Pablo Gutiérrez
La tercera clase
La Navaja Suiza
177 páginas
POR EDUARDO LAPORTE

Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) copó la atención de los prescriptores literarios más influyentes allá por 2010, cuando ganó el Premio Ojo Crítico con Nada es crucial, al que siguió Ensimismada correspondencia, ambos publicados en Lengua de Trapo, cuando la editorial aún marcaba tendencia. Una trayectoria afortunada que le permitió dar el salto a Seix Barral, donde publicó tres títulos, el último, Cabezas cortadas, hace cinco años. Después, una novela juvenil en Edebé, y La tercera clase (La Navaja Suiza), que la editorial que dirige Elena Ramírez habría rechazado por razones que desconocemos. Una novela con problemas. Como los personajes que la pueblan.

Concebida como «novela perspectivista», el relato de La tercera clase se construye a partir de los monólogos de decenas de personajes. Un collage colectivo formado por los alumnos de esa llamada tercera clase (el repositorio de lo peor de cada casa, dicho con brocha gorda), y los profesores de instituto que tratan de lidiar con ese contexto sobrecargado de conflictos, de problemas. Recordaría, en ese sentido, a la película La clase (2008) retrato de la banlieu y los problemas derivados de la marginalidad y las dificultades de inclusión.

Quizá inspirado en esa película, Gutiérrez vuelca todos los problemas que conviven en permanente conflicto en La Broa, particular región imaginaria que es un trasunto de la Baja Andalucía, o el Cádiz profundo de las barriadas más desfavorecidas de localidades como Sanlúcar de Barrameda. Ahí, precisamente, da clases en un instituto el propio Gutiérrez, lo que se entiende como un valor añadido. El maestro Pablo Gutiérrez que estaba ahí.

El personaje de Eduardo, que funciona como alter ego del autor, sintetiza la frustración de vivir en el meollo de un «narcosistema» que, como los trajes fabricados con asbestos, protege contra el fuego de la vida al tiempo que mataba a sus portadores. De ahí su lamento de todo ese «folclore narco» que ampara la ilegalidad del negocio del hachís, la sostiene, la fomenta para beneficio de unos pocos que optan por ese atajo económico en lugar de deslomarse recogiendo zanahorias. Porque no hay más dilema: el narco o la peonada agrícola.

El drama, por tanto, invade todas y cada una de las páginas de esta novela con problemas, lo que se traduce en una lectura áspera a la que se suma esa estructura de historias que encadenan una tras otra sin que resulte fácil localizar el hilo conductor, ese punto ciego que propone Javier Cercas en su ensayo homónimo. ¿A dónde vamos? ¿Qué perseguimos? ¿Qué historias de las que cuentan Guti, Mauri, Aurora, María, Jasón, Alberto, Bento, Dámaris, Valme, Aldo, Regla, Juanloco, Nico, además de las de Dolores, Eduardo, Aurora, Rodrigo, Mario, Antonio, Sebastián y Beatriz, nos orientan entre toda esta avalancha perspectivista?

Quizá esa sea la propuesta, ambiciosa, de Gutiérrez: aturdir al lector del modo similar al que a los docentes de institutos como el que se narra en la novela aturden sus alumnos, los bloques de hormigón como paisaje cotidiano, los horizontes cercenados, la violencia en el aire. Al respecto, es digno de subrayar el desahogo de Lupe, una de las voces que articulan el relato coral, cuando compara el instituto con una cárcel: «La arquitectura, el mobiliario, las ventanas enrejadas, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares».

Entre tantos problemas, aparecen las virtudes. Esa denuncia de un sistema corrompido de raíz, en los cuales poco pueden hacer los que deberían educar para buscar otras direcciones, con esos docentes convertidos en convidados de piedra, paralizados entre la desazón y la impotencia.

Quizá ese sea otro problema del libro, que el lector adivina de antemano que todo lo que se le cuenta está condenado sin remedio, que no hay solución ni esperanza posible y, por tanto, queda excluido, fuera de la clase.

Novela de menos de doscientas páginas escrita en tres años, destila otro problema: la falta de espontaneidad y el trabajo concienzudo de plantilla. Como si la literatura respondiera a un propósito, como la denuncia que remitimos al agente de policía, solo que en este caso la recibe el lector. Olvidando que leer también está hecho para cierto goce, aunque sea dentro de la desolación, algo que sabía Primo Levi cuando escribió Si esto es un hombre.