POR JUAN GRACIA ARMENDÁRIZ

La poesía aplicada consiste en no mirar
con ojos llenos de vida estropeada.
Francisco Javier Irazoki

El poeta navaro Francisco Javier Irazoki. Fuente: Wikicommons

La obra de Francisco Javier Irazoki prolonga, contra todo pronóstico, una vida excesiva. Reconozco que el adjetivo resulta engañoso, pues sus excesos traen consigo una semilla que contradice las adicciones tradicionales: sexo, drogas, rocanrol… a excepción de la comida. Cocina con la delicadeza artesanal de los buenos cocineros. Exige, casi ordena, que no dejes nada en el plato, pero es una orden inocua porque colma el deseo del anfitrión. Este lector siente lo mismo con su obra reunida por Hiperión y titulada Los descalzos. Poesía completa (1976-2023). Él nunca ordenará que lean su libro, donde pone punto final a su trayectoria poética; eso me toca a mí, aunque suene excesivo.

Hace años, Irazoki recordaba a aquellas matriarcas que cocinaban suculentos guisos telúricos: alubias rojas con tocino, migas de pastor, un cuenco de cuajada… Platos que poseían el preternatural don de resucitarte. La escritura de Irazoki posee el mismo poder transformador. Su «poesía en prosa», como él prefiere denominar a sus textos que prescinden de la versificación, se centran en tres títulos: Los hombres intermitentes, (1999-2003); Orquesta de desaparecidos (2007-2014) y El contador de gotas (2016-2019). Sin embargo, pueden hallarse textos de similares rasgos en sus cuatro libros de versos: Árgoma (1976-1980); Desiertos para Hades (1982-1988); La miniatura infinita (1989-1990) y Retrato de un hilo (1991-1998), así como en La nota rota (2007) y Ciento noventa espejos (2016). Aunque la poesía sea su plato principal, esta se expresa también en prosa, que condimenta y liga su cocina literaria.

Añoro su pollo al horno, acompañado de lechuga y cebolla recién arrancadas del huerto, pero desde que se fue a vivir a París su cocina ha alcanzado una perfección que aúna la modernidad con la sutileza zen. Nada que ver con Rabelais, nada que ver con La Grande Bouffe. Suele enviar fotografías que acompañan a sus recetas esotéricas. Albergo la convicción de que las escuelas de alta cocina deberían incluir en su programa de estudios la asignatura de Artes Amatorias. No se puede cocinar como él si no eres un buen amante… Cocinar no es el exceso más destacado de Irazoki. Como ya se ha dicho, es poeta y vive en París, lo cual si no es un exceso sí es una hipérbole.

Nació en 1954 en Lesaka, un pueblo fronterizo de la montaña navarra. Irazoki ha dejado escrito que la pobreza y el trabajo duro fueron parte de su paraíso de infancia. Hijo de campesinos, su madre no tuvo zapatos hasta los veinte años. Su hermana le enseñó el español para facilitar su ingreso en la escuela, pues su lengua materna fue el vascuence, aunque haría del castellano su lengua literaria. En el seminario, un grave accidente deportivo le quebró la espalda y le impidió alcanzar la estatura del hombretón que, presumo, sus genes le tenían programada. Su hermana Nica lo introdujo en la literatura con tres autores que exigían un lector avezado: La realidad y el deseo, de Luis Cernuda; Ulises, de James Joyce; y el conjunto de ensayos de Octavio Paz, Los signos en rotación. En tanto, afilaba su oído escuchando música de las bandas de la época, cuyas formaciones memorizaba con precisión enciclopédica. Era feliz. Pero la sombra del daño se cernía. Su padre, figura clave en la formación moral de Irazoki, murió. Al tiempo, su madre enfermó, quedando al cuidado de Nica.

Su escritura precisa y los amplios conocimientos musicales le permitieron colaborar en Disco Expres, semanario de difusión nacional editado en Pamplona, lo que le permitió trasladarse a Madrid como crítico musical en la prestigiosa revista El musiquero. No consigo imaginarlo: un joven delicado, culto, con el oído de un búho boreal, caminando por las calles de Lavapiés. Seguía escribiendo entre el descubrimiento de grupos como Burning o los arpegios de un nuevo guitarrista flamenco. El destino, más retorcido que su maltrecha espalda, le tenía preparado otro camino. Nica cae enferma e Irazoki regresa a Lesaka. Tras el fallecimiento de su hermana, pasa siete años de reclusión al cuidado de su madre. Dos mil quinientos días con sus noches. Con la muerte de la madre, se abre una cesura. Podríamos pensar que de una experiencia así sólo puede salir un hombre herido por la amargura; un adicto al silencio triste en el mejor de los casos. Pero de aquella casa salió un hombre que había decidido abrazar la bondad como guía vital. El joven que había entrado en el caserío no era el mismo que cerró la puerta tras él y lo abandonó. Uso el verbo abandonar porque no es una exageración. Lo regaló al que había sido novio de Nica, que entonces formaba una familia y no disponía de vivienda. Al lote añadiremos otra casa, once terrenos, cada uno del tamaño de un campo de fútbol, y trescientas mil pesetas. Repartió entre los amigos su biblioteca personal. Este gesto de renuncia nos da una pista sobre la clase de excesos que le caracterizarían el resto de su vida. Durante un tiempo, trabajó como archivero del ayuntamiento y secretario del juzgado de Lesaka. Los legajos y sumarios del archivo podían competir en orden y pulcritud con los del Pentágono. Su mansa rebeldía se unió al grupo CLOC de Arte y Desarte, formado en San Sebastián por Fernando Aramburu, Álvaro Bermejo, José Félix del Hoyo, Juan Martínez de las Rivas o Miguel Ángel Antón, entre otros miembros. El plan, durante los años convulsos de la Transición, era abrir un hueco para que entrara el aire de la provocación y el humor surrealistas. Una de las acciones que idearon sin posibilidades de éxito fue disfrazar al Cristo que corona el monte Urgull de casero o de guardia civil. En los días de la consulta para refrendar la Constitución, la opción de CLOC fue Nietzsche bai, consigna que decoró algunas paredes de la ciudad. La tomaron con la escultura del Peine del Viento, de Chillida; vendían a periodistas culturales el supuesto descubrimiento de un poeta de la Generación del 27 o presentaban poemas de Neruda a concursos en los que el poeta chileno nunca ganaba…

Cuando lo conocí vestía un jersey de lana de color naranja, pantalones azules de faena y sandalias. Añadamos al atuendo melena y barba rubias, piel de recién nacido, ojos azules. De tan limpia, no era fácil mantenerle la mirada. Me intimidaba un poco sin él pretenderlo. No bebía, no fumaba, no se le conocían novias o amantes. «Tengo manos de pianista virgen», decía. Nos veíamos en un bar que la clientela evitaba porque el dueño tenía el carácter de un demonio de Tasmania. Éramos los únicos clientes, así que en aquel local se podía conversar sin alzar la voz. Solía traer bajo el brazo un libro de poemas recién comprado para mí. Tras ahorrar peseta a peseta se fue a la India. De regreso, nos contó que un día, cansado de callejear por Benarés, se sentó en una esquina. Al poco rato, las rupias tintineaban a su alrededor arrojadas por los turistas, en la creencia de que era un mendigo. Su delicadeza es un exceso invertido contra el que no hay armaduras. No es creyente, pero un día, sentados en un banco, me dijo: «Hay que obrar bien, aunque sea por estética». Cuando halaga sin límites a alguien, el escritor Roberto Herrero tiene una regla que yo hice mía: de entrada, le descuento cincuenta puntos y luego ya veremos si la renta del desconocido aumenta o disminuye.

A principios de los años noventa, Barbara Loyer, catedrática de Geopolítica de la Universidad París 8, acudió a su casa para entrevistarlo. Se enamoraron e Irazoki la siguió, «sin saber si viviría bajo un puente roto». Una hermosa casa en el barrio de Bastille lo esperaba. A los pocos años era padre de Adriel e Ilka. Por esa casa han pasado artistas, escritores, filósofos… Y siguió escribiendo. A veces, la vida olvida la maldad o regresa con ella. Cuando el daño acecha, trabaja. En Ciento noventa espejos da cuenta de ello: «He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir. Los pasillos y salas de hospitales son libros que me instruyen. (…) Salgo dispuesto a retener lo aprendido. En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía».

Como ya se habrá sospechado, Irazoki no es un poeta maldito, aunque viva muy cerca del café donde Verlaine se sentaba a beber absenta. La placa exterior que indica el lugar la colocó el Ayuntamiento de París por su empeño. Hasta entonces, los funcionarios municipales parisinos desconocían el verdadero significado de la palabra terquedad. En Café con grito, que pertenece a El contador de gotas, escribe: «Paul Verlaine existe todavía. Nos cuesta identificarlo porque está dividido en sus herederos de la calle Saint Sabin. Sus fragmentos son un círculo de jóvenes acurrucados en los soportales, una muchacha que pinta precipicios, un borracho violento que tiene una barra metálica en la voz. Otras fracciones del escritor se desplazan en el cuerpo de una guitarra y duermen en el mercado. Hemos visto las astillas de Verlaine en el carro de la compra que empuja un vagabundo».

No consigo imaginarlo: un joven delicado, culto, con el oído de un búho boreal, caminando por las calles de Lavapiés. Seguía escribiendo entre el descubrimiento de grupos como Burning o los arpegios de un nuevo guitarrista flamenco

Rimbaud, Lautréamont o Baudelaire se adentraron en la isla de los excesos; otros avistaron las nieblas de la locura. A Lautréamont, Irazoki le debe un doble asombro, él que los colecciona; la belleza de sus versos y una lección de vida: hacer exactamente lo contrario de lo que proclama el poeta nacido en Montevideo. En Enemigo admirado, perteneciente al libro citado, leemos: «Mi juventud pasó muchas horas rebatiendo la crueldad bella de los seis cantos del libro de Lautréamont. Las frases doloridas del poeta me exigían elegir con cuidado los argumentos de mi repulsa. Demolí para construirme. (…) Abro mi ejemplar de Los cantos de Maldoror y mastico una pequeña bola de luz: pan, caracoles, patatas que encierran los alaridos subterráneos de un poeta que, al acogerme en la oscuridad de sus habitaciones, me guio por un camino opuesto».

Aunque comparte año de nacimiento con el baterista de AC/DC, Phil Rudd, y su generación se crio entre los aullidos de Janis Joplin y los riffs flamígeros de la guitarra de Jimi Hendrix, la única droga que ha probado fue el tabaco de efectos lisérgicos que un tío emigrante en Estados Unidos llevó al huerto familiar. Irazoki lo cuenta en Humo paralelo, prosa que incluye en El contador de gotas. Años después de la experiencia, su hermana Nico le diría: «Gracias a aquel tabaco, seremos borrachos sobrios».

Frecuentó al epítome del malditismo español. Visitaba a Leopoldo María Panero en el manicomio de Mondragón y lo llevaba a pasear por San Sebastián. Panero hacía chistes o escupía relámpagos de ingenio. Las risas y el disimulo bajaban el telón cuando llegaba la hora de volver al manicomio. En el taxi de regreso, Irazoki veía caer la máscara. Lo miraba un hombre roto por la enfermedad.

Dudo que la cita a AC/DC sea de su agrado, aunque la música sea una de sus artes más queridas, (casi) a la altura de la comida. En París cursó estudios de musicales de Armonía y Composición, Historia de la Música… Se ha destacado la eufonía como una de las características de su escritura, y si bien es cierto que posee un oído admirable, la música es uno de los temas recurrentes de su obra, en la que se pueden encontrar citados a los bluesmen más conspicuos, anónimos guitarristas callejeros, grandes compositores clásicos y modernos, músicos de jazz… Junto a la música se hallarán los marginados: inmigrantes, vagabundos, dementes del barrio, alcohólicos que se beben a morro el desierto… La poética de Irazoki transmuta el dolor ajeno en visiones que quedan fijadas en la memoria visual del lector. En Paisaje visto desde el saxo de John Coltrane, incluido en su libro Los hombres intermitentes, escribe: «Los monjes del alcohol pasan el día en las calles y al anochecer regresan a sus monasterios de cartones rasgados. Ya no buscan el retiro para ser anacoretas; toda la urbe es lugar solitario, porque los paseantes y conductores de automóviles circulan a una velocidad de viento repentino. Los monjes les saludan levantando su muerte embotellada».

Otro ejemplo, tomado de Orquesta de desaparecidos: «(…) El ave llamada Charlie Parker voló desde el gueto pobre hasta la burla de unos aplausos. Ahora prende fuego a la habitación del cuarto piso y ve arder su juventud (…)».

La poesía en prosa de Irazoki es fruto de una mirada muy alejada de lo pintoresco. La suya es una mirada compasiva que entre restos del banquete social encuentra poesía postrada. En El perro del ventrílocuo, texto perteneciente a Los hombres intermitentes, un excremento de perro se convierte en el símbolo escatológico del hombre ensimismado: «(…) Bastantes personas llevan en la mano un perrito del tamaño de una tarjeta de crédito, un animalito cuyas claves secretas pulsan para recibir lametones o travesuras que a ellas les permite el bálsamo de regañar o desahogarse. (…) El excremento de perro sobre la acera es el guarismo de la soledad en París; un signo que expresa la cantidad de hombres que imitan voces. Veo un río de seres que, sin otra compañía que la de los animales, hablan solos».

Así como los marginados forman un orfeón de disonancias poéticas, tampoco la obra de Irazoki ha sido ajena a la violencia terrorista. En su libro Los hombres intermitentes, los textos Muerte roñosa y Definición de la patria son muy elocuentes al respecto. La libertad personal y el respeto al otro son límites morales; también la rebeldía individual. Dos referencias muy queridas por Irazoki: El hombre rebelde, de Albert Camus, y el pensamiento de Hanna Arendt. La libertad individual es ensalzada en La miniatura infinita: «El paraíso sería insoportable / si no pudiéramos huir de él».

La poesía de Irazoki es una destilación natural de su forma de estar en el mundo. Entiende por poesía un acto de bondad, belleza e inteligencia.

Hace unas semanas presentó su poesía completa, acompañado por su mujer, Barbara Loyer. Fue un acto de amor, aunque la palabra genere inquietud entre los mercachifles de la posverdad. En Barbara (1), incluido en Música incinerada, Irazoki escribe: «(…) Meses después del primer saludo, nos refugiamos en una vivienda de maderas crujientes. Nos oponíamos a las tristezas exteriores uniendo la literatura, el entendimiento y los entusiasmos físicos. (…) Tres décadas y dos hijos más tarde, repaso su sabiduría callada y su equilibrio paciente. Afila la palabra justicia. Todos los días contemplo a un ser ante el que la enfermedad debería avergonzarse».

Aunque con Los descalzos pone punto final a su poesía en verso, la encontrará en otros cauces creativos. La bondad y la belleza nunca son suficientes. Las necesitamos más allá de todo exceso.