Alberto Barrera Tyszka
Mujeres que matan
Random House, Madrid, 2019
208 páginas, 17.90 €
POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

 

 

Si bien la internacionalización de la obra de Alberto Barrera Tyszka puede ubicarse alrededor del año 2006 cuando obtiene el premio Herralde de novela con La enfermedad, lo cierto es que ya desde los años ochenta del siglo pasado este autor transitaba por la creación literaria aunque centrado en otros modos de expresión verbal.

En aquellos años, Barrera Tyszka formó parte de «Guaire», una de las referencias más importantes de la más reciente historia poética venezolana. Hablamos de una agrupación que junto Tráfico (grupo similar que sí alcanzó a realizar un manifiesto), expuso propuestas coloquialistas que no eran novedosas en el ámbito latinoamericano pero que resultaron perturbadoras dentro del contexto de la poesía realizada en Venezuela.

Guaire —nombre tomado del río de aguas negras que atraviesa Caracas como una corriente de hedores y deshechos— planteó en aquellos años ochenta la necesidad de trabajar una poesía volcada en la exterioridad, en los elementos más procaces de lo real, en las circunstancias más cotidianas del sujeto poético. Se trataba de impregnar el espacio del poema con la carne viva de la historia, el fragor de lo inmediato, el jadeo y el sudor de la crónica realista. Un modo de entender el acto poético que contrastaba con las apuestas más consolidadas de la lírica venezolana de aquellos años; apuestas encarnadas en autores como Vicente Gerbasi, Rafael Cadenas, Juan Sánchez Peláez, Hanni Ossott, Eugenio Montejo, Antonia Palacios, Alfredo Silva Estrada y Elizabeth Schon, entre otros, quienes, con matices signados por la diversidad, exploraban una expresión sostenida en la propia materia textual del poema como ente que se aproximaba a la realidad de manera oblicua.

Barrera Tyszka fue parte activa de este movimiento que surgió entre otras razones por la influencia del poeta y profesor uruguayo Hugo Achugar, que ejerció sobre jóvenes creadores venezolanos una suerte de magisterio mediante el cual los situó frente a los postulados de la poesía conversacional o exteriorista que ya tenía un espacio privilegiado en América Latina.

Nombres como Rafael Arráiz Lucca, Leonardo Padrón, Luis Enrique Pérez Oramas, Nelson Rivera y Armando Coll lo acompañaron en esta experiencia de expansión poética hacia los discursos más cotidianos de la realidad del país, si bien, desde el principio, Barrera Tyszka intentó el sostenimiento de una voz personal por encima de los postulados grupales.

Su primer poemario, Amor que por demás (publicado en una curiosa edición conjunta con un poemario de Javier Lasarte en 1985), exhibía los elementos propios de los conversacional: regodeo amoroso; juegos con los lugares comunes del discurso cotidiano; reflejo de los temas noticiosos del momento; pero en poco tiempo, la escritura poética de Barrera Tyszka comenzó a asomar cierto gusto por la imagen, por la reflexión, por carnalidades literarias que excedían el proyecto original de Guaire.

Parte de ese proceso puede atisbarse desde el instante en que Barrera Tyszka salta a lo narrativo (sin abandonar nunca su excelente escritura poética, que fue recogida en 2013 bajo el título de La inquietud). De hecho, el segundo título de su obra es Edición de lujo, volumen aparecido en Venezuela en 1990. Una colección de miniaturas narrativas que abandona la referencia realista para entrar en el espacio literario forjado por autores como Monterroso o Arreola a partir del antiquísimo género del bestiario medieval.

Volcado también durante esos años en la crónica y en el articulismo de opinión, es en 2001 cuando Barrera Tyzka publica su primera novela: También el corazón es un descuido, justo después de haber destruido un par de manuscritos anteriores en los que exploraba el relato negro y la comedia costumbrista.

También el corazón es un descuido mostraba ya una gran eficacia narrativa y asomaban algunos de los temas de sus novelas posteriores: la belleza, la abyección, la frivolidad de un país, los escurridizos discursos de la verdad.

Tal y como advertimos al principio de esta nota, la divulgación masiva de Barrera Tyszka como novelista sucedió a partir del premio Herralde otorgado en 2006 a La enfermedad. Libro sobre la fragilidad humana, sobre una sociedad convulsa en la que asoman la demagogia y el totalitarismo, a la vez que sus personajes experimentan un hecho tan humano como es la destrucción física. Novela que desemboca en un hermoso cuadro sobre la paternidad, sobre la incomunicación social, sobre las reacciones humanas y el duro aprendizaje del desgaste como anticipo de la muerte.

Traducida a varios idiomas, La enfermedad obtuvo en China el premio al mejor libro del año en español en 2006 y también fue traducida y publicada en ese país, lo que consolidó la proyección internacional de este autor que en 2011 publica un nuevo libro: Rating, y que en 2015 obtiene un nuevo reconocimiento, el premio Tusquets por Patria o muerte, obra posteriormente traducida al francés, polaco, italiano, portugués, turco, inglés y alemán.

Titulada como una de las más socorridas consignas del régimen militar chavista, Patria o muerte funciona como un caleidoscopio de la realidad venezolana en la que se atisban diversas capas de la realidad de una sociedad aturdida por el mesianismo de un líder que agoniza.

Al igual que en La enfermedad, las heridas humanas del cuerpo reaparecen en esta pieza narrativa, pero ahora enfrentadas al hinchamiento egótico de un caudillo y a la perplejidad de las personas que padecen las consecuencias de los actos del gran líder. Un mundo sostenido en la vaciedad de sus discursos políticos se encuentra a punto de sucumbir; las reglas de convivencia han saltado hechas pedazos y sólo la voluntad del más fuerte impone las reglas de un país. Pero el elemento esencial de este libro es el ocultamiento de la enfermedad que humaniza al líder militar que ha ofrecido una delirante y eterna utopía en la que él escenificará siempre el papel de padre salvador.

Imposible no reseñar también que un punto muy atractivo de esta novela es el modo en que la propia historia sirve como reflexión no sólo sobre el carisma del líder, sino sobre los elementos que actúan sobre una población que acepta y celebra ese carisma. ¿Qué mecanismos suceden dentro de los ciudadanos para que pospongan la verdad y las evidencias del deterioro, en función de privilegiar la hagiografía de un caudillo? ¿Qué parte del pensamiento humano suspende la reflexión sobre el mal, la opresión, la miseria, para enaltecer la emocionalidad de una supuesta venganza social?

Así llegamos a la más reciente novela de Barrera Tyszka: Mujeres que matan, título recién aparecido en España y que ya circulaba en Latinoamérica desde meses atrás. Una pieza breve, de nuevo sostenida en una impecable eficacia narrativa en la que cada capítulo es una incisión dolorosa en los ojos del lector. Con aires de thriller, pero con una musculatura narrativa que prescinde de informaciones pedagógicas, enumeraciones de datos o bloques informativos como suele suceder dentro de este género, Barrera Tyszka construye una novela caracterizada por su precisión y contundencia.

A partir del tipo de voz narrativa que consolidó desde La enfermedad —frases cortas, adjetivación medida y ocasionales transiciones poéticas— esta historia, de nuevo, ingresa en los caminos parpadeantes e incontrolables de una belleza asediada por el poder político y el engaño. La sensación de asfixia en esta novela es todavía mayor que en las anteriores porque ahora la ciudad no tiene nombre; es una ciudad que puede ser todas las ciudades en las que un poder distante, fantasmal y omnipotente vigila con ojos curiosos las vidas empequeñecidas de sus habitantes. El efecto es claustrofóbico. Los personajes se saben vigilados, se saben controlados por seres inaprensibles que circulan por las calles sin dejar huellas inmediatas y que por eso mismo producen una impresión de control férreo e indoblegable.

Dirigido por el Alto Mando, un organismo escurridizo y totalizador, el país innominado de estas páginas evoca los momentos más opresivos de 1984, la novela de George Orwell, incluso con los contrastes discursivos que brotan desde el poder cuando menciona que, gracias a su dirigencia, el hambre no existe mientras los personajes contemplan a la gente hurgando en las basuras a la caza de huesos roídos de pollo.

Desde las altas instancias gubernamentales, existe un mundo unívoco cosido a las palabras: una felicidad heroica que no se escenifica en las calles. De allí que una especie de delirio general atraviesa esta obra: lo que se contempla no existe porque no se ha decretado su existencia. Lo que se vislumbra es mentira desde el momento en que el Alto Mando no lo refrenda.

El espacio de libertad posible de los personajes de Mujeres que matan se constriñe a la intimidad. De allí que la novela se despliegue usualmente en espacios cerrados (apartamentos, habitaciones hospitalarias, despachos terapéuticos), como se aprecia en esa apertura de las primeras páginas con la descripción de una habitación de hotel. Recurso que se acentúa a través de una prosa que emplea con virtuosismo el recurso de las repeticiones, con lo que por momentos la acción se hace circular y se encoge dentro de sí misma, y que se refuerza con los títulos de los capítulos colocados (encerrados) entre paréntesis, como si se les resguardase dentro de un espacio de susurros, nada concluyente.

Pero este clima de recogimiento o depresión contrasta con las acciones que disparan la novela: la investigación sobre los suicidios de mujeres que suceden en la ciudad, uno de los cuales es el eje de esta historia.

Las personas se recogen en sí mismas y se resguardan, pero el relato salta vigoroso hacia delante con la urgencia del enigma que debe ser descifrado. La mirada del lector no puede despegarse de la imantación de estas páginas en las que se le ofrece un perturbador proceso especular, pues una de las claves del misterio de esta pieza narrativa es un club de lectura donde un grupo de mujeres se reúne para compartir impresiones sobre los volúmenes que acuerdan compartir algunas tardes. De este modo, la novela subraya que la ciudad se encuentra rodeada por la muerte, al punto que la muerte también puede leerse en las acciones de mujeres que leen para sobrevivir.

Violencia, literatura, el hijo que inicia una búsqueda sobre la historia secreta de su madre, tragedia, venganza, justicia, los elementos de esta excelente novela se van sumando y dejan colar detalles deliciosos, como ese guiño quijotesco en el que un volumen de autoayuda produce el trastorno colectivo que de alguna manera explica el desarrollo global de Mujeres que matan.

Barrera Tyzska de nuevo ha acertado con un brillante, inolvidable, libro.