Entre los autores colombianos actuales no cuesta reconocer los nombres de William Ospina, Laura Restrepo, Juan Gabriel Vásquez, Héctor Abad Faciolince o Pilar Quintana. Sus libros han atravesado fronteras, se han traducido, han sido objeto de reseñas y estudios académicos. Su presencia es habitual en congresos literarios y ferias del libro.
Tomás González es también un escritor fundamental en las letras colombianas, pero las etiquetas de «escritor de culto» o «el secreto mejor guardado de la literatura colombiana» lo persiguen. A sus espaldas acarrea cierta fama de autor tímido, taciturno, esquivo a la promoción, ajeno a la recepción. Quizá se deba a este carácter discreto y a su distanciamiento respecto del público y de la parafernalia mediática que su obra no ha logrado la difusión que merece. No se prodiga en festivales y encuentros, prefiere el email al directo. En las escasas entrevistas para televisión que concede se muestra amable y educado, un hombre de barba blanca, gestos calmos y mirada aguda, pero inmune a la vanidad, indiferente a la celebridad conquistada. Él mismo se compara en una entrevista con dos de sus protagonistas, David de La luz difícil (2011) y León de Para antes del olvido (1987): «Con ambos comparto la extrema desconfianza y relativo desinterés por la fama y por lo que llaman la gloria». Sus palabras escasas, horadadas por profundos silencios, parecen disuasorias, como si le desagradase mancillar con explicaciones superfluas la novela sobre la que el periodista, incómodo al poco rato, lo inquiere. «Los libros deben defenderse solos», ha declarado. Sé que su casa se encuentra cerca del embalse de Guatapé, a ochenta kilómetros al este de Medellín. No la conozco y, sin embargo, imagino una edificación de una sola planta, de difícil acceso, protegida por una selva verdísima, perfumada, exuberante en aves y plantas que no sé nombrar.
Tomás González nació en Medellín en 1950. Comenzó estudios de Ingeniería Química que enseguida abandonó por los de Filosofía. Poco antes de publicar su primera novela, emigró a Estados Unidos con su mujer y su hijo donde residió casi veinte años –la mayor parte del tiempo en Nueva York–, desempeñando los más variados oficios. Regresó a Colombia en 2002 y se estableció en localidades apartadas, rurales (Chía, Cachipay y, más recientemente, Guatapé).
Hasta el momento ha publicado diez novelas, desde la primera de ellas, Primero estaba el mar (1983), hasta la más reciente, El fin del Océano Pacífico (2020). También tiene en su haber tres libros de relatos –El rey del Honka-Monka (1995), El lejano amor de los extraños (2013) y El Expreso del Sol (2016)– reunidos en el volumen La espinosa belleza del mundo (2019), que contiene, además, tres cuentos nuevos. En paralelo a su obra prosística, González posee un libro de poesía, Manglares, una obra en marcha a la que cada año añade unos cuantos poemas; un libro cambiante, vivo, en perpetua mutación, como ese ecosistema híbrido al que alude el título, ese paisaje tropical entre lo líquido y lo terrestre donde el agua se funde y se confunde con la tierra. Manglares constituye un caudal paralelo de escritura, que fluye subterráneo a su narrativa, una forma de autobiografía. La primera edición del poemario data de 1997, pero por su esencia viva se ha reeditado con correcciones y adiciones de poemas en cuatro ocasiones más (2005, 2006, 2013 y 2018).
No se prodiga en festivales y encuentros, prefiere el email al directo. En las escasas entrevistas para televisión que concede se muestra amable y educado, un hombre de barba blanca, gestos calmos y mirada aguda, pero inmune a la vanidad, indiferente a la celebridad conquistada
Distintas editoriales han acogido su obra. Con una tirada de cien ejemplares, su primera novela vio la luz impulsada por sus amigos de El Goce Pagano, el bar bogotano donde trabajaba como camarero. Su segunda novela, Para antes del olvido, ganó el premio nacional de novela colombiana Plaza & Janés en 1987. La editorial latinoamericana Norma publicó sus siguientes títulos. Entre 2010 y 2015 Tomás González sacó cinco libros en Alfaguara Colombia, entre ellos La luz difícil, su primer éxito de ventas, su novela más leída, traducida e interpretada, la que le daría visibilidad en el extranjero. Desde 2015 Seix Barral Colombia publica sus obras más recientes y está acometiendo la estupenda labor de recuperar su producción previa.
En muchas de las historias de Tomás González, un viaje desencadena la narración: el libro arranca con una salida. Este desplazamiento lo motiva un cambio de vida, como en el caso de Elena y J., la pareja protagonista de Primero estaba el mar, oriundos de Medellín pero decididos a asentarse en un territorio inhóspito del golfo de Urabá, en el Caribe antioqueño. El segundo párrafo de la novela, escueto y límpido, dice así: «Elena y J. iban para el mar». En especial en su narrativa breve se percibe este arranque: la huida de una situación insostenible, de un fracaso sentimental o de la desolación tras la muerte de un ser querido ocasionan el viaje. «Verdor», el primer cuento de El rey del Honka-Monka, comienza con esta frase: «Después de la tragedia se quedaron todavía por un tiempo en Bogotá». Este íncipit contiene la inminencia de la partida. En efecto, azotados por ese drama que no se explicita pero que podría tratarse de la pérdida de un hijo, la pareja protagonista viajará a Nueva Orleans y luego a Nueva York. El nuevo decorado no podrá, no obstante, evitar que Boris, el personaje principal –un pintor que ha colgado los pinceles a raíz de la desgracia– sucumba a la desesperación, la locura, el alcoholismo y la marginalidad.
Pero en la literatura de Tomás González nunca existe el uno sin su contrario. El viaje es salida pero también regreso: el retorno a la vida no civilizada en Primero estaba el mar o al recogimiento en Las noches todas (2018), cuyo narrador, Esteban Latorre, comienza la novela diciendo: «Visité una tarde a mi hermana mayor y le anuncié que había decidido disminuir al máximo mis relaciones con los demás seres humanos. Pensaba vender el apartamento y comprar una casa con un buen terreno para dedicarme a la jardinería y a vivir en silencio con la tierra y las matas el resto de mis días». Del mismo modo, el viaje que Ignacio, el médico protagonista de El fin del Océano Pacífico, acomete implica asimismo un camino marcha atrás: su madre nonagenaria desea volver a ver, antes de morir, las ballenas jorobadas en la costa pacífica colombiana, y este desplazamiento –tan cercano al ocaso de la existencia tanto de la anciana madre como del maduro protagonista– constituye para Ignacio una vuelta a la familia, a la madre, al mar como origen de la vida: «Mi mamá insistió en volver a la tierra de las ballenas, y aquí volvimos».
La tierra, el mar, las ballenas. Quizás debido a la riqueza y prodigalidad de los entornos colombianos, en la escritura de Tomás González existe siempre una presencia inequívoca de la naturaleza. Algunos de sus libros tienen títulos relacionados directamente con ella (Manglares, Niebla al mediodía, Temporal). No hay personaje sin escenario, no hay trama sin presencia contundente de lo natural, bello y terrible, fragante y nauseabundo, enceguecedor y sombrío. Gusta el autor de recrearse en los cielos, en las olas, en los bosques de guaduas, hasta el punto de que al lector le invade la impresión de que el paisaje cobra vida, se inmiscuye en la trama y en sus protagonistas, los posee. «La noche empezó a meterse en el cuarto, dulce e implacable. Entró crecido el ruido del mar; entraron los sonidos –y el silencio– de la selva cercana; se oyó el ladrido de perros lejanos» (Primero estaba el mar). Esta naturaleza bella y desbordante choca a menudo con la presencia humana, su artificio y sus actuaciones irrespetuosas: la explotación maderera, los vertidos a los ríos, la basura que devuelve el mar o la violencia del narcotráfico, cuya herida subyace y supura abierta pero como en sordina en toda su obra.
Y si hablamos de artificio humano, no hay uno que se ajuste más a esa definición que Nueva York, la ciudad de los rascacielos, esa selva de hormigón que alberga el epicentro de la novela más conocida de Tomás González, La luz difícil. David, un pintor colombiano que vive junto a su mujer Sara y sus hijos en un apartamento de Manhattan, relata los difíciles momentos en torno a la muerte de su hijo Jacobo, que, aquejado de graves secuelas físicas e insoportables dolores sin cura a resultas de un accidente de tráfico, ha decidido morir en una clínica de Oregón. Estas horas previas a la eutanasia, así como otros recuerdos anteriores (la marcha de Colombia de David, los primeros años en Nueva York con Sara y los niños, los amigos, el accidente de Jacobo), se narran en un tono lúcido y trágico sin autocompasión desde el presente de David, anciano y casi ciego, un presente en el que Sara ha muerto y él ha cambiado el apartamento de la Gran Manzana por una finca rural y aislada en la región de Cundinamarca. Esta novela es un ejemplo de cómo una mano maestra es capaz de alternar planos temporales sin que el lector se extravíe en ningún momento, gracias a unos andamios invisibles pero muy sólidos detrás. Narrar entretejiendo capas de tiempo a la trama principal es una técnica común a varias de sus novelas.
Y si hablamos de artificio humano, no hay uno que se ajuste más a esa definición que Nueva York, la ciudad de los rascacielos, esa selva de hormigón que alberga el epicentro de la novela más conocida de Tomás González, La luz difícil
«Se acaba el tiempo». Con esta frase se cierra la última novela de Tomás González, El fin del Océano Pacífico. Porque el tiempo –no solo como técnica narrativa, sino como motivo literario– es también una de las fascinaciones capitales del autor. «Es raro y desesperante que los seres humanos vivamos un manojo de años, vislumbremos la infinitud de este asunto, conozcamos dos o tres cosas, la ley de la gravedad, la existencia de los neutrinos, y pum se nos apague el mundo», dice el narrador. El fin del Océano Pacífico no trata de los límites físicos del mar, sino de la finitud de los personajes que lo contemplan, de ese lapso entre el nacimiento y la muerte, los dos extremos asombrosos de nuestra existencia. Como apunta Ignacio en otro instante, «el sol sale de nuevo siempre, pero no siempre va a salir de nuevo».
La voz narradora ha evolucionado con el paso de los años y de los libros: si en los primeros cuentos y novelas la tercera persona era predominante, en las últimas obras es la primera persona la que narra, dotándose de un tono introspectivo –confesional incluso–, plagado de nostalgias, pero también de humor por momentos, como si con la madurez se hubiese alcanzado la liviandad que otorgan las certezas de la experiencia. El relato de la vida se transforma cada vez más en el relato de los recuerdos de esa vida. Así, por ejemplo, a partir de las evocaciones –en ocasiones contradictorias– que le remiten sus hermanos, Tomás, el narrador del cuento «Vapor» recogido en La espinosa belleza del mundo, arma la crónica de un viaje familiar por el río Magdalena: «Después de cincuenta y pico de años tienden a mezclarse las fotos, los recuerdos, los lugares, y se puede decir que solo la admiración y el afecto por todo aquello, por lo olvidado tanto como por lo recordado, siguen intactos». El inestable equilibrio entre lo que la memoria conserva y lo que el olvido ha arrasado –entre presencia y ausencia, entre desaparición y permanencia– es también una de esas dicotomías, siempre fructíferas, en la escritura de Tomás González. Del mismo modo, en El fin del Océano Pacífico el protagonista construye el relato a partir de digresiones, anécdotas, voces propias y ajenas, meandros de la memoria de una familia con numerosas ramificaciones. «Estas hamacas son buenas para recordar», afirma Ignacio contemplando la inmensidad del mar.
Aunque su obra no posea una abierta voluntad autobiográfica, la personalidad y las vivencias de Tomás González la impregnan. El autor ha declarado que toma de su vida aquello que le sirve para dar cuerpo a su escritura, sin borrar de manera expresa sus propios rasgos. «Mi obra ha ido tomando la forma de mi vida», ha declarado. La historia de J. en Primero estaba el mar recrea el asesinato de su hermano Juan a finales de los setenta en Urabá. En La luz difícil el protagonista comparte con el autor no solo vivencias –su exilio de Colombia y su regreso al país–, sino también rasgos de personalidad y actitudes frente al arte y su recepción. En esa misma novela el apartamento del East Village es un calco del apartamento que el escritor antioqueño habitó en su etapa neoyorkina. Las sagas familiares que aparecen en La historia de Horacio (2000) o en el cuento «Flotar» de El Expreso del Sol se inspiran en su extensa familia antioqueña. En muchos casos sus protagonistas son, igual que él mismo, hombres que intentan dar forma artística al caos, extraer la belleza del horror del mundo: pintores como los ya mencionados David de La luz difícil o Boris de «Verdor», el arquitecto Raúl de Niebla al mediodía (2015), incluso Esteban en Las noches todas al decidir cultivar su jardín («Buscaba crear un lugar de mucha belleza, eso era todo, y ese impulso no tiene explicación».) Las obras que producen estos personajes (los lienzos, el diario, las memorias, los arbustos y las flores) constituyen verdaderas mises en abyme del propio relato: «Las páginas que voy escribiendo las voy tirando, numeradas, en una caja de Fab que tengo al lado del escritorio. […] Ya están ahí las treinta y pico de pilas en las que escribí lo que fueron nuestros años de juventud con Sara, los primeros cinco, quiero decir, tan felices y a veces tan conflictivos, con todo ese torrente de hormonas todavía corriendo por nuestras venas. Y ahora se empiezan a posar las de Jacobo». (La luz difícil)
A pesar de todas las técnicas narrativas, de su habilidad con el uso de la sugerencia y de su personalísimo tratamiento del tiempo, la escritura de Tomás González nunca se opaca. Su estilo es conciso y contenido en algunas obras (Primero estaba el mar, La luz difícil), pero puede abigarrarse y soltarse en otras (Para antes del olvido, El fin del Océano Pacífico). Los argumentos de sus cuentos poseen un perfil claro, una trayectoria recta, pero en algunas de sus novelas el concepto de trama es ligero, serpentea como si sus libros se resistiesen a ser reducidos a una frase. La poesía está presente en todo lo que sale de su pluma, sean o no versos. Por todo lo anterior, sus textos apelan siempre a un lector activo, dispuesto a dar forma a los silencios, a inferir lo no dicho.
En su país, donde Tomás González goza de la devoción unánime de la crítica, muy buenas ventas y numerosos lectores devotos, ha aparecido este octubre su última obra, Asombro, que lleva por subtítulo «La vida, la literatura y el oficio de escribir»: un libro híbrido, donde se recogen discursos, charlas y reflexiones sobre la escritura, textos inéditos, cuentos y apuntes autobiográficos de aquellos acontecimientos que inspiraron sus historias. El próximo otoño se reeditará Niebla al mediodía, su octava novela. Y Tomás González sigue escribiendo a su ritmo honesto, solitario, de espaldas a la tiranía del ruido. Su obra se defiende sola, pero requiere de un editor valiente, convencido. En Colombia lo ha encontrado en la persona de Juan David Correa, el director literario de Planeta Colombia. En Alemania lo publica la prestigiosa Fisher, de la mano del agente y traductor Peter Schultze-Kraft. Debería mover a la reflexión el hecho de que resulte bastante fácil conseguir un libro de Tomás González en una librería de Leipzig e imposible en una de Málaga, por citar dos ciudades al azar. A nuestras librerías españolas solo han llegado en formato físico, por el momento, cinco de sus libros (entre ellos su opera prima, Primero estaba el mar, en 2007, la friolera de veinticuatro años después de su publicación original), ninguno después de 2015. Como consuelo nos queda el e-book, a la espera de que una apuesta editorial apasionada acerque al lector español a este escritor atemporal, revolucionario por lo puro, de honda sobriedad sin trucos, esencial, contundente y admirable.