POR SERGIO RAMÍREZ

Si Rubén Darío representó un hito para la poesía hispanoamericana, no menos importante fue su marca revolucionaria en la prosa, como cuentista, y como cronista de prensa. Pero, como señala José Emilio Pacheco «jamás tuvo la posibilidad de darse al trabajo continuo y sistemático que exige la novela».

Sus cuentos muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en verso, que tanta fama popular la dieron: La Cabeza del Rawí, El negro Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo, etc.

En sus crónicas periodísticas palpita el espíritu de la época que le tocó vivir, que fue de avances y descubrimientos. El telégrafo inalámbrico, el cable submarino, las rotativas, son instrumentos de una novedosa civilización, que imprimen a la prosa dariana una nueva velocidad y un nuevo acento.

En 1886, en sus años juveniles de Chile, escribió, junto con Eduardo Poirier, una primera novela, Emelina, escrita para un concurso convocado por el diario La Unión de Valparaíso, terminada en apenas diez días para llegar a tiempo antes del cierre del plazo. El crítico de su obra Francisco Contreras, contemporáneo de Darío, advierte que la novela «se resiente de las deficiencias de la improvisación y de la poca pericia de Darío en un género que nunca debía dominar. La sicología es arbitraria o nula, el hablar de los personajes convencional, las descripciones de Londres y de París librescas e ingenuas».

El mismo Darío la consideró «un pecado de juventud»: «en cuanto a la gran debilidad de esta obra, es aquella misma que Goncourt señala refiriéndose a su bellísimo e incomparable primigenio EN 18. Nosotros no hemos tenido la visión directa de lo humano, sino los recuerdos y reminiscencias de cosas vistas en los libros». Sin embargo, el ojo del cronista se advierte en el texto desde la entrada, cuando se narra un incendio que los bomberos acuden a sofocar. Ya para entonces Darío ejercía como reportero y cubría los sucesos policiales:

«Por todas partes la agitación, el ruido, el movimiento, cual si la ciudad hubiera despertado sobresaltada a influjo de algún golpe eléctrico. Luego, a medida que va aproximándose al lugar amenazado, vánse también distinguiendo allí bomberos de todas las nacionalidades, uniformes de diversos colores y variedades; y pasan en rápido desfile, se confunden y se agrupan, y se estrechan, las ensacas rojas con las azules, los cascos de bronce con los de reluciente cuero; y se codean, y se empujan, y se mezclan con la admirable confraternidad del deber, ingleses y chilenos, italianos, alemanes y franceses».

Intentó otras novelas que nunca terminó: Caín (1895), y El hombre de oro (1897), durante sus años argentinos; La isla de oro (1906) iniciada en Mallorca; y Oro de Mallorca (1913), de la que consiguió unos cuantos capítulos, publicados a manera de crónicas en el diario La Nación de Buenos Aires. Hablaremos de estas dos últimas, que valen por su prosa, y por lo que tienen de confesión autobiográfica.

En Oro de Mallorca Darío escogió como alter ego a Benjamín Itaspes (no es coincidencia que Itaspes fuera el padre del rey Darío de Persia), un músico latinoamericano de paso por la isla de Mallorca, quien le cuenta a la parisiense Margarita, una escultora, la conspiración de que fue víctima en su país de origen cuando lo forzaron a casarse. Viudo a los 25 años, confiesa, era «un buen partido». Pero también «un buen ingenuo».

Lo que busca en esta novela trunca, o intento de novela, es contar un episodio de su propia vida, cuando, tras la muerte de su esposa Rafaela Contreras, se encuentra en Managua con su viejo amor de adolescencia, Rosario Murillo, con la que es obligado a casarse mediante un ardid de folletín.

Una tarde fue llevado por Rosario a una casa abandonada, al lado de la vía férrea frente al lago Xolotlán. Subieron a la segunda planta por una vieja escalera que crujía bajo sus pasos, y una vez dentro del aposento, donde sólo había una cama de fierro y un aguamanil desportillado sobre un banco, de una pieza vecina, separada por un tabique, salió de pronto el hermano mayor de Rosario, Andrés Murillo, armado de un revólver, y detrás suyo, un cura de sotana enlutada, como un ave carroñera.

La boda forzada se celebró esa misma tarde en casa de la novia, y ofició el mismo cura que había aparecido en escena en la casa abandonada. Y la noche de bodas sufrió «la más terrible decepción de su vida», al encontrar que la novia no era virgen:

«Había acariciado la visión de un paraíso. Su inocencia sentimental, aumentada con su concepción artística de la vida, se encontró de pronto con la más formidable de las desilusiones. El claro de luna, la romanza, el poema de sus logros, se convertía en algo que le dejaba el espíritu frío; y un desencanto incomparable ante la realidad de las cosas, le destrozó su castillo de impalpable cristal. Ello fue el encontrar el vaso de sus deseos poluto…¡Ah, no quería entrar en suposiciones vergonzosas, en satisfacciones que la darían una explicación científica! La verdad le hablaba en su firme lenguaje: “el obex”, el obstáculo para su felicidad, surgía.

Un detalle anatómico deshacía el edén soñado…la razón y la reflexión no pueden nada ante eso. Es el hecho, el hecho que grita. Su argumento no permite réplica alguna…»

La novela se inicia en el puerto de Marsella, donde se halla anclado el barco que llevará a Benjamín Itaspes a Palma de Mallorca. Desde el inicio, Darío muestra la garra del prosista que registra lo que ve en todos sus detalles:

«El barco blanco de la Compañía Isleña Marítima se hallaba anclado cerca del muelle marsellés. El sol del mediodía estaba esquivo en la fresca mañana. Acompañado de un amigo, Benjamín Itaspes fue a bordo, se posesionó de su camarote, entregó su equipaje. Como ya se iba a partir, se despidió del amigo y se puso a pasear sobre cubierta. Él era el único pasajero de primera. Por la proa, escasa gente, toda mallorquina y catalana, posiblemente del pequeño comercio, conversaban en su áspera lengua. El vapor era limpio y bien tenido; con todo, había un vago olor muy madre-patria… La cocina estaba sobre el entrepuente y se veía a un cocinero sórdido manejar perniles y pescados. A un lado suyo, en una especie de jaula, había cecinas; sobreasadas, cebollas, pimientos rojos y salchichones. De cuando en cuando salía un fogonero, todo negro, de una puerta lateral. Cogía un botijo que había al alcance de su mano, y bebía a chorro. Luego volvía a descender a su carbonera…».

El pasajero es Darío mismo en su viaje a Mallorca en el otoño de 1912, cuando acude en busca de la paz monástica que le ofrecen don Juan Sureda y su mujer, la pintora Pilar Montaner, en su retiro del palacio del Rey Sancho en Valldemosa.

Sus cuentos muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en verso, que tanta fama popular la dieron: La Cabeza del Rawí, El negro Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo, etc

Se encuentra en uno de sus heroicos periodos de búsqueda de la abstinencia alcohólica, y su anfitrión, Sureda, era un asceta caballero que guardaba un hábito de monje cartujo para que le sirviera de mortaja. No probaba el licor. Su esposa Pilar Montaner, era pintora de almendros floridos, pinares y olivos, El palacio del Rey Sancho formaba parte de las antiguas instalaciones del convento de la Cartuja, desamortizadas en 183, donde años atrás habían vivido en una de sus celdas, tomadas en alquiler, Federico Chopin y George Sand.

Darío permaneció al lado de los Sureda desde octubre de 1913 hasta diciembre del mismo año, ilusionado en curarse de la bebida. Sus esfuerzos fueron vanos, sin embargo, y pronto volvió al lado de su antiguo binomio de W&S (whisky and soda), recaída que lo llevó a una de sus peores crisis, hasta el delirium tremens. En una de las treguas que le dio el licor, se hizo fotografiar con el hábito de cartujo que guardaba Sureda, y luego se marchó a Barcelona, para nunca regresar a Mallorca.

Su cruenta batalla para lograr el estado de gracia de la abstinencia, lo describe en El oro de Mallorca:

«Notaba, con gran contentamiento, que no sentía la necesidad de los excitantes, lo cual contribuiría, según los médicos, al completo restablecimiento de su bienestar físico y moral. Aunque se encontraba débil, después de la última crisis que le postrara por largos días, en cama, no recurría a los por toda su pasada vida habituales alcoholes. Apenas, de cuando en cuando, si las fuerzas estaban muy flacas, tomaba unos sorbos de un vino medicinal de quina, amargo y meloso a un tiempo, que si le fortalecía por instantes, le causaba ardores y alfilerazos estomacales. Tenía sus consecutivos padecimientos por donde más pecado había; porque el quinto y el tercero de los pecados capitales habían sido los que más se habían posesionado desde su primera edad de su cuerpo sensual y de su alma curiosa, inquieta e inquietante…».

Como el mismo José Emilio Pacheco señala, «las divagaciones arrastran hasta anular lo que pudo haber sido materia narrativa». Eso mismo hace que no sea capaz de construir un argumento, ni cerrar una trama, ni dar continuidad a la composición de los personajes, porque no hay constancia en la escritura. Pero muestra las armas del narrador que no descuida su percepción del paisaje:

«El día brillaba, y el oro matinal envolvía las cumbres de los montes circundantes. Las piedras semejaban en las alturas bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y obscuros, algunos entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas, al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos. Un grupo de mozas apareció; algunas llevaban cestas para recoger las aceitunas que, desprendidas de los árboles, ennegrecían el suelo…».

El mismo intento fallido aparece en su novela anterior, La isla de oro, resultado de su primera estancia de 1906 en Palma. Había llegado en compañía de su compañera Francisca Sánchez y de María, su cuñada, para pasar una temporada de descanso, varios meses antes de su viaje a Nicaragua, emprendido en octubre de se mismo año. Rentaron el chalet El Torrero de la calle 2 de mayo, en El Terreno, entonces un suburbio nuevo de Palma, situado entre el mar y las colinas sobre las que se alza el Castell de Bellver, donde estuvo prisionero Jovellanos.

Rubén envió a París a Francisca para arreglar unos asuntos concernientes con la presencia de su antigua esposa Rosario Murillo, presente como ya vimos en las confesiones de El oro de Mallorca. Había llegado desde Nicaragua para incordiarle la vida, amenazando con embargar sus sueldos de cónsul y sus pertenencias. Las comunicaciones con la embarcación en que Francisca viajaba a Barcelona se perdieron, se temió un naufragio, pero al fin la nave pudo atracar, los pasajeros salvos pero la partida de cerdos que el barco llevaba, barridos de cubierta por el oleaje, perecieron ahogados casi todos.

En La isla de oro, él mismo es, otra vez, su propio personaje, y dialoga con una enigmática dama inglesa, Lady Perhaps, necesariamente dubitativa según su nombre, con la que sostiene un largo diálogo que incluye a los cerdos:

—Y esa tremenda George Sand —me dijo—, que no encontró animal más apropiado en que ocuparse, durante su «Invierno en Mallorca», que aquel que fue llamado «mon ange» por Monselet, y al cual los parisienses y las parisienses miran con singular interés.

—No encuentro eso de gran extrañeza, mi querida interlocutora. Tal animal es un animal interesante. En vuestro portentoso Shakespeare, se llama Falstaff, y en nuestro único Cervantes, se llama Sancho. Alguien ha dicho famosamente que todo hombre tiene en sí un animal de ésos, «qui sommeille»…

«Todo hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme, ¿el tuyo duerme profundamente?», dice Monselet.

Darío sólo descubre al llegar a Mallorca, que George Sand había vivido en la isla, y sabe muy poco de ella, como se muestra en su poema «Epístola», una larga crónica en alejandrinos dirigida en forma de carta a Juana Lugones, esposa de Leopoldo Lugones, y que escribió en Mallorca durante aquella primera estancia de 1906:

Y hay villa de retiro espiritual famosa:
la literata Sand escribió en Valldemosa
un libro. Ignoro si vino aquí con Musset,
y si la vampiresa sufrió o gozó, no sé…*

El asterisco indica una nota de pie en la que corrige la información:

He leído ya el libro que hizo Aurora Dupin.

Fue Chopin el amante aquí ¡Pobre Chopin!»

Pero ni Chopin ni George Sand, personajes de novela, son propiamente el tema de La isla de Oro, que se queda en la hermosa crónica de un viaje de descubrimiento, sensorial y verbal de la Mallorca la que Darío habría de volver, siempre en busca de paz espiritual, y que sería para siempre la isla de oro.