Jose Manuel Caballero Bonald
Examen ingenios
Seix Barral, Barcelona, 2017
456 páginas, 19.00 € (ebook 9.99 €)
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

Examen de ingenios, último libro de José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926), es un libro importante dentro de la trayectoria de su autor, como si en el último tramo del camino hubiese querido dejar constancia de afectos y desafectos enmarcados dentro de los límites de una estética que se muestra implacable en sus planteamientos. Este libro, sin embargo, corre el peligro de ser malinterpretado en razón de las 103 semblanzas de escritores, cantaores –un dominio, el flamenco, que Caballero conoce bien– y artistas plásticos con los que mantuvo amistad o conocimiento –caso de Joan Miró, Pepe Caballero o Manuel Viola–, ya que en estos retratos, de los que viven la mayoría de sus protagonistas, no está exenta la ironía y, lo que es más, el sarcasmo. Sería una lástima, e inevitable, que la atención se dirigiera a los dardos, no alejados de cierta justicia, que prodiga a figuras como Cela, Bryce Echenique, Guillermo Cabrera Infante, Gil de Biedma –a quien responsabiliza de que Castellet suprimiera a Costafreda de su afamada antología–, Mario Vargas Llosa, Azorín –antológica la semblanza del autor de Castilla–, Pío Baroja, Josep Plá…, y dejásemos de lado lo que esas figuras representan en la revisión del canon literario. Lo mismo cabría decir de los retratos en los que los retratados aparecen favorecidos –caso de Carlos Barral, Blas de Otero, Jorge Gaitán, Jorge Edwards, José Ángel Valente…–, que participan igualmente de esa revisión canónica, del mismo modo que las figuras del flamenco de las que habla –la Niña de los Peines, Paco de Lucía, El Lebrijano o Antonio Mairena, caso aparte de Antonio Gades–, que significan una inmersión en la reiteración del canon en el cante que Caballero Bonald siempre defendió, a veces en abierta confrontación con otros flamencólogos como Félix Grande. Yo, que gusto de palos tan populacheros como los muy madrileños caracoles del barrio de Embajadores, no pretendo que Caballero se digne otorgarles carta de naturaleza como al martinete, lo que sólo enaltece al autor de estas semblanzas por su implacable sentido de lo que debe ser el canon estético. Para entender este libro en qué vale deberíamos ejercitar tal actitud.

Para que el lector abra boca respecto a lo que puede encontrarse en el libro, permitáseme una cita del párrafo con que abre la semblanza de Azorín: «Más de una vez lo vi cruzar por la Red de San Luis, por la Carrera de San Jerónimo, casi despojado de volumen, con esa furtiva actitud del que teme ser interceptado en el camino que conduce a la inmortalidad, ya transferido prácticamente al estado de momia andariega. Daba la impresión de que iba perdiendo peso a medida que se acercaba, deslizándose sin moverse, todo afilado y enjuto, con el perfil de un maniquí al que han pulido hasta la transparencia. Vendría del cine o iría al cine o no vendría ni iría a ningún otro sitio que a su propia esfera incomunicativa. Un rostro imperturbable, arrugado a la vez que terso, sobresalía tenuemente del sobretodo como si no perteneciera más que a medias a aquella figura tan entera, tan ingrávida y enlucida». Creo que no hace falta decir gran cosa. El texto habla por sí mismo.

En la reseña que para El Cultural de ABC hice del libro de Juan Malpartida Margen interno –que contiene semblanzas de Octavio Paz, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Gil Albert, José Luis de Vilallonga, entre otros–, afirmé que el arte de la semblanza requiere de equidistancia tanto de la hagiografía como de la denostación, aunque bien es cierto que –como recomendaba Goethe sobre la crítica– para ser perdurable hace falta una cierta dosis de antipatía, y tómese esta palabra como correlato metafórico de toda actitud crítica; esa media distancia es lo que transmuta el retrato en perdurabilidad libre de aristas emocionales de corte extremado, aun fuese justificado. No hace falta decir que estas semblanzas cumplen dicho requisito con rara insistencia en Examen de ingenios, y eso acontece por el carácter de su propio autor, idóneo para mantener esa media distancia. Le pertenece…, eso y cierta actitud heterodoxa que ya se contiene en el propio título del libro, que remite al poderoso libro de Huarte de San Juan, uno de nuestros más grandes e intensos heterodoxos. Caballero cree esencial esa actitud heterodoxa para dar la puntilla a la esclerótica tradición de nuestro canon, proveedor de realismos casposos y desconfianzas ante todo lo que tenga que ver con la recreación de otros mundos diferentes del aplatanado sanchopanzismo; en Caballero adquiere su máxima expresión de rechazo en el género costumbrista. Por contra, el autor aboga por otorgar todas las distinciones a la actitud surreal, por lo que tiene de abierta y subversiva. Para Caballero el surrealismo es la máxima escuela estética del siglo xx, lo que es discutible en lo que tiene de preeminencia pero no de enseñanza máxima en la libertad creadora. Ello hace que toda actitud realista o costumbrista en autores contemporáneos sea despachada en Caballero con abierto desagrado, más si se produce en la esfera poética, donde el autor se mantiene inflexible, casi como un Juan Ramón abiertamente escandalizado…, y con razón. Buena prueba de esta actitud se comprueba en la semblanza que realiza de Juan Goytisolo, a quién otorga el honor de haber tenido la voluntad de cambiar de rumbo el canon español al incurrir e insistir en la valía de autores como Rojas, Delicado, Blanco White o Miguel de Molinos, por no hablar de san Juan de la Cruz, ambos estudiados con sagacidad sobrada por José Ángel Valente.

José Manuel Caballero Bonald realiza en estas semblanzas un correlato dirigido a personas de actitudes vitales y estéticas presentes tanto en su obra poética como en la narrativa o la ensayística. En sus libros de memorias, Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir, estas actitudes presentes en Examen de ingenios están desparramadas de otro modo pero no de manera menos exigente. Así, la referencia que para él tuvo la lectura de Ocnos, de Luis Cernuda, o las continuas menciones a la actitud de ciertos miembros del 50 para investir de modernidad la tradición poética de un país sumido en un neoclasicismo fascistoide… ¿Es, por tanto, extraño, pongo por caso, que la semblanza de Leopoldo Panero no sea precisamente amable o que afirme que Mrs. Caldwell habla con su hijo es de lo mejorcito de Cela o que Mortal y rosa, por si sola, redima otras obras terribles de Francisco Umbral?

Caballero borda en estas semblanzas, en algunas, la excelencia, como en el caso citado de Azorín. Examen de ingenios, por su parte, pertenece a una espléndida tradición en español que si bien no llega a la altura de la británica, cuya tradición humorística roza la perfección, sí tiene una larga y señera representación: baste citar Hombres en su siglo y otros ensayos, de Octavio Paz; Retratos contemporáneos, de Ramón Gómez de la Serna, y, sobre todo, Españoles de tres mundos, de Juan Ramón Jiménez, poeta que Caballero Bonald tiene como el más grande español de su siglo, lo que no solamente no es exagerado sino que peca de juicioso y hasta de discreto en alabanza al autor de Dios deseante y deseado. Para Caballero el destino como artista de Juan Ramón es ejemplo esencial de la actitud idónea que el escritor debe tener ante su obra. Es el único ejercicio de didáctica que Caballero se permite. No es poco.

Examen de ingenios es, pues, una consecuencia natural de su obra anterior. En parte atisbamos vislumbres de esta obra en La novela de la memoria, que reúne los dos tomos autobiográficos, y Oficio de lector, pero aquí las semblanzas eran ocasionales, no estaban vinculadas a la organización plástica de un canon, lo que hace a Examen de ingenios excepcional por lo que tiene de corpus organizativo. A la vez la elección tampoco está sujeta al azar: los noventa años de vida de su autor, por ahora, le otorgan la visión de cuatro generaciones al menos, pero Caballero prefiere detenerse en el momento en que aparecen los novísimos porque habría peligro de hacer interminable la galería de retratos, lo que es cierto en términos cuantitativos, pero creo que en esa elección también hay un elemento muy juicioso a la hora de detenerse en los componentes de la generación del 50. Ese elemento tiene que ver con aquella frase tan terrible y lúcida de Proust que hace que uno contemple una fotografía de tiempos pretéritos y caiga en la cuenta de que sus rasgos tan personales un día acaban difuminándose en los de su tiempo. Caballero es un hombre que pertenece a una generación muy determinada que clarificó el espeso panorama cultural de la España de posguerra, que no es poco, y que ha dado poetas como Valente o Claudio Rodríguez. No quiero citar más, que los hay –no hay más que volver a Descrédito del héroe, de Caballero Bonald–, y serán gozo de futuras generaciones, pero es probable que a la hora de juzgar a algunos personajes más jóvenes el autor hubiese perdido perspectiva, lo que sabiamente se ha ahorrado.

Una larga tradición le pertenece: la que se abre con Góngora –no nos referiremos a los clásicos latinos, que también Caballero tiene en cuenta–, roza a Espronceda y Bécquer y se asienta en el siglo pasado en el ejemplo de Juan Ramón, Luis Cernuda… Hay un libro de poemas de Caballero Bonald que se titula Estrategia del débil, acaso pueda servirnos como metáfora de lo que muchos han hecho frente a la imposición terrible de un canon cultural muchas veces malgastado y estéril, valga decir, la estrategia de la que se vale el acosado y que no es más que la estrategia del superviviente. Habría una correspondencia, ya digo, entre lo que significan los poemas de Caballero –desde Las adivinizaciones a Los desaprendizajes pasando por Descrédito del héroe, Laberinto de fortuna o Manual de infractores (otra vez la heterodoxia)– y los contenidos canónicos del cante referidos en Luces y sombras del flamenco; habría una correspondencia entre todo ello y Campo de Agramante y Ágata ojo de gato; habría una correspondencia entre estas novelas y el ensayo Mar adentro, y, por último, estaría esta culminación estética en el arte del retrato.

Coherencia que no cumplirá con el exorcismo de librarnos de malentendidos, que este libro es proclive a causar debido a nuestra costumbre de juzgar rumores en vez de leer directamente los textos, tradición que nos viene de cuando la Iglesia leía, es decir, juzgaba por nosotros dejándonos libre la habladuría, patrimonio de súbditos. Quiero decir, elevar la anécdota a juicio, la gracia a venganza, el sarcasmo a mala leche, la ironía a complejo de superioridad…, en este sentido el libro no se librará de ese destino. Es de esperar, por tanto, una lectura sin telarañas del mismo, esas telarañas del juicio que acontece sin pensarlo y que es producto de la pereza mental, de la falta inveterada de juicio crítico y, sobre todo, de la carencia de la práctica de la libertad. No encuentro otras palabras para designar un libro que juzgo importante y escrito con noventa años, nada menos.

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