POR JAVIER SERENA
Director Cuadernos Hispanoamericanos

Como editorial, como manifiesto, o como prólogo con retraso de esta nueva etapa inaugurada hace tres años, este texto tampoco es una novedad, sino apenas un recordatorio de la lógica que rige Cuadernos Hispanoamericanos: abordar toda la creación en español sin importar cuál es su origen nacional, y hacerlo con completa independencia de otro criterio que no sea el interés de cada obra, sean recientes o pasadas y tengan mayor o menor repercusión en el mercado editorial.

No podía ser de otra manera, siendo esa neutralidad frente a la suerte que corren los libros el requisito mínimo que debe exigirse en primer lugar a una revista pública como esta.

Tampoco es una elección caprichosa, ni un intento artificial. Más bien, es una constatación de las ventajas de una literatura escrita sin que jamás haya podido ser domesticada por los intereses editoriales o académicos o periodísticos de un solo país. Los ejemplos son tan abundantes que citaríamos una relación de leyendas aprendida de memoria, de apariciones surgidas a destiempo o descuidos ya míticos por la imposibilidad de controlar este inmenso caos: la popularidad tardía de Borges en Europa ya con toda su obra publicada en Argentina; el aislamiento de algunas escrituras «raras» en Uruguay, con aquella reunión de Mario Levrero, Armonía Somers o Felisberto Hernández, quienes parecieron encontrar en los márgenes de Montevideo una libertad y un antídoto contra los peligros de la normalización; la obra de la mexicana Josefina Vicens, quizá demasiado escueta por la falta de atención a su trabajo literario; o el persistente esquinamiento al que el mercado sometió a la argentina Hebe Uhart, un caso de maltrato editorial en vida que sirve para desacreditar todos los intentos de jerarquías generacionales o entronizaciones inmediatas.

Todos son casos conocidos, pero se tratan apenas de unos pocos de los muchos que ha habido y que hay y habrá, pues no cabe la ingenuidad de que ahora exista un sitio que logre despejar todos esos malentendidos del pasado. Porque, si lo hubiera, ¿qué literatura o literaturas trataría de ordenar, si ni siquiera se puede hablar de «una» literatura en español, y ese marco sobre el que actuar permanece indefinido, unido apenas por una parentela imprecisa? Y, además, si existiese un centro geográfico o virtual desde el que establecer ese orden, tampoco quedaría claro para qué, para «actuar» de qué modo: ¿para que «esas literaturas» viajen a dónde, para que sean validadas en qué sitio y por quién, con qué criterios y con qué motivaciones?

Esto, que podría parecer un problema para algunos, no está claro que así lo sea. Si todas las literaturas —y el resto de «disciplinas creativas»— en su sano juicio hace tiempo que huyen del «canon» —que ya sabemos que es un intento que falla una y otra vez en su esfuerzo por establecer jerarquías, y, además, de manera monolítica, con voluntad de extenderse absurdamente hacia el futuro, pese a que unos pocos años basten siempre para derribar esos retablos endebles— estas literaturas escritas en español están de por sí más protegidas todavía de los riesgos de la canonización. Al fin y al cabo, desde esta misma lengua se escribe a la vez desde lugares con realidades e influencias e intenciones tan distintas, que la relación que prevalece es la de la curiosidad y la sorpresa o la desconfianza permanente. Así se ha demostrado una y otra vez. Pese a los esfuerzos editoriales o académicos o periodísticos y las ficciones de las literaturas nacionales en español, cada tanto, por cualquier sitio, del modo más imprevisto aparece algo desabrido y genuino como una maleza, en ocasiones más visible y otras menos, y que muchas veces son los libros y los autores y autoras que colaboran o comentamos en esta revista.

Es decir, esa indefinición de una hipotética geografía común, y el fracaso de los distintos mercados por organizar ese prolífico desorden, más que una carencia, ha tenido como resultado una virtud: un canon imposible de establecer, una ausencia de un centro literario o una resistencia ni siquiera deliberada frente a cualquier pauta limitante. Desde luego, es posible formular esta afirmación del modo opuesto: indicando que hay algún tipo de hegemonía, y que esa superficie más visible oculta otros brotes más inconformistas, los más espontáneos y menos predecibles y los que más esquivos se muestran ante los dictados de la norma. Pero, de una manera u otra, aludiríamos a una misma materia fértil e informe, que se rebela a ser catalogada en moldes fácilmente identificables, y mucho más a que ese herbario luzca luego en el salón de una sola casa.

No son explicaciones vanas. Siendo Cuadernos Hispanoamericanos una revista publicada por una institución, y que alterna algunos textos periodísticos como la entrevista o la columna con la crítica o el ensayo en profundidad, podría parecer que desde este lugar se intenta trazar un itinerario con pretensiones de rigor definitivo. Pero la naturaleza de lo que aquí hablamos nos invita una y otra vez a lo contrario: a que, más que realizar un registro de las novedades o rescates literarios de una época, cuestionemos esa fachada sospechosa, y que tratemos de sumergirnos a fondo en este caos, sin otro ánimo que observarlo y desordenarlo un poco más, porque sin esa curiosidad inagotable y sin la voluntad de discutir los espacios principales no sería posible que esta revista caminara ahora hacia sus ochenta años de vida.