Olga Merino
Cinco inviernos
Alfaguara
187 páginas
Ni la autora ni la editorial que la publica podían prever, cuando firmaron el contrato de edición, que un mes después de la publicación de Cinco inviernos (en librerías desde enero de 2022), Rusia invadiría Ucrania. Tampoco lo podría imaginar la Olga Merino de 28 años que firma esos cuadernos de reportera en el Moscú de los primeros noventa, y que visita Chernóbil, en suelo ucraniano, para un reportaje.
Ese es uno de los atractivos extraliterarios del libro: la relación entre aquella Rusia a estrenar, tras el desmantelamiento torpón de la URSS, y la actualidad protagonizada por un Vladimir Putin cuya supervivencia en el poder se entiende por entradas como esta: «Putin ha apuntalado el Estado ruso y recuperado cierta proyección de potencia internacional. Los rusos viven ahora mejor. Un poco mejor».
Lo dice una de las dos voces que nutren el relato. Porque Cinco inviernos se lee como un diario de dos dimensiones; una, la de los cinco años que pasa la autora en Rusia, de 1993 a 1998, y la otra desde un tiempo ‘presente’ que podemos fijar en torno a 2015. En la parte de puntos menos brillantes o discutibles, este diálogo entre las dos ‘olgas’ quizá sea prescindible, sobre todo porque se genera cierta confusión al no haberse introducido algún elemento gráfico, otra tipografía, por ejemplo, para distinguir ambas voces.
Quizá la intención de la autora era presentar a esa Olga Merino (Barcelona, 1965) del ayer y del hoy, la mirada algo paternalista desde la madurez, aunque esto pueda lastrar un ritmo narrativo, como suele ser habitual en el diario literario, poco dinámico a pesar de ciertos temas recurrentes. De hecho, culminar el libro con un relato de ficción quizá sea otra decisión discutible en cuanto que le resta la redondez a la que toda obra aspira.
Sobre todo, si es una obra con tantas luces como Cinco inviernos, mosaico de aquella Rusia que Boris Yeltsin se aceleró a privatizar, pero también el relato íntimo de una mujer en la encrucijada: crisis de vocación (periodismo frente a literatura) y crisis personal: ser madre o apostar por la vida creativa sin cesiones. Porque no basta una habitación propia, sino una habitación vacía, reconocerá, parafraseando al nobel Imre Kertész que renunció a la paternidad para escribir.
Esa parte introspectiva, esos insertos de puro diario íntimo, con la generosidad de abrir lo privado al lector anónimo, no desmerecen de las mejores páginas del género. Como en la escena en que una ginecóloga, «con un aire hombruno, muy resolutiva», le espeta: «¿Por qué no tiene usted un hijo?».
Pero el peso específico del libro se encuentra en su propio cometido, que la autora logra con creces: mostrar esa Rusia que sobrevive a duras penas a sus políticos, a su historia. Y hacerlo de la manera más expresiva posible, a través de la metonimia, de mostrar partes bien seleccionadas que conforman ese particular todo. Como el uso de esas bolsas de nylon denominadas avoska, que se traduce como «por-si-acaso», y que reflejan la precariedad de una sociedad entonces a la espera de lo que cayera. Un pueblo «en eterna espera».
El binomio «privatización salvaje» aparece a menudo para describir el nuevo orden ruso en que la televisión bombardea ahora con anuncios de chocolatinas americanas, que si Snickers y Mars. De fabricar calefacciones de tubo para submarinos se ha pasado a la fabricación en serie de bienes de consumo: teteras, samovares, planchas y ollas a presión en plantas de producción con retratos de Margaret Thatcher.
Cinco inviernos nos aporta los polvos que ayudan a entender estos lodos. Como la carta magna que redactó para sí mismo un golpista como Yeltsin que le brindó unas atribuciones casi de zar y que explicaría la supremacía un Vladimir Putin instalado en el poder: «Aún se vale de ella». Unos plenos poderes con los que el entonces presidente ruso, Yeltsin, «destruyó la industria soviética».
Es una de las lecturas que ofrece al compartir en estas páginas sus hallazgos como periodista que, como el maestro Juan Martínez, estaba allí. Pero, además, logra de manera elegante sumergirnos en «el alma rusa», un territorio que no se acaba nunca, en sentido literal y figurado. En sus trayectos por «la campiña monocorde» y los «kilómetros de taiga sin fin» lo aprendió en carne propia. Como aprendió, tras ese lote de inviernos, que ese no era su lugar en el mundo ni el periodismo su camino, lo cual añade un sutil sonido a canto del cisne existencial.