invisible nos alarga la espalda y, en este caso, nos empuja hacia la planta más cercana para atender sus necesidades. ¿Está en el lugar indicado de la casa? ¿Recibe la cantidad adecuada de agua y luz? En un rato uno se ve dialogando con el ciclamen y contemplando cómo la tierra de la maceta de encima de la mesa está plagada de una vida inesperada a la que no sabemos si dar la bienvenida. Éste podría ser un primer y escéptico contacto con lo que Ark Redwood ha transformado en ritual cargado de conocimiento y belleza. Pero es que por el principio hay que comenzar.
Así lo hace el libro, al menos, abriéndose con la primavera, con el despertar de la vida, con el comienzo que, en jardinería, se halla en el compost, y finalizando con el invierno y sus lecciones de crudeza, en donde la exuberancia primaveral regresa «a la nada de todo cuanto es». Por mucho que seamos conscientes de los privilegios de nuestra especie y de nuestra insólita inteligencia, nos sabemos emparentados con la hoja que ayer lucía verde en la rama del árbol. El vértigo que tan bien refleja el verso de T. S. Eliot «Te enseñaré el miedo en un puñado de polvo» lo podemos sentir a la caída de la tarde. No obstante, la observación de la materia pudriéndose revela, a vista de microscopio o de una buena lupa, un mundo de miles de millones de bacterias en efervescente trabajo de descomposición y trasformación de la misma. En ese puñado de tierra negra late la vida. El mundo de ayer se regenera. La descomposición prepara los nutrientes esenciales para que la nueva planta pueda absorberlos. El monje zen, autor de más de un centenar de libros y activista vietnamita Thich Nhat Hanh, a quien Redwood siente como su maestro, dice respecto a esta observación del desecho: «No temas: eres un jardinero y en tu mano tienes el poder de transformar los desperdicios en flores, en frutos y en hortalizas. No tiras nada a la basura, porque no te dan miedo los desechos. Tus manos son capaces de transformarlos en flores, en lechugas o en pepinos». No tener miedo a los despojos implica enfrentar el miedo a la muerte. Reconciliarse con el retorno a ser carbono, nitrógeno, potasio, etcétera, con dejar paso a lo venidero. El invierno nos recuerda los mundos aún por ser, dice un fragmento de un verso de Kathleen Raine. La experiencia de inhalar frente a un puñado de compost quizá no sea lo descabellada que pueda parecer sacada humorísticamente fuera de contexto. En el compost está el enigma de la sombra, cuyo elogio hizo Junichirō Tanizaki en ese ensayo clásico que nos invita a hundir en ella lo que resulta demasiado visible.
En la parte del libro dedicada al verano y al otoño nos habla de temas menos escalofriantes, aunque sus títulos podrían ser adecuados para una película de terror. «En defensa de la babosa» o «El paraíso del predador» son un alegato de la biodiversidad en donde invita al jardinero a acoger caracoles si hay babosas, por ejemplo, no por placer malévolo, sino para crear hábitats que permitan un control biológico menos empeñado en pulverizar las supuestas diabólicas criaturas armados de aerosoles. Con respecto a malas hierbas y espontáneos arbustos, sugiere que «la tierra es pudorosa, un planeta odia que lo desnuden. La única vez que muestra su cuerpo desnudo de manera natural es tras el incendio de un bosque, o después de un terremoto, y aun entonces vuelve a vestirse enseguida con plantas pioneras que restauran su verde manto». Con esa delicadeza acoge las malas hierbas. No esperemos ver en Chalice Well una rectitud dominante, un sometimiento disciplinado a la ortodoxia del jardinero. Si bien ser jardinero es intervenir en lo natural, Redwood sugiere una escucha de lo natural que implica, en determinadas ocasiones, sometimiento de la idea al fecundo vigor de un hierbajo. Saber en qué momento juntar las manos y hacer una reverencia, aun cuando lo excelso venga en forma de cerraja o cardillo salvaje.