Laurence Debray
Hija de revolucionarios
Traducción de Cristina Zelich
Anagrama, Barcelona, 2018
224 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)
Hija de revolucionarios es una narración política, de ritmo trepidante a la manera de las novelas de espías —con un toque hollywoodense, levemente woodyallenesca—, en la que Laurence Debray (París, 1976) intenta reconstruir la vida —apenas la familiar, pero sí la otra, la secreta— de sus padres. Hija del filósofo Régis Debray, un padre cuya religión es el talento, la inteligencia y la política, aunque como padre nos lo muestra ausente, y de la antropóloga Elizabeth Burgos, una madre independiente, brillante y enigmática. Juntos, abrazaron la causa revolucionaria de Fidel Castro y del Che Guevara en los años sesenta y setenta e hicieron de sus vidas un incesante compromiso político.
La narración tiene dos tiempos: una investigación histórica acerca de la juventud de sus padres, principalmente enfocada en la década de 1963 a 1973, una época determinante en la vida de sus progenitores, y una narración autobiográfica que empieza en 1976, fecha del nacimiento de Laurence Debray. Ambas partes son interesantes, por razones distintas. La primera, por ser un documento exhaustivo de dos personas extraordinarias; la segunda, por narrar una vida que se construye contra los modelos paternos, que vive la utopía revolucionaria desde las carencias que como hija supuso ser, no centro de una idealizada felicidad conyugal, sino testigo del reverso de los ideales de una época. Si bien para la niña que fue Laurence la familia era su centro referencial, Régis y Elizabeth, por proximidad cultural e ideológica, se sentían más cómodos en la emulación de la pareja sartreana que en la vida circular de las familias. De su padre dice en un momento dado: «Sus costumbres eran tan disolutas como intransigente su compromiso político». La segunda parte de la novela es la construcción de Laurence en base a lo que sus padres «no eran», una construcción desde el rechazo.
El secreto de esta atípica familia, que continúa en parte incluso hoy, fue el pasado revolucionario de sus padres, quienes envolvieron de silencio su subversiva juventud. Quizá rasgo de carácter heredado de la clandestinidad o reserva fruto de la distancia ideológica con una hija que, desde muy niña, manifestaba no encajar en un mundo que Laurence define como polarizado, sin matices: el de una izquierda radical, comprometida a la par que dogmática. A esta reserva se suma el que la propia hija durante mucho tiempo no quiso saber, se sentía protegida ignorando un peso intuido. Así que «eso» quedó a un lado. Pero «hay cosas que nos alcanzan cuando menos lo esperamos». En junio de 2014, mientras presentaba su biografía del rey de España, Juan Carlos de España, un periodista le hizo una pregunta inquietante.
Abro un breve paréntesis para observar la forma monárquica que adquiere la rebeldía de esta hija de revolucionarios. Laurence es profundamente juancarlista. También es anticastrista y antichavista. Además, ha trabajado diez años en el mundo de las finanzas, tres en Wall Street, en los mercados bursátiles latinoamericanos, y siete en Francia. Pero se le está pasando, algo de la intensa carrera en dirección opuesta a sus padres se relaja en esta memoria familiar, que hay quien ha visto como un ajuste de cuentas. Hija de revolucionarios es, desde la oposición ideológica, un puente. Pese a que a la misma edad en la que sus padres hacían la revolución a ella le interesaba la implacabilidad de las cifras y la dureza de las relaciones profesionales de Wall Street, en donde no se sentía bajo la mirada inquisidora de sus padres, algunos avatares personales, la conmoción del 11-S, la maternidad y la experiencia de la vulnerabilidad han llevado a Laurence Debray a la escritura, que, en ella, parece ser territorio de cierta reconciliación y de construcción de su propia identidad.
La pregunta que quedó suspendida en este relato, y en la mente de Laurence Debray tras aquella presentación, fue si era hija de quien entregó al Che Guevara en Bolivia. No supo qué responder. De ese desconcierto surge este libro. ¿Era la hija de un idealista —por disconforme que ella estuviera con sus ideales no deja de haber una soterrada admiración— o de un delator? Efectivamente, según algunas versiones, Régis Debray habría «entregado» a Ernesto «Che» Guevara al informarle a la CIA de su paradero en Bolivia. Laurence, en esta suerte de autobiografía familiar, lo desmiente en base a sus investigaciones, pero no dice que su padre lo desmienta, simplemente que, ante la pregunta, se abstiene de dar una respuesta. En una entrevista, ante la posibilidad de la delación, contestó: «¿Quiénes somos para juzgar a alguien que se derrumba bajo tortura? ¿Qué haría yo? No lo sé. Nadie puede contestar esa pregunta. Entonces, mejor callarse».
Hay una incomprensión que subyace en el libro y que plantea una brecha generacional: «¿Cómo un superburgués parisino, alguien que sólo había estudiado filosofía, se mete en una guerrilla en América Latina?». La incomprensión de esta incógnita deriva en una desaprobación a «aquella generación de universitarios, que no habían hecho la guerra y que rechazaban el ideal de coche y nevera» y que «se aferraron al proyecto revolucionario para dar sentido a su vida. No tenían que afrontar el paro, el desamparo de los barrios periféricos, la carrera por sumar años de cotización, ni la miseria de los finales de mes». El poder del lirismo político del marxismo es inescrutable para ella: sus padres dedicaron su vida por una fe que le resulta opaca.
Y es que, como ella, sus padres también son hijos de una cultura que desdeñaron. Si en algo se parecen, es en que se construyeron, asimismo, contra sus progenitores, algo tan antiguo como la vida misma. Régis venía de la burguesía parisina, era un estudiante de la Escuela Normal Superior que a los veintitrés años llegó a Caracas para rodar un documental sobre la guerrilla, dirigida por Douglas Bravo y los hermanos Petkoff en la selva del Falcón. Quería hallar su lugar en la historia. Huía de un entorno burgués y de una familia que, en su opinión, no estaba a la altura de la gran historia. Una familia que vivía un distinguido barrio próximo al Boulevard Haussmann y veraneaba en una suntuosa casa normanda cerca del mar, con un bello jardín y habitaciones tapizadas. Tenían chófer, jugaban al golf, se leía y se escuchaba música clásica.
Elizabeth Burgos, su madre, es una caribeña venezolana procedente de un entorno también acomodado, aunque más rígido. Una Venezuela «anterior al petróleo. Un mundo tradicional que vivía de las haciendas, al ritmo de las estaciones del año y de las cosechas de café y cacao, un mundo culto y refinado». En rebeldía al colegio represivo de las monjas, a la vigilancia ideológica de su entorno familiar y, en especial, de su madre, con apenas quince años se afilió a las Juventudes Comunistas. El Partido Comunista le brindó la oportunidad de viajar a Europa gracias a su título de enfermera. Allí conoció a Man Ray y a su mujer Juliet, conversó repetidas veces con Tristan Tzara. Se sintió libre. A su regreso a Venezuela, se reincorporó a las redes comunistas que, por orden de Fidel Castro, habían iniciado la lucha armada contra el socialdemócrata Rómulo Betancourt.
Uno y otro se encuentran cuando el único contacto que tenía Régis en Venezuela, Oswaldo Barreto, pensó en la más francófila de su círculo, Elizabeth Burgos, para hacer de cicerone de la clandestinidad y del compromiso político. No tardaron en comenzar a montar redes, organizar entregas de armas y cambiar de domicilio para no dejar rastro. Cuando Oswaldo fue violentamente interrogado y detenido, la pareja no se sintió segura en Caracas y se refugiaron en Colombia, hasta llegar a Bogotá, donde otra guerrilla causaba estragos. La hija los llama con cierta sorna en esta época «nuestros aprendices de revolucionario». También fueron a Perú, de donde fueron expulsados y llevados a la frontera chilena y, de ahí, a Santiago. Su padre comenzó a redactar un polémico ensayo sobre la aplicación del castrismo en el resto de América Latina. Eran radicales, con una convicción sin fisuras. Para ellos Allende era «un burgués demócrata, por tanto un hombre poco recomendable, que no quería someterse al dictado de la Revolución cubana».
No tardaría Régis en convertirse en uno de los guerrilleros de máxima confianza del líder máximo. Son interesantes las narraciones en las que Laurence habla de la nocturnidad de Castro, de sus conversaciones con sus padres hasta el amanecer, de su vigor al día siguiente tras unas escasas horas de sueño, del respeto intelectual que sentían unos por otros. O de la admiración hacia el Che, al que habría acompañado en su última incursión en la selva boliviana, en donde había intentado crear junto a él un foco para la revolución mundial. Allí es donde Régis sería apresado, torturado y condenado a treinta años de prisión que no cumplió, puesto que fue liberado en 1970 tras una campaña internacional liderada por su madre, en la que participaron Jean-Paul Sartre, André Malraux, Charles de Gaulle o el papa Pablo VI.
Seis años después de su liberación nacería Laurence, quien creció la mayor parte del tiempo con sus abuelos, sus verdaderos referentes, en la más alta burguesía parisina. Su padre, a partir de mayo de 1981, sería asesor del presidente socialista François Mitterrand, encargado de asesorar en las relaciones internacionales. La madurez le hizo abandonar la guerrilla para amoldarse en el Elíseo no sin cierta incomodidad. Su madre fue nombrada directora de la Maison de l’Amérique Latine. Siguieron —y siguen aún— comprometidos con la defensa de los derechos humanos en los países del tercer mundo. Intentaban sacar a los opositores de las cárceles, conseguirles visados. Estaban instalados en el poder, pero Laurence afirma que los beneficios que lleva aparejados tenían poco atractivo para ellos. La despreocupación económica no les convirtió en personas menos austeras, comprometidas o consecuentes. A diferencia de otros a los que el poder acomoda, su hija, tan crítica en ocasiones, nos los describe sin la satisfacción por la prepotencia que el poder autoriza, el glamur o las comodidades de lo superfluo. Ella, en cambio, se presenta a sí misma materialista, tentada por la estética y los placeres corrientes hasta rozar lo frívolo, lo que no deja de aportar una suave comicidad a la narración, fruto del contraste. Un Sancho Panza refinado muy lejos de idealismos, aunque progresivamente permeable al respeto por el compromiso y coherencia paternos, nunca, no obstante, por la dirección que tomó en ellos.
La infancia que tuvo con sus padres fue austera, con sus abuelos, confortable y protegida. Pero, en ambos casos, una infancia vinculada a personas distinguidas en el campo de las artes y la política. Su nombre lo sugirió Yves Montand, fue agasajada por Jane Fonda con algún regalo infantil, conoció a Simone Signoret, Julio Cortázar frecuentaba su casa, aprendió a cultivar flores en el jardín de su casa de campo con el teórico marxista Louis Althusser, dio sus primeros pasos de la mano del pensador Jorge Semprún, quien ya de adulta la animó a escribir su primer libro como historiadora, la biografía que antes mencionábamos de Juan Carlos I. Viajó de niña a París, La Habana, Caracas, Londres o Sevilla. En Sevilla estableció vínculos profundos con la cultura y la política españolas. Un joven Alfonso Guerra desempeñaría el papel de cariñoso padre adoptivo en el tiempo que permaneció allí. De él dice que es «una de las pocas personas que he conocido que no ha cambiado de actitud antes, durante y después del poder».
Este libro es un camino que busca desencriptarse. Es una observación triple, la de la historiadora que trata de reconstruir los hechos a partir de archivos y testimonios, la de la hija cuyos reproches y discrepancias coexisten con la exposición rigurosa del relato y una tercera parte —escrita de manera más apresurada, menos rigurosa, como si aún estuviese por descifrar— que supone la construcción de Laurence Debray. Es una crítica a una época, a la ingenuidad de los intentos de cambiar el mundo y los peligros y consecuencias de los dogmatismos. Debray se define como una persona cuyos padres han hecho de sí «una persona hermética a las utopías», pero no deja de presentárnoslos como individuos en las que resalta «la dignidad de su pasado y la implacable pureza de sus compromisos». Es un intento de entender a sus padres y, con ello, entenderse mejor, desde una posición invulnerable a la épica heroica o trágica. Ella es, como dice de sí misma, «un producto de lo institucional», ve a Juan Carlos como un «héroe pacífico de la democracia», y no deja de tener una rara autenticidad presentarse sin envoltorio alguno de cierta épica personal. Deconstruye el mito de sus padres —héroes en un tiempo para el comunismo cubano— y no forja ninguno sobre sí.
Dice, con humor, y admiración, que sus hijas pequeñas son capaces de hacer una fila extensa bajo la lluvia en una pastelería para luego darle el preciado pastel a un mendigo en la calle, que la solidaridad se ha saltado una generación. Se pregunta si, como parece ocurrir en su familia, la trasmisión de los valores es más eficaz entre la primera y la tercera generación. Bajo este testimonio político, subyace una narración de las secuelas de los padres sobre los hijos, de las construcciones identitarias y de los valores propios de dos generaciones, la de los hijos de 1968 y la de los hijos de los hijos de 1968, así como de la fatalidad de la incomunicación entre aquellos que están demasiado próximos, encadenados por las secuelas de sus acciones y, por tanto, incapaces de caminar juntos sin tropezar veinte veces en el camino.