El salvadoreño Salvador Salazar Arrué (1899-1975), más conocido como Salarrué, representa, por una parte, la culminación de la corriente vernácula que se define luego en regionalismo; y por otra, la pretensión de acceder hacia una literatura cosmopolita a través del esoterismo.
Su narrativa repite permanentemente estas dos instancias, alternándolas a lo largo de su escritura, lo vernáculo y lo cosmopolita; la que se enraíza a partir de Cuentos de barro (1934) y que pueblan los indios de Izalco, arquetipos del mundo campesino; y una cosmópolis teosófica que tiene por escenarios remotas regiones atlántidas, a partir de O’Yarkandal (1929).
Salarrué publica sus dos primeras obras en el año de 1927: El Cristo negro, un relato lineal, y El señor de la burbuja, un intento de novela, al cabo malogrado.
En ambos campea ya lo que llegaría a ser una de sus preocupaciones definitivas: el verdadero carácter del bien y del mal, concebidos como fuerzas antagónicas de un debate moral en el que el mal debe desempeñar un papel redentor; esta proposición que es el tema central de El Cristo negro se repite más tarde en muchos de sus escritos: «La santidad positiva consiste en dar la cara al mal y no al bien. Cuando se ha comprendido el propósito de la vida se llega a estar en condiciones de dar la cara a Satán, porque quien sabe, quien tiene certidumbre de que Dios guarda sus espaldas, no flaquea» dirá en 1934 en un ensayo sobre «Los santos y los justos». La concupiscencia, el robo, el crimen, el sacrilegio no son más que formas de santidad, actos ejecutados para evitar que el prójimo peque por sí mismo, una apropiación beatífica del infierno para evitar que los otros caigan en el infierno.
Para el tiempo en que aparece publicado O’Yarkandal en el año de 1929, Salarrué ha comenzado a definir su universo esotérico. O`Yarkandal trae un mapa del imperio Dahdálico, con sus mares de Edimapura, Xibalbay y Dundala, sus islas y continentes de nombres que evocan extraños parajes orientales, pero también toponimias aborígenes.
A través de las sucesivas reencarnaciones, el autor no es más que un sobreviviente del imperio sepultado de la Atlántida, y sus creencias, al tocarse con la más absoluta de las fantasías, le llevan a inventar, o recordar, hasta el último recodo de la Dahdalía. Paraísos encantados, ciudades de hombres alados, islas a la deriva que cruzan por mares ignorados.
El lenguaje y la invención de O’Yarkandal penetran dentro de la tradición de los libros sagrados, y de las literaturas orientales, siguiendo incluso una estructura como el de los cuatro vedas: Amur, Ur, Surgabar, Tatulav, Angara, Siaphata… «Las fuentes que surten mi lengua y alimentan mi espíritu proceden, no de una fantasía vacua y desbordante, sino de una tradición verbal y suntuosamente humana», dice al abrir sus historias.
Remontando el Uluán (1932), concebida dentro de la misma intimidad fantasiosa del lenguaje poético de todos los relatos de O`Yarkandal, penetra ya más profundamente dentro del credo teosófico del joven Salarrué, y la narración del misterioso viaje a lo largo del río Uluán, también una radical invención, se convierte en una experiencia astral.
Y los desplazamientos a grandes velocidades semejantes al vuelo, la refundición de los sentidos en uno solo, formando un cuerpo único de sensaciones; la existencia de un cuerpo mental, o cuerpo búhdico, hasta llegar a la plenitud de la verdad, en que ya el hombre no está sujeto a las pasiones o deseos, fundiéndose con la unidad divina.
La filosofía esotérica llegaba entonces a Centroamérica con distintos ecos no sólo a los escritores, sino también a los educadores y políticos de la época, desde la ya añeja francmasonería que había coloreado las conspiraciones liberales y las guerras morazánicas del siglo anterior, al credo rosacruz y a una teosofía militante que ya en El Salvador tenía a su más prestigiado propagandista al filósofo don Alberto Masferrer, a quien Salarrué pidió escribir unas líneas de introducción para presentar O`Yarkandal.
Examinada la obra narrativa de Salarrué desde la consecuencia última de toda creación, que es su permanencia, no hay duda que la corriente que se impone representa Cuentos de barro, libro publicado en 1933, y a la que se suman principalmente Trasmallo (1954) y Cuentos de cipotes (1945/1961).
Salarrué nació en Sonsonate, cabecera del departamento del mismo nombre en el occidente de El Salvador, tierra de los izalcos, descendientes de tribus aztecas emigradas desde México. Son los personajes de Cuentos de barro, y es la tierra de su infancia.
Con Cuentos de barro logra no sólo la mejor de las realizaciones artísticas que el relato vernáculo pudo alcanzar en Centroamérica, sino que en muchos sentidos prepara también su agotamiento, pues a partir de entonces, pese a la nutrida cauda de seguidores que el género gana dentro del estilo literario propio de Salarrué, breve y metafórico, ya nunca más vuelve a alcanzar aquella excelencia.
Raptos y venganzas de amor, velorios y duelos a machete, aguardiente clandestino y embrujos, procesiones de rogativa para la lluvia, pasan a totalizar el mundo narrativo, y es la comarca poblana, el caserío, la finca, la expresión de ese mundo, que hunde sus raíces en el subsuelo de la tradición indígena.
Salarrué concibe sus cuentos como Huidobro la poesía, que debe gustar por su unidad y por la fuerza de sus imágenes inéditas, propiedades que se encuentran condensadas en el hai-kai japonés, que trae a América José Juan Tablada, y que para la época en que se escriben los Cuentos de barro, está en su apogeo, brevedad del trazo poético y cierta sensorialidad oriental heredada del modernismo.
El tono nostálgico del haikai, la permanente alusión al paisaje, la sugestión por medio de la brevedad y el lirismo, la captación fugaz de situaciones y coloraciones del medio, la imagen exabrupta y la plasmación esquemática de paisaje, y en fin, esa ebullición del tumulto de metáforas que son características del haikai, integran línea a línea la concepción artística de Cuentos de barro.
Salarrué concibe sus cuentos como Huidobro la poesía, que debe gustar por su unidad y por la fuerza de sus imágenes inéditas, propiedades que se encuentran condensadas en el hai-kai japonés, que trae a América José Juan Tablada, y que para la época en que se escriben los Cuentos de barro, está en su apogeo, brevedad del trazo poético y cierta sensorialidad oriental heredada del modernismo
Pero los cuentos buscan en un siguiente plano una identificación con el lenguaje popular, el habla campesina matizada de valores arcaicos, voces indígenas. Una apropiación desde dentro de los personajes, como si la única manera de interpretar el mundo en palabras, para un campesino, fuera desde una textura lírica.
Para toda una época de la literatura vernácula centroamericana, el indio, el campesino, y su paisaje, no fueron más que una invención, una realidad tan gaseosa como la de los planes astrales: por mucho tiempo, el escritor académico no hizo más que tender sus redes en el vacío para hacer su pesca milagrosa, provocando una falsificación sin límites de situaciones y personajes, como si el mundo rural colocado debajo de sus pies fuera el más lejano y extraño de los universos románticos, falsificaciones que alcanzaron, antes que nada, al lenguaje.
Pero los cuentos vernáculos de Salarrué no sólo penetran un plano real y concreto por debajo de la superficie metafórica de su construcción, sino que logran deslindar y reproducir verdaderas relaciones sociales, conflictos de dominio; el personaje de Cuentos de barro es el indio de Izalco, dueño de un habla vernácula que Salarrué tamiza a través de un filtro poético, de unas costumbres y unas creencias que afloran en los relatos; y es también el siervo de la tierra, el colono desposeído que recibe un pequeño jornal a cambio de una oferta abierta de su fuerza de trabajo.
En este plano, no son personajes pintorescos arrancados a lo que más tarde serían las estampas litográficas de los calendarios de turismo, sino aparceros, campesinos sin tierra, trabajadores estacionarios, pescadores sin fortuna, contrabandistas, peones, familias desarraigadas que emigran hacia Honduras con un fonógrafo a cuestas, atraídos por la fiebre del banano, o hacia las ciudades cabeceras de provincia, y hacia la capital.
Los relatos vernáculos de Salarrué eliminan de su contexto la visión arcádica que la literatura costumbrista había impuesto al mismo mundo rural que él describe, pues las relaciones inocentes y felices que se daban en esta literatura estaban lejos de informar el proceso histórico salvadoreño del primer cuarto de siglo, donde la tónica de las sucesivas dictaduras militares impuestas por los terratenientes había sido la expropiación masiva de tierras a los indígenas, sobre todo en las fértiles regiones del occidente del país, creándose así un estado de servidumbre agraria.
Y la aparición de Cuentos de barro en 1933 responde a una coyuntura cultural que no puede pasar desapercibida. Al advenir la crisis económica mundial de 1929, comienza a desatarse una feroz represión popular en El Salvador; impera lo que en la historia del país se conoce como «el terror blanco», la policía ametralla manifestaciones de mujeres, se asesina a los campesinos, son quemados sus cultivos.
En diciembre de 1931 llega al poder a través de un golpe de estado el general Maximiliano Hernández Martínez, y en enero del siguiente año, se levanta una de las más formidables insurrecciones campesinas que registra la historia de América Latina.
El ejército desata una represión que deja cerca de treinta mil muertos; Izalco, Nahuizalco, Salcoatitán, Sonzacate, que son aldeas de los izalcos, poblados de los campesinos de Cuentos de barro, son barridas por el fuego de la metralla; los indios izalcos asesinados son los indios de Cuentos de barro; y hay un Feliciano Ama, cacique de Izalco, caudillo de su pueblo, jefe de la cofradía del Espíritu Santo, que muere ahorcado en una plaza pública como cabecilla de la rebelión, que parece salido de las páginas de Cuentos de barro.
Aunque más tarde en Trasmallo, la colección de cuentos publicada en 1953, Salarrué dejaría testimonio de esta represión en el cuento El espantajo, la publicación de Cuentos de barro en el año de 1933 tiene una verdadera significación política, porque en periódicos, en emisiones radiales, en folletos, en libros, se pide nada menos que la erradicación total de los indios.
El ciclo vernáculo de Salarrué habría de cerrarse con La espada y otras narraciones, publicado en 1960, y que en verdad contiene tres libros diferentes: La espada, Breves relatos y Nébula nova. La última de las tres colecciones se aparta totalmente del tema regional y entra en los territorios cosmopolitas de Salarrué.
Para el tiempo de la publicación de sus primeros relatos regionales en los periódicos salvadoreños, Salarrué comenzó a publicar sus «Noticias para niños» a manera de rellenos en las páginas del diario Patria que dirigía don Alberto Masferrer, y a cuya planta de redacción pertenecía.
De las «Noticias para niños», surgieron los Cuentos de cipotes que también comenzaron a publicarse en Patria alrededor de 1928, y que se recogieron en libro por primera vez en 1945, para lograr su edición definitiva, con la incorporación de todos los textos, en 1961.
El encanto de los Cuentos de cipotes reside esencialmente en su pretensión de reproducir el lenguaje coloquial de los niños salvadoreños, un lenguaje que ya es urbano y callejero; utilizando siempre la metáfora, sólo que deformada en distintos juegos sintácticos, este lenguaje se alimenta de retahílas, refranes, deformaciones, contracciones, neologismos. Son relatos verbales que en su incontenible fluir arrastran la anécdota, que es a veces tan inocente como intrascendente, pero por la misma apropiación del juego sinfín de palabras, no menos graciosa.
«Son los cuentos que nuestro niño nos está contando, a su manera -dice Salarrué en “¿Qué hay en los cuentos de cipotes?”, que sirve de introducción al libro-, no a mi manera sino a su manera… se cuentan en todas partes pero el adulto no está escuchando por una sencilla razón: porque no cree al niño capaz de contar un cuento que pueda oír un mayor… él no quiere descender hasta ese plano mínimo de la atención y el propósito del niño falla; quizá nace fallido porque sabe de antemano que el adulto no lo entiende; pero sabe además que el niño compañero lo atenderá menos, y no teniendo el Cuento de cipotes la atención concentrada del adulto se rducirá el cuento a mera chacota, divierta, motivo de risa crónica…».
Son, pues, relatos contados en soledad por el niño, que se sabe sin auditorio posible: «El cuento de cipotes es la magia que provoca al adulto que hay en el fondo del niño para consolar al niño que hay en el fondo del adulto».
De su juventud en que conoció bastante de esa bohemia centroamericana, alegre y dispendiosa, que congrega a los amigos para curarlos de las frustraciones culturales; de sus días en el galpón de la Cruz Roja Salvadoreña; de sus estudios de pintura en Estados Unidos, inscrito en Washington en la academia de un ruso gracias a la exigua beca que le otorgara el gobierno de los hermanos Meléndez, una de las escasas gracias de aquella dictadura; de sus estancias en Nueva York; de su retraimiento y de sus rechazos, pues renunció a los pocos meses al único cargo burocrático que tuvo, fuera de sus servicios diplomáticos, como director de Bellas Artes de El Salvador; de todo eso, en fin, obtuvo esa firmeza moral desde la cual referirse en dos instancias diferentes a sus dos mundos, para él reales y concretos, sólo que ubicados en distintos planos astrales: el de Cuentos de barro y Cuentos de cipotes; y el de sus atlántidas sumidas bajo un mar ignoto, desde la cual llegaba a su propia época, como último sobreviviente, al que pone pie en O’ Yarkandal.
Contar fue desde siempre su modo de resistir en el mundo. Y desde esa resistencia solitaria, su obra narrativa vindica el oficio de escritor en Centroamérica.