David Pérez Vega
Caminaré entre las ratas
Carpe Noctem, Madrid, 2020
343 páginas, 20.90 €
POR EDUARDO LAPORTE

 

David Pérez Vega (Madrid, 1974) atesora un puñado de títulos a sus espaldas del que cabría destacar, antes de la obra que nos ocupa, el libro de relatos Koundara (Baile del Sol, 2016). En ellos sentó las bases, como ha comentado él mismo, del que luego sería su proyecto más ambicioso hasta la fecha: la novela Caminaré entre las ratas (Carpe Noctem, 2020), cuya escritura no dista mucho en el tiempo de los citados relatos.

Por señalar algunas concomitancias, en aquellos relatos, Pérez Vega dio muestras de su capacidad para aunar dos virtudes que poseen los grandes textos: la precisión y el misterio. Porque este autor criado en Móstoles confecciona su literatura mediante una observación aguda de la realidad, a veces microscópica, que podría recordar a los universos de dos autoras sutiles pero también certeras como Elvira Navarro o Eider Rodríguez, autoras ambas del sello Literatura Random House.

En Koundara, nos encontramos con algunos de los temas que se desarrollarán en la novela, así como esa querencia por los barrios poco transitados en la literatura actual, es decir, las ciudades dormitorio, y personajes que resultan atractivos por su condición de víctimas silentes, mansas, en un mundo hostil. Entornos familiares donde se cuece una vívida intimidad, y también ámbitos públicos, claustros de profesores con demasiados puntos de divergencia, que generan un cosmos propio, atravesado siempre por esa mirada penetrante y a la vez empática de David Pérez Vega. Todo ello en las antípodas de la solemnidad.

Unos mimbres de escritor con hechuras, con una prosa sobria, realista, pero no exenta de unas capas de misterio que irán surgiendo progresivamente, envolviendo esos escenarios de una fuerza magnética nueva. Pero, a diferencia del torrente de autores y, sobre todo autoras, que trabajan lo oscuro, lo turbio, con una afición a lo mórbido un tanto gratuita, en la prosa de Pérez Vega se adivina un fondo de bondad, de justicia, de rebeldía ante los abusos del sistema (o los sistemas). Huye así del relato de lo sombrío o enfermizo porque sí, lo cual agradecerá el lector cansado de cierto nihilismo resultón.

No significa esto que Caminaré entre las ratas sea una obra complaciente, un masaje para el lector. La novela de Pérez Vega pone el dedo en la llaga, en la parte sucia del mundo, en la corrupción progresiva de una sociedad –la de los años diez– con un humor desencantado que recuerda a la decepción de aquel estudiante de Medicina llamado Andrés Hurtado que Pío Baroja ideó hace más de un siglo en su novela más redonda, El árbol de la ciencia (1911).

Porque al igual que Hurtado, Domingo Ramírez, que así se llama el protagonista – alter ego del autor –la novela entera es un neto ejercicio de autoficción, con todos los elementos que definen el género–, es un desertor. No un vencido, sino alguien que prefiere no alimentar al monstruo en cuyas fauces ha ido a parar. Aunque, mientras el personaje de Baroja abandona la medicina por una desafección personal, por ser demasiado sensible (un aristócrata, un epicúreo, diría de él su tío Iturrioz) para desempeñar un oficio tan duro, el personaje de Pérez Vega reniega por una cuestión moral de las consultoras, esas KPMG y Price Water House Coopers que exprimen a trabajadores incautos como él, y buscará nuevas soluciones en las que sobrevivir económica pero también anímicamente. Un trabajo que le permita vivir y, con suerte, arañar unas horas al día para leer y escribir. Pero antes, pasará por la consultora William Golding (guiño metaliterario), donde el protagonista conoce personas «que salían de trabajar a las tres o cuatro de la mañana todos los días, fines de semana incluidos, durante meses». Todo ello por un sueldo base de 1.014 euros al mes. Surge entonces una nueva clase social, la de los «pobres y auténticos liberales», que el autor señala con acierto.

Domingo Ramírez escapa de esa espiral de explotación para refugiarse en un trabajo menos considerado socialmente pero que le aleja de la angustia. Como ese Hurtado/Baroja que abandona la medicina y se hace traductor/panadero, el alter ego de Pérez Vega se coloca como teleoperador de una empresa financiera y atiende, sobre todo, a señoras a las que han robado el bolso y la tarjeta de crédito. Un sueldo precario, pero que al menos cuenta con horarios fijos; un trabajo que, como deja caer el protagonista, podría incluso plantearse como opción de futuro si las condiciones fueran un poco mejores. Es uno de los males de la España del primer tramo de siglo: la dificultad de encontrar una ocupación que no genere algún tipo de violencia. Añora Ramírez un empleo que le ocupó durante años, una «Arcadia laboral» que ofrecía nada menos que un buen sueldo, horarios que se cumplían y un trabajo digno que se podía realizar sin especiales padecimientos. Demasiado pedir en la España poscrisis.

Domingo Ramírez, si bien comparte cierta hipersensibilidad con el Hurtado barojiano, representa al español medio, procedente de una ciudad dormitorio (Móstoles), sobre el que cae el peso de un país agrietado. Sus aflicciones son las propias de una sociedad frustrada que irá alimentando monstruos populistas que saben que su electorado les dará sus votos de la catarsis, del descontento. Así, otro de los puntos fuertes del texto tiene que ver con la descripción del caldo de cultivo que desembocará en la fundación de un VOX que, en el momento de la redacción, aún no existía ni en siglas. Pérez Vega se refiere, en cambio, al Puño Patriota de un ficticio Teodoro Rivas, cuyo futuro político pronostica con aguda y misteriosa precisión. «Nos va a pegar una sorpresa en las próximas elecciones europeas. Además, tiene claro el tema de la inmigración y lo de la gente que aquí está chupando del bote», comenta un amigo del protagonista.

Desde su origen mostoleño, lugar elegido por muchos no por sus encantos naturales sino por las posibilidades de promoción personal que significaba vivir al calor de la gran ciudad, Pérez Vega retrata con audacia a una sociedad defraudada que no esperaba tener que ponerse a la cola de las oportunidades. Forman parte de esa derecha cuñada que tiene solución para todo y que en esta novela recibe su dosis de caricatura. Como ese tío Claudio, epítome de la contradicción política al que se define como un «liberal-proteccionista» y «católico-genocida», dando a entender que cierto prototipo del franquistoide avieso y tosco aún goza de predicamento. Tanto él como el primo Jaime se declaran antiabortistas, pero se alegran de que los africanos se ahoguen en el Mediterráneo. Recuerdan a aquel Pepinito, de Alcolea del Campo, al que descalifica Baroja en El árbol de la ciencia: «Era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un catedrático. Cuando explicaba algo, bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal que a Andrés [Hurtado] le daban ganas de estrangularle».

Dijo Pablo d’Ors en la presentación de su El estupor y la maravilla que el boom latinoamericano no caló tanto en él como en otros autores de su generación porque esa literatura trataba de grandes colectividades, buscaba una novela social, y él prefería la novela del yo contra los elementos, en la tradición centroeuropea que coloca al hombre frente a sí mismo. La obra de Pérez Vega mezcla con equilibrio ambas dimensiones: la autoficcional y la novela de su tiempo, de su entorno, de tipo social; no en balde son cuantiosas las referencias a los escritores admirados por el protagonista, un letraherido cuyas cuitas con el mundo literario podría haber padecido el propio Pérez-Vega, y que forman parte también de ese canto amargo que tiñe muchas de sus páginas.

Haroldo Conti, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Roberto Bolaño, Antonio Di Benedetto o César Aira son algunos de los autores latinoamericanos, vivos y muertos, que aparecen como estrellas fugaces a lo largo del texto para compensar la menos agradable aparición de las ratas convertidas en leitmotiv: escritores que David Pérez Vega ha leído con profusión y comentado en diversos medios, como la Revista Eñe o Librújula, pero también a través de sus redes sociales o de su canal personal en Youtube.

Porque la literatura es el asidero de Domingo Ramírez en una novela que apuesta, en su primera parte, por el vitalismo, por la pulsión más o menos erótica (como el dilema del título barojiano), para llegar a esa cúspide en el capítulo cuarto, el central, que nivelará la balanza por el lado de Tánatos. Una subtrama amorosa describe de manera nítida la leyenda de la rana hervida, es decir, aquella trampa que consistiría en entregar sexo, convenientemente dosificado, como estrategia para afianzar un compromiso sentimental posterior, así como una estabilidad económica por parte de ese batracio al que se coció a fuego lento para que se abotargue y no pueda escapar de la olla. David Pérez Vega, distanciándose ahora de ese Baroja con el que hemos establecido un paralelismo, se adentra con soltura y un grato desparpajo, no exento de self-deprecation, en una subtrama erótico-romántica que, si bien ofrece algún brochazo gordo a lo Houellebecq, se mueve en la habitual delicadeza y sutileza en la disección sentimental. En unas páginas inspiradas, con esa comicidad fría marca de la casa, Pérez Vega ensarta otro desencanto para su colección particular con el relato del viaje a Canarias, donde vive ella, para caer en ese cepo que pueden esconder las redes de ligue, con la consiguiente condena en forma de humillación digital y pública que trastornará al personaje en lo que queda de trama.

Domingo Ramírez relata sus reiterados trompicones vitales sin caer en la autocompasión, logrando enseguida el favor del lector. Si bien la novela, abundante, generosa, es un gran ejercicio de autoficción, el lector no se siente desplazado sino cómplice. La prosa no es pretenciosa, pero sorprende con felices descripciones –«Es un tipo calvo y obeso, con una papada inmensa y bailarina»– que resultan adictivas. Como invita a leer más esa ironía templada, apenas perceptible, que va marcando el fluir narrativo de esta novela mayor.

Un trabajo apenas perceptible el de cuadrar los capítulos, el de pulir aquello que sobra, el de, a pesar de la magnitud del texto, mantener el equilibrio entre lo que se cuenta y lo que no, entre la precisión y el misterio, entre la denuncia social, gremial, económica, política, local y global, pero sin caer en el tono jeremías, de vuelta de todo, en la monserga pesimista de quien da todo por perdido. El protagonista no es un cenizo a pesar de que, como Andrés Hurtado, no encuentre sitio para él. Sin embargo, no hace una enmienda a la totalidad. Intuye que pueden existir intersticios en los que colarse, como ese horizonte en la educación, como profesor de Secundaria, al que aspira como un sendero del medio en el que encontrar cierta paz, sin perder de vista su pasión literaria, su pulsión creativa como antídoto contra un mundo emponzoñado. Quizá no salvará el mundo, pero puede salvarse él sin necesidad de vender su alma, su vida, al diablo. Domingo Ramírez, a diferencia del entorno que lo rodea y lo atosiga, no metamorfoseará en rata. Ese sería otro paralelismo posible con esta obra, el kafkiano, el de un Gregor Samsa que lucha contra esa conversión en bicho repelente. Y en esa resistencia de heroísmo sostenido –decía precisamente Kafka que la paciencia es la mayor virtud– encontramos la luz al final del túnel.