Olivia Teroba
Un lugar seguro
Las afueras
128 páginas
Publicado por primera vez en la editorial Paraíso Perdido en 2019, el libro de la mexicana Olivia Teroba (Tlaxcala, 1988) ha aparecido en España en 2021 de la mano de la editorial Las afueras. Olivia Teroba estudió Comunicación en la Universidad Autónoma de Puebla y Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha sido becaria de varios programas de escritura y ha obtenido diversos premios. Después de Un lugar seguro, Teroba publicó en su país un volumen de cuentos, Respirar bajo el agua (Paraíso Perdido, 2020), cuyas protagonistas intentan esquivar la violencia y la pérdida, al mismo tiempo que persiguen desenredar su propio yo.
De algo así se ocupa también Un lugar seguro, pero desde la perspectiva del ensayo personal. Los once textos breves —rondan las diez páginas— que contiene se aproximan a la autobiografía. Parten de una anécdota, un suceso, una situación cotidiana o una vivencia para conectar con un tema genérico como la amistad, el miedo, la figura del padre, los cuidados, la adolescencia o las relaciones familiares. No obstante, pese a esta diversidad de tópicos, todos los artículos remiten a un denominador común: el de ubicarse, el de hallar un espacio a cubierto que entronque con la identidad, un territorio real pero también metafórico, una región con asideros, donde sentirse una misma, donde sentirse protegida. No resulta sorprendente que la obra Una habitación propia (1929), de Virginia Woolf, se escuche como eco de fondo a lo largo de todo el libro.
Dos citas inauguran la lectura y marcan la ruta de lo que encontraremos más adelante. La primera de ellas son unos versos de la poeta chilena Ángela Neira-Muñoz, una puerta abierta a la voz personal desde la propia memoria, sin lenguajes impuestos, ni recuerdos ajenos: «Y si pienso sin precaución / Y si pienso sin tu lengua / Y si pienso sin tu historia / Y si pienso con mi lengua / Y si pienso con mis memorias». La segunda cita, firmada por la argentina Victoria Ocampo, apela a lo colectivo frente a lo individual, cuando afirma que «nuestras pequeñas vidas individuales contarán poco, pero todas nuestras vidas reunidas pesarán de tal modo en la historia que harán variar su curso». De este modo van a articularse los ensayos de Olivia Teroba: desde lo individual a lo colectivo, del yo al nosotros (o al nosotras, más bien), nutriéndose de la experiencia personal para trascender, siempre desde lo pequeño, lo individual y lo concreto para alcanzar lo común, lo compartido.
Entre los once fragmentos, algunos destacan sobre el resto. Es el caso del penúltimo, «No viajaban solas», que versa sobre la soledad y la compañía, la amistad entre mujeres o los cuidados mutuos. O del sexto, introspectivo y lúcido, que lleva por título «Medir la tristeza» y defiende la aceptación de las emociones —en concreto las que tienen que ver con la desdicha— en esta sociedad demasiado tendente a la contención y al rechazo de las expresiones melancólicas. Otro de los capítulos más conseguidos es el primero, «Desocuparse», en el que el hermano de la narradora se muda al piso que esta habita, sola hasta ese momento, en Ciudad de México. La entrada en escena del hermano supone el fin de la vida única, del espacio exclusivo, la invasión del lugar seguro recobrado por la narradora después de una ruptura sentimental: «Ya me estaba reconciliando con este espacio cuando, de un día para otro, mi hermano llegó […] a dormir en el que era mi estudio, ocupar mis utensilios domésticos, llenar la mitad de mi clóset con su ropa». Esta aparición no causa solo alteraciones en el hogar, como compartir la cocina, tener que desplazar el escritorio o los ruidos del otro. Constata, además, que la relación fraterna ya no es la de la infancia, ha perdido la complicidad de antaño: «Supongo que está triste. […] No me atrevo a preguntarle. Quisiera saber en qué momento dejamos de utilizar ese puente para comunicarnos. Me refiero a las palabras. […] Me hace recordar otros tiempos, cuando nos relacionábamos sin problemas, incluso con ternura».
Todos los ensayos de este libro plantean preguntas, abren brechas que provocan un cuestionamiento en el seno de quien los lee. El quinto, el titulado «34B», cuya anécdota de partida es la compra del primer sujetador, trata de las relaciones casi nunca armoniosas que, en especial las mujeres, establecemos con nuestro cuerpo, sus mutaciones —las inevitables y las que le causamos a propósito— y las convenciones externas que padecemos en relación con nuestro físico. El interrogante que subyace es cómo poder conquistar nuestro cuerpo para nosotras mismas, cómo habitarlo, cómo reconocerse en él, cómo escapar de la mirada de los demás. Esa huida de los dictados ajenos está relacionada con el hallazgo de las palabras que nos pertenecen, nos identifican y nos definen. «¿De qué forma podríamos definir la belleza a partir de lo que ya somos y alejarnos de modelos hegemónicos? ¿Cómo podríamos escribir eligiendo temáticas, estilos y modelos a partir de constelaciones propias?», se pregunta la narradora, ante el inevitable asunto de si existe una literatura masculina o femenina, marcada a fuego.
Porque, como la lanzadera de un telar, la reflexión sobre la escritura atraviesa las páginas. «Quiero ubicarme, reconocerme e intentar que de ahí surja mi escritura», apunta la escritora. En este sentido, Olivia Teroba sigue la senda que otras escritoras, como su compatriota Jazmina Barrera, han hollado: la de los géneros híbridos que mezclan experiencia personal, ensayo y análisis sobre el acto de escribir. «Recuperar, a través de la escritura, lo que se sabe perdido», podemos leer más adelante. Así, la creación es el salvavidas, la medicina para la desubicación, para la pérdida, para el olvido («Tengo miedo de olvidar lo que es importante y dejar de escribir»). La escritura de Un lugar seguro es también la exploración de la escritura y, para ayudarse en esta tarea, la autora toma de la mano a las plumas que la precedieron: la ya mencionada Virginia Woolf, pero también Emily Dickinson, Simone de Beauvoir o Jessa Crispin. Entre ellas sobresale la figura de Elena Garro, a quien dedica un capítulo en «Presente simple».
El estilo claro, sencillo y de frases cortas pero contundentes es una innegable virtud. «Y a todo esto, ¿nosotras qué buscamos?, ¿qué busco yo?», dice la narradora del último de los apartados, que da título al volumen. «Me pregunto en qué creo. Estos días, en el zen». Es la viva imagen de una voz que no esconde su fragilidad, una voz delicada que duda, y que, por esa misma razón, resulta poderosa en su autodescubrimiento. En algunos pasajes desearíamos, es cierto, que cerrase solo un poco más, que acotase sus vacilaciones: a esta clase de libros los engrandece la capacidad de profundización y de síntesis, no tanto por comodidad lectora sino porque el conjunto gana en entereza y solidez. Si no, se corre el riesgo en instantes puntuales de quedarse en lo inconcreto, de deshilacharse.
Un lugar seguro es una primera obra íntima y valiosa, una colección de ensayos personales que, en la bella edición de Las afueras, nos permite escuchar la palabra de una escritora que recoge el testigo de grandes antecesoras y promete indiscutibles alegrías futuras.