Julian Barnes
El ruido del tiempo
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, Barcelona, 2016
199 páginas, 16.90 € (ebook 9.99 €)
De los tres grandes compositores rusos del siglo xx, Stravinsky, Prokofiev y Shostakovich, sólo el último permaneció la totalidad de su vida en Rusia. Semejante circunstancia no basta, por supuesto, para considerarlo el mejor reflejo del alma de su pueblo, pero sobrevivir a la Revolución, a Stalin, a la guerra mundial, otra vez a Stalin, debió proporcionarle ciertamente una visión muy completa. El problema es que salir indemne de la criminal omnipotencia del Estado comunista era casi imposible y que quienes lo hicieron, Shostakovich entre ellos, se han vuelto sospechosos a ojos de la Historia. ¿Fue un cobarde que antepuso su seguridad a cualquier otra cosa?, ¿tiznó su memoria al colaborar con el Partido y justificar sus atrocidades?, ¿y su música, quedó también afectada por su presunta falta de valentía? Julian Barnes aborda todas estas cuestiones y muchas más en su último libro, El ruido del tiempo.
En vida, Shostakovich recibió críticas de todos lados. Mientras que los sabios del Partido lo acusaban de ser un formalista que desdeñaba las formas tradicionales, los músicos vanguardistas occidentales le reprochaban su excesivo apego a ellas. Unos lo tenían por extremadamente culto; otros, por demasiado popular, aunque si ha sobrevivido a todos sus críticos, incluidos aquellos que se burlaban de su empeño en que la música significara algo, es porque, al igual que Shakespeare o Cervantes, Vivaldi o Mozart, fue ambas cosas a la vez. Súbdito de un Estado que negaba la libertad de expresión (el hecho de haber escrito en una carta privada que las granjas alemanas estaban mejor explotadas que las rusas le costó a Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag, ocho años de trabajos forzados), es lógico que aprovechara su arte para expresar en un lenguaje inaccesible a la censura su imagen de la realidad. La música de Shostakovich, irónica y sarcástica, parece opuesta a sus declaraciones públicas, aunque cuando se juzga a hombres que vivieron bajo regímenes sujetos a una política de manipulación constante conviene ser precavidos. Los hechos mismos encubren la verdad. Personajes señeros que respaldaron en algún momento el régimen, Prokofiev o Ajmatova, estuvieron sometidos, sin que nadie lo supiera, a atroces amenazas. El Estado operaba como una organización mafiosa que no se detenía ante nada. Que Shostakovich citara a menudo un poema de Evtushenko que habla de un científico del tiempo de Galileo que «sabía muy bien que la Tierra giraba, pero tenía también que alimentar muchas bocas», no parece casual.
Entre Barnes y esos biógrafos resentidos que escogen un personaje célebre para darse el gusto de derribar su estatua y arrastrarla por el barro hay un abismo. Su forma de aproximarse al compositor ruso pone de manifiesto una sincera simpatía. Shostakovich resistió cuanto pudo, pero –como cualquier ruso de la época– no consiguió desligar su existencia artística y su vida personal de las presiones del poder. Cuando estrenó su Primera Sinfonía, en 1926, sólo tenía veinte años. Fue un éxito y recibió varios encargos oficiales. El arte ruso aún seguía conectado con la vanguardia y su politización no se consideraba incompatible con su desarrollo formal. Las cosas cambiaron tras el ascenso de Stalin en 1929. La población soviética comenzaba a dar muestras de disgusto y el tirano consideró indispensable la colaboración de los artistas a fin de mostrar una imagen positiva del régimen. Su propuesta fue el realismo socialista, una estética que daba por buenos los logros formales del xix y exigía simplemente la proletarización de los temas. Fuera de esto, solamente cabía el «formalismo», término que se empleaba como sinónimo de burgués, o sea, enemigo de la revolución. Shostakovich fue uno de los primeros a los que se acusó de serlo por Lady Macbeth de Mtsensk. Basada en un relato de Leskov, la ópera cuenta la historia de una hacendada que se enreda con un criado y asesina primero a su suegro y luego a su marido para suicidarse al final arrastrando consigo a la joven con la que le engaña su amante. Aunque se han ofrecido múltiples interpretaciones –reivindicación de la rebeldía femenina, ataque a la clase de los comerciantes, etcétera–, la ópera aborda directamente el problema de la locura de la carne, algo a lo que por aquel entonces no era ajeno el compositor. La explícita representación musical de las escenas de sexo, particularmente las arremetidas de la cópula en el primer encuentro entre los protagonistas, sus jadeos y la lasitud posterior al coito, llevó de hecho a Prokofiev a describirla como pornofonía. Quizá fue esto lo que incomodó a Stalin la noche del 26 de enero de 1936 cuando abandonó junto a la plana mayor del Partido el palco del teatro antes del cuarto acto. De inmediato se hizo el vacío alrededor de Shostakovich. Era lo que pasaba en las cortes asiáticas cuando el soberano retiraba su apoyo a una persona. De pronto el destino del compositor, hasta poco antes tan seguro, estaba en el aire.
Como Larry Weinstein en su aplaudido documental Shostakovich Against Stalin: The War Symphonies o W. Vollmann en Europa Central, Barnes otorga gran relevancia a este episodio. Se trata, sin duda, de un instante decisivo en la biografía del músico, tan decisivo que resulta poco menos que imposible ocuparse de él sin mencionarlo (Sokurov logra hacerlo, no obstante, en un documental de 1981, Sonata para viola, pero la omisión, que incluye también a Stalin y el Partido Comunista, es tan significativa como la que se produciría si alguien pronunciara un discurso sobre el océano sin aludir ni una sola vez al agua). Hay también una razón estructural para que Barnes se arriesgue a repetir una historia tan conocida. La novela se divide en tres capítulos, cada uno de los cuales remite a una ópera: Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich, La gran amistad de Muradeli y Katerina Ismailova, o sea, Lady Macbeth revisada. Entre cada una de ellas hay doce años de diferencia, un plazo más que suficiente como para preguntarse de qué manera habría evolucionado el genio de Shostakovich de no haber sido perseguido por el régimen. Justamente esa cuestión es la que empuja al protagonista a considerar su vida y su obra como una totalidad indiscernible y no como dos actividades independientes. Shostakovich lo ve con claridad un día que piensa en las obras que habría podido componer y se acuerda de un texto de Gogol al que le hubiera gustado poner música, El retrato, la historia de un pintor que vende su alma al diablo a cambio del éxito y que al final de su vida tropieza con un cuadro de un compañero fracasado frente al cual siente que nada de lo que ha hecho vale nada. La moraleja de la historia es que «el que posee talento debe ser más puro de alma que cualquier otra persona». Pero, ¿y él?, ¿acaso no renunció él a la integridad con tal de seguir viviendo?, ¿entendería alguien en el futuro que su auténtico pensamiento no era el que expresaba en los discursos que le obligaban a leer las autoridades del régimen sino el que latía escondido en su música? Claro que quizá era demasiado ingenuo al confiar en la capacidad de los otros para descubrir que dices una cosa y piensas lo contrario. La ironía es difícil de detectar. Lo que le pasó con su primer concierto para violonchelo lo demuestra. Insertó una referencia burlona a la canción favorita de Stalin, Suliko, y ni siquiera el intérprete, nada más y nada menos que Rostropovich, reparó en ella. ¿Sería la ironía un pretexto para justificar su incapacidad para oponerse abiertamente a un régimen que se regodeaba en la destrucción de los héroes?
En el primer capítulo del libro encontramos a Stalin en el teatro viendo Lady Macbeth de Mtsensk. La obra lleva dos años en cartel y ha consagrado a su autor internacionalmente. Antes del cuarto acto, el dios bigotudo del Kremlin abandona la sala. Al día siguiente, en Pravda, un artículo denuncia la ópera. El Partido, decidido a quebrar el dominio burgués sobre las artes, exige a los compositores que miren por el pueblo. ¿Por qué Shostakovich compone piezas formalistas que sólo complacen a la decadente burguesía occidental en vez de melodías fáciles de silbar por los trabajadores en las fábricas? Barnes, como Vollmann, encuentra un paralelismo significativo entre la visión estética de Shostakovich y su visión del amor. Dmitri, todavía joven, cree en el amor libre, aunque acaba eligiendo «la dichosa calma del matrimonio»; análogamente, no acepta límites para la música, pero termina admitiendo que es un empleado del Estado cuyo deber es componer una música comprensible para las masas. El artículo de Pravda lo convence para dejar la sinfonía que estaba escribiendo (la Cuarta) y guardar silencio durante dos años, silencio que rompe con otra sinfonía (la Quinta) pensada de arriba abajo para agradar al oyente medio. La fiera en la selva se ha convertido en la fiera en el zoo.
El segundo capítulo del libro tiene también como excusa una visita de Stalin a la ópera. Es el año 1948 y se representa La gran amistad de Vano Muradeli, un compositor de poca monta que acostumbra a seguir fielmente el guión dictado por las autoridades. Esta vez, sin embargo, comete un error, pues ha preparado para conmemorar el trigésimo aniversario de la Revolución una obra sobre la consolidación del poder comunista en el Cáucaso y su interpretación de lo que allí ocurrió no coincide con la de Stalin. Por si fuera poco, con este desvío respecto de la verdad, Muradeli ha tenido la ocurrencia de incluir en la ópera la danza predilecta del tirano, la lezginka, pero en vez de tomar una versión del repertorio tradicional, la ha compuesto él mismo. Cinco días después, un decreto del Comité Central declara que su música, pese a su carácter melódico y patriótico, no es más que una suma de «confusas combinaciones neuropatológicas» para regocijo de formalistas. El compositor, habituado a la bajeza comunista, pide disculpas y achaca su desorientación estética a la nefasta influencia de Lady Macbeth de Mtsensk. Shostakovich, que se había congraciado con el régimen tras componer durante la invasión alemana su séptima sinfonía, Leningrado, se ve otra vez sometido a lo que Alex Ross ha llamado «rituales de humillación» a los que periódicamente eran sometidos los artistas rusos. Naturalmente, se le encuentra culpable de divulgar el mal estético, se le despoja a continuación de sus fuentes de ingresos y se le fuerza finalmente a reconocer sus errores. Para aliviar la penosa situación en que acaba encontrándose no tiene otro remedio que aceptar actuar como representante del Estado en el Congreso Cultural y Científico por la Paz Mundial que se celebra en 1949 en Estados Unidos. Barnes, sin apartarse un ápice de la verdad histórica, condensa alegóricamente todo lo que quiere decir en este capítulo en la pregunta que formula el compositor a una alumna del conservatorio en un examen: «¿A quién pertenece el arte?» La respuesta se encuentra en un cartel de Lenin que cuelga en la pared justo encima de Shostakovich, aunque él, por supuesto, no piensa que el arte pertenezca al pueblo ni al Partido (como tampoco era de la aristocracia, los mecenas y los coleccionistas), sino que es patrimonio de todos y de nadie, de quienes lo crean y quienes lo disfrutan. «El arte» –se dice en una frase que seguramente sea la clave del libro– «es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo». En contraste con esto, la narración de cómo el compositor defendió en Estados Unidos ideas opuestas a las suyas propias resulta desgarradora. El maestro se siente avergonzado de su conducta, ni siquiera le consuela pensar en que peor aún es lo que hacen todas esas celebridades occidentales que van a Rusia para defender un sistema criminal. Pero piensa en ellas. Lo hace al menos Barnes. «Querían mártires para demostrar la maldad del régimen. Pero el mártir tenías que ser tú, no ellos. ¿Y cuántos mártires harían falta para demostrar que el régimen era malvado auténtica, monstruosa, carnívoramente?»
El primer capítulo sucede en 1936; el segundo, en 1948; el tercero, en 1960. Jrushchov se ha hecho con el poder tras la muerte de Stalin. Las cosas cambian. El nuevo líder critica el culto a la personalidad y el terror estalinista. La posición de Shostakovich mejora, aunque se siente mal. Lady Macbeth ha sido autorizada con otro título, Katerina Izmáilova, y algunos retoques que sirven para atenuar los aspectos más escabrosos, en particular la escena tercera del acto primero, en la que los protagonistas fornican. El compositor tiene problemas de conciencia, una conciencia que Barnes compara con una lengua que hurga entre los dientes y encuentra huecos de muelas o dientes cariados. El reconocimiento oficial le permite moverse con libertad, pero las autoridades tratan de que se afilie al partido y acepte responsabilidades públicas. Su argumento es que se está haciendo borrón y cuenta nueva y hace falta para encarrilar la revolución la ayuda de los grandes nombres. Shostakovich cede «como un moribundo a un sacerdote». Son quizá las mejores páginas del libro. Barnes se adentra en el alma de su personaje y hace un esfuerzo máximo por comprender sus contradicciones. No se olvide que estamos hablando de alguien sometido durante años a una presión inconcebible, un hombre hecho añicos. Tenía, siempre tuvo, claro, el suicidio, la posibilidad del suicidio, pero nunca encontró el valor para optar por él. Una anécdota relatada al principio de la novela sirve al final para explicar el carácter del protagonista. Su madre lo llevaba de la mano a la casa de un amigo de la familia con quien había expresado varias veces su deseo de vivir, pero cuanto más cerca estaban de ella más se resistía el niño, hasta que la madre lo soltó y entonces él prefirió volverse.
Se ha sostenido que tras la muerte de Dios surgieron dos formas nuevas de salvación: la salvación por el arte y la salvación por la política. Esta última es la que elaboró concienzudamente Marx y trataron de materializar en Rusia Lenin y Stalin. Si algo aborrecían los bolcheviques era la tendencia burguesa a soslayar las angustias de la existencia a través de la poesía, la pintura, la literatura o la música. El realismo socialista surgió precisamente para neutralizar cualquier opción de que el arte representara una solución a los problemas humanos. Con su aspiración a tocar la esencia de lo real, entendido como aquello que escapa al mediocre denominador común, o sea, el pueblo y el Partido, los artistas se colocaron en el punto de mira de los tiranos totalitarios. Sólo la costumbre evitó que fueran pisoteados en masa. Entretenimientos sí; obras de arte, en absoluto. Esto colocó a la mayoría en una posición trágica: salvarse y perder a los suyos o salvar a los suyos y entonces perderse. Barnes ha sabido recrear admirablemente la tragedia de Shostakovich y por eso su libro, amalgamando con acierto la crónica histórica, la reflexión filosófica, el relato biográfico y la fantasía novelística, resulta muy recomendable.