Creo que hay una sola regla, aprendida, más bien, a la fuerza, que caracteriza mi proceso creativo: soy incapaz de habitar dos textos al mismo tiempo. Esa debilidad, porque, sin duda, lo es, me ha hecho abandonar más proyectos de los que puedo contar de memoria. Un texto, pienso —para justificar esa flaqueza de algún modo— necesita su espacio, y soy incapaz de construirlo sentado frente a la computadora o frente a un cuaderno de notas.
Si voy a escribir, digamos, sobre la Guatemala de inicios del siglo xx, más vale que viaje a Guatemala a zambullirme en la Hemeroteca Nacional. Pero eso puede ser demasiado obvio. El asunto es que, una vez zambullido en los periódicos, debo dedicar tiempo a pensar en la historia, de preferencia, en mis trayectos cotidianos, cuando en el tiempo muerto surgen las oraciones que resultan atractivas para mí. Digamos que voy en bicicleta, se me ocurre una oración y entonces me detengo para escribirla antes de que se pierda para siempre. La mayoría de las veces, si aparece una oración que me gusta, una cuyos sonidos resultan rítmicos y oportunos, la segunda y la tercera aparecerán acto seguido, por lo que debo detenerme otra vez a tomar nuevas notas. Regreso a casa y, entonces, sí, comienzo a escribir el texto. El golpe de inspiración no es una idea sino las palabras para contarla. Como si el hallazgo fuera el sonido y no la profundidad, la pertinencia o el sentido crítico de lo que me he propuesto contar.
Si el texto es breve, de unas diez páginas, entonces no hay problema. Lo habito, mientras lo escribo, leo y recorro la ciudad por un periodo corto de tiempo: una semana, por decir algo. Si el texto es largo, una novela de 400 páginas, lo que tengo, en realidad, es un problema entre las manos. Las oraciones comenzarán a surgir en los lugares menos pensados y a cualquier hora: en un salón de clases, en una fiesta, en el cine o tomando una cerveza con un amigo que me está contando algún dolor profundo en busca de consejos. Tengo dos opciones: fingir que escucho al amigo o perder las oraciones para siempre. Me gustaría decir que soy la clase de escritor comprometido con sus textos al grado de poner en riesgo amistades, pero mentiría. Cuando escribo proyectos de largo aliento combino periodos de inmersión profunda con periodos de distancia que me permitan hacer una vida cotidiana. Ese grado de concentración, aunque placentero, puede convertirse en algo abrumador.
Una vez, hace tiempo ya, comencé a escribir una novela que a la postre se llamaría Mi abuelo y el dictador. La historia debía contar los avatares que sufrió mi abuelo por culpa de Manuel Estrada Cabrera: un sanguinario, excéntrico, caricaturesco dictador que gobernó Guatemala a inicios del siglo xx. Mis lecturas de ese tiempo resultaban apasionantes e inspiradoras en sí. Por ejemplo: Estrada Cabrera, que era, entre otras cosas, un lector perverso, se aprovechó de la debilidad de Rubén Darío hacia el final de la vida del poeta: lo mantuvo alcoholizado en un hospital a cambio de que escribiera versos inspirados en doña Joaquina Cabrera, la madre del dictador. En mis entrevistas, también, descubrí que mi abuelo había sido un hijo ilegítimo. Su madre, mi bisabuela, había sido una monja que abandonó el convento, embarazada, y a quien mi abuelo, también, le rendía devoción. Había, pues, material más que suficiente para contar dos historias que se entrelazarían en el origen de mi familia. Sin embargo, yo no había reconocido aún que el sonido de las palabras —y no las historias que quería contar— era lo que me persuadía. Quiero decir: así había escrito lo que había escrito hasta entonces, mas no había comprendido el método. Y sufrí largos meses frente a la computada sin saber lo que me pasaba, produciendo cuartillas y cuartillas estériles, como si de golpe hubiera perdido un esquivo talento. Allí estaba la historia, ¿qué más quería? Iba a talleres literarios y suplicaba a mis amigos escritores que me dijeran por qué no funcionaban las malditas páginas que había fotocopiado para leer en voz alta.
En ese entonces viajé a Nueva York, y un día, durante una caminata en Prospect Park, se me ocurrió, como si hubiera sido escupida en mi cabeza por un árbol, la siguiente oración: «Sería irresponsable comenzar una historia de la familia Tejeda sin asumir el tamaño de nuestras cejas». No sé de dónde vino, no la estaba buscando ese día. De repente estaba ahí y las siguientes oraciones que comencé a escribir aceleradamente en el celular construyeron —ellas, no yo— la historia de una monja embelesada por las enormes cejas de un cura español que terminarían tatuadas en el rostro de mi familia. Desde entonces he tenido que lidiar con la conciencia de que las historias, para mí, son secundarias al acto de escribir. Y que un proyecto requiere de la mayor parte de mi atención por el tiempo en que me tome escribirlo.
He decidido tomarlo con calma. Leo a mis autores de cabecera; suelo preferir a los más rítmicos. Busco y leo material para llevar a cabo los procesos de investigación. Camino por ahí, ya sea con rumbo o sin rumbo, a la espera de que comiencen a surgir las oraciones que puedo acomodar al principio, a la mitad o al final de un texto. Desde luego, no escribo 400 páginas en el celular. Esas oraciones funcionan como una especie de germen que voy sembrando a lo largo de las páginas y originan las demás, que son la mayoría.
Cuando debo, como resulta natural a quienes nos dedicamos a este oficio, escribir un texto por consigna, debo hacer a un lado el proyecto que tenga entre las manos, hacerle espacio al texto por consigna, repetir el proceso y, más tarde, cuando termino, regreso al proyecto que tenía entre las manos y le hago, de nuevo, su respectivo espacio. Suelo recordar aquellas palabras de Hugo Hiriart —uno de mis autores de cabecera—, que escribió: «La imaginación funciona así, entrega su mercancía y oculta el rastro de su obtención. La nota distintiva de la imaginación es que tú no la gobiernas. Está dentro de ti, tú la usas, pero ella hace lo que ella quiere. En esa autonomía y libertad residen su poder y su fuerza». Mi trabajo, antes de sentarme a escribir, es crear las condiciones para que la ingobernable imaginación de las palabras aparezca en un espacio más o menos limitado y entonces, sí, pueda dedicarme a servirla con la más profunda de las gratitudes.