Sholem Aleijem
El sastre embrujado
Edición de José Andrés Alonso de la Fuente
Ardicia, Madrid, 2017
104 páginas, 14.50 €
POR JULIO SERRANO

El seudónimo escogido por Sholem Yakov Rabinowitz no podía ser más indicativo de su personalidad. El escritor, nacido en Ucrania en 1859, ingresó en la historia de la literatura como Scholem Aleijem, el clásico saludo judaico cuya significación literal es «paz con vosotros», pero que se usa de forma coloquial con una mayor ligereza que vendría a equivaler al «¿Qué tal?, ¿cómo le va?». Es, por tanto, un nombre que propicia la amable conversación de lo cotidiano, que saluda a los suyos, y también una bienaventuranza. Y es que de lo común y de lo divino va a tratar el mundo literario de este escritor interesado por la vida cotidiana de la clase baja judía bajo el yugo zarista, en especial, en los shtétl («poblado»), un mundo que desapareció parcialmente con la Revolución de Octubre del 17 y definitivamente con la Shoá.

Si de algo podemos hacer responsable a Scholem Aleijem (1859-1916), además de hacernos pasar un buen rato con su sentido del humor típicamente judío, es de convertir lo que de manera despectiva se consideraba la jerga judía de Europa central y oriental, el yidis, en una lengua literaria. Aunque escribió sus primeras obras en ruso y en hebreo —la lengua elegida por las élites ilustradas—, a partir de 1883 optó por el yidis, rico idioma con más de mil años de existencia, pero despreciado por los intelectuales de la época por ser la lengua del pueblo. Hasta que en 1978 se concediera el Premio Nobel a Isaac Bashevis Singer no puede decirse que la literatura en yidis haya despertado gran interés fuera de sus fronteras lingüísticas. Oralmente, era el idioma de la gente llana y su literatura, o al menos gran parte de ella, tenía un propósito didáctico: el de acercar a aquellos que no frecuentaban la literatura en hebreo, como los proletarios o las mujeres de zonas rurales —incultas en su mayoría—, a un cierto grado de conocimiento que se consideraba necesario para un buen judío. Recordemos que si de algo se avergüenza el judío es de la ignorancia. Por tanto, no era el idioma que respetase la intelligentsia.

Pero Alheijem quería hablar con el pueblo y para el pueblo. A partir de 1883, produjo más de cuarenta volúmenes de novelas, cuentos y obras de teatro en yidis, y fue considerado, con Méndele Moijer Sforim e Itsjok Léibush Péretz, uno de los tres grandes clásicos de la moderna literatura judía en esta lengua, aunque, a diferencia de ellos, su tono es menos psicológico o mordaz que humorístico. Además de esta abundante producción, que incluye célebres títulos como Menajem Mendel (1892) o Tevie, el lechero (1894) —adaptado al cine en 1971 como El violinista en el tejado—, también utilizó su fortuna personal para apoyar a escritores en esta lengua. Esta apuesta con la que contribuyó a perfeccionar y enriquecer el yidis lo llevó, por cierto, a la ruina, aunque en su descalabro económico no menos relevante fue una especulación de la bolsa de valores en 1980.

Una constante de su obra: el humor. Ante la ruina, los sinsabores, la enfermedad o la tristeza, optó siempre por el chiste como la mejor medicina. «Sholem Aleijem enseñó al pueblo judío a reírse, lo embrujaba con su lengua —decía el crítico Baal Majshoves, y añadía—: Un pueblo totalmente sumergido en un mar de contradicciones, al leerlo, podía ponerse por un momento fuera de sí mismo y reírse de sus propias desgracias como si fuesen ajenas…». Como contrapeso a las dificultades de la vida que describió —la vida de los judíos en la Europa oriental de mediados del siglo xix que no tenía nada de fácil—, usó un estilo o una actitud que ha sido calificada de «sonrisa a través de las lágrimas». Baste como ejemplo este convincente aperitivo: «Disfruta y alégrate, porque aun así la vas a palmar». A través de los fundamentales, aunque ridículos, problemas del hombre en su vida cotidiana asistimos al retrato tragicómico de una época. En su testamento indicó cómo quería ser recordado: «Que mi nombre sea mencionado con una sonrisa, o que no sea recordado».

En castellano contamos para sonreír con las Obras completas de Scholem Aleijem publicadas por la editorial Acervo Cultural, de Buenos Aires. No obstante, su figura merece una nueva atención. La editorial Ardicia, que apuesta por la cuidada traducción de obras fundamentales en sus literaturas de origen, ha reeditado El sastre embrujado, uno de los cuentos que mejor condensan los ingredientes de la cocina creativa del autor. Traducido directamente del yidis por José Andrés Alonso de la Fuente, aporta, frente a otras traducciones, una mayor captación de la complejidad lingüística del libro, ya que consigue trasladar al lector en español la tensión (humorística) entre el hebreo rabínico, al que Sholem Aleijem recurre en algunas frases, y el yidis, provocando un contraste y una ironía que difícilmente ha podido ser percibida con anterioridad, así como la traducción de los chascarrillos en clave eslava. Un juego más del libro que pareciera hasta ahora estar reservado para los lectores en su lengua original.

Pese al acentuado sabor local de El sastre embrujado, su lectura es muy próxima. Las quijotescas aventuras del charlatán Shimen-Eli, un sastre de remiendos del pueblo de Villaladrón, pequeña comunidad rural de la Rusia zarista, nos son cercanas. Versado, a su manera, en el Talmud, va profiriendo citas sin orden ni concierto, tergiversadas de un modo cómico y cargadas de ironía. Es la historia de un buen hombre que vive una vida mísera, pero que, acorde con su filosofía, cuanto más pobre uno es, con más optimismo hay que responder. Sus sinsabores cotidianos, relatados desde la distancia del que no se identifica del todo consigo mismo (como si la vida fuese un préstamo al que no hay que aferrarse excesivamente), reflejan la aceptación de la dureza de la vida. Nos dice: «Muy a tu pesar, vivir te va a tocar», por tanto, no hay espacio para la complacencia, sólo para la acción encaminada a la supervivencia. Este rasgo, nos afirma José Andrés Alonso de la Fuente, es propio del humor judío, el cual «se caracteriza, en primer lugar, por adoptar siempre la postura del que observa los hechos desde fuera, como si éstos le resultasen ajenos, y, en segundo lugar, por aprovechar ese vínculo irónico y paradójico que muy a menudo existe entre la lógica y el lenguaje».

La sabiduría popular, con su lógica aplastante, parodia los conceptos más elevados que pueblan de forma caótica la mente del parcialmente instruido Shimen-Eli, que tienen un contraste muy divertido en los diálogos con su mujer, Chipe-Baile-Raise, quien representa la realidad más apegada a la tierra. Podríamos ver en ella una suerte de Sancho Panza —es, además, una mujer fuerte, de armas tomar— a la que los versículos del marido no le merman un ápice ni la necesidad cotidiana ni el hambre. («Míralo, ya estamos otra vez a vueltas con el versículo —rugió la mujer—. Estamos hablando de la cabra y tú me sales con el versículo»). A este dúo de personajes hay que sumarle las peripecias con una cabra que hace del relato un cómico enredo que trasciende lo local y circunstancial para ofrecernos unos personajes con una rica dimensión humana.

Es el retrato del hombre sencillo y trabajador, que no abandona el optimismo ni la esperanza, pese a sus desabridas circunstancias, y que sueña con planes de bienestar y mejora. Personaje próximo al de Tevie, el lechero o incluso al de Menajem Mendel, quien, a través de la correspondencia con su esposa, nos relata sus aventuras. Las cartas entre los esposos Mendel son un buen documento del sentido del humor yidis: incisivo a la par de cándido y espiritual. Finalmente, el libro, envuelto en un ropaje de sencillez y bondadosa ingenuidad, acaba por hablarnos de la tradición, de religión, de la rebelión contra la injusticia o de la desigualdad. «¿Le costaría mucho a Dios —pensaba Shimen-Elie— hacer que todos los trabajadores pudieran salir al campo, aunque fuera una sola vez por semana, a tomar un poco de aire y sol en este su hermoso mundo?».

El llamado «maestro de la risa judía» conoció los golpes de la vida, como se intuye con claridad en su obra y describe en sus inconclusas memorias tituladas Funem Yorid (Regreso de la feria). Especialmente traumático fue el pogromo antijudío a raíz de la primera Revolución rusa de 1905 en Kiev, donde vivía con su familia, que lo obligó a un peregrinaje por ciudades europeas. Fue en ese momento cuando decidió escribir su epitafio. Tras muchos periplos, emigró de forma definitiva a Estados Unidos en 1914 y falleció en Nueva York en 1916, a los cincuenta y siete años, donde había recibido una cálida acogida. Tanto es así que su testamento fue publicado en el New York Times y leído en el pleno del Congreso de Estados Unidos. Las crónicas de la época señalan que al conocerse la noticia de su fallecimiento obreros y operarios judíos dejaron de trabajar ese día con el fin de acompañar los restos del escritor al cementerio de Brooklyn, en el que se contaron cientos de miles de asistentes. Una despedida así conmueve por el agradecimiento de tantos hacia un autor que propicia la sonrisa en la adversidad.

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