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Guillermo Altares
Una lección olvidada. Viajes por la historia de Europa
Tusquets Editores, Barcelona, 2018
480 páginas, 22.90 € (ebook 12.34 €)
Una lección olvidada es un libro tan ameno que lo único que me inquieta ahora que inicio su reseña es no aburrir al lector con observaciones que puedan confundirlo sobre su naturaleza. Resultar pesado comentándolo es el peor servicio que podemos prestarle. Ignoro si la agilidad de la escritura va con la profesión de reportero en la que Altares tiene acreditada una importante trayectoria, pero lo cierto es que, por abstruso que sea un tema, por abigarradas que resulten sus causas o implicaciones, siempre consigue exponerlo con claridad y de modo tan eficaz que, en verdad, cuesta separarse del libro.
¿Cuál es el secreto? Muchas cosas, naturalmente. El talento narrativo nunca es casual. Sin una masa enorme de lecturas difícilmente nadie escribe así. Tampoco se puede redactar una obra como ésta sin disponer de una vasta cultura. No se trata, sin embargo —y esto es importante decirlo aquí—, de cultura libresca y, mucho menos, académica. Guillermo Altares no es hombre de pupitre. Conoce los lugares que describe porque los ha visitado y lo mismo le ocurre con muchas de las personas de las que habla o a las que cita. Esta proximidad física a los asuntos es quizá la causa de que en ningún momento olvide que para comprender un problema o una situación no basta un único punto de vista. Son detalles que el buen reportero aprende en el desempeño de la profesión. Gracias a ello, ha escrito un libro de historia como si fuera un libro de viajes redactado con mentalidad de enviado especial, la mentalidad de alguien que no puede permitirse el lujo de entretenerse con nada que no sea realmente decisivo para la comprensión de la cuestión tratada. El narrador de Una lección olvidada no es, en fin, ni un profesor preocupado didácticamente por ajustar el discurso al nivel del discípulo, ni un historiador profesional que antepone la precisión y el rigor científicos a cualquier otro fin; sino un viajero curioso que, al tiempo que se deleita en la contemplación de los lugares que visita, recorre Europa apremiado por la urgencia de descubrir la actualidad en las huellas del pretérito.
¿Con que espíritu emprende Altares este viaje por la historia europea? Una de las citas que franquean el libro deja perfectamente claro de qué se trata. «Ya no podemos permitirnos —son palabras de H. Arendt en Los orígenes del totalitarismo— recoger del pasado lo que era bueno y denominarlo sencillamente nuestra herencia y despreciar lo malo y considerarlo simplemente un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido». Las herencias hay que aceptarlas o rechazarlas enteras. No sólo el capital y los intereses a nuestro favor, sino también las deudas e hipotecas. El progresismo, esa creencia según la cual podemos quedarnos sólo con lo mejor de la historia (algo que curiosamente suele apuntar en la dirección de nuestros ideales), se ha vuelto imposible. El siglo xx, con sus inauditos e inenarrables horrores, nos ha obligado a ver las cosas de otra forma. Ya no se puede tratar la historia como si fuera un palimpsesto en el que solamente cuenta la última página, aquella en la que se escribe lo que la memoria quiere recordar borrando antes todo lo que no interesa.
El libro está en gran medida a la altura de este propósito. Lo está, sobre todo, mientras se ocupa de la violencia. Salvo el primer capítulo, dedicado a la cueva de Chauvet, la cueva de los sueños olvidados, donde fueron descubiertas en 1994 montones de pinturas de cerca de cuarenta mil años de antigüedad (el doble que las de Altamira), todos los demás, hasta el veinte, tienen que ver con ella. La violencia, según Altares, recorre la historia de Europa desde su origen. No es casual, desde luego, que el primer europeo conocido, el hombre de Ötzi, cuyo cuerpo, conservado en los Alpes a tres mil doscientos metros de altura, muriera hace cinco mil trescientos años a causa de un flechazo en la espalda. Tampoco que la experiencia de la guerra, tema de la Iliada, relato fundacional de nuestra cultura, nos haya acompañado siempre. De una cosa y otra escribe en el segundo y tercer capítulos para seguir luego reflexionando en los siguientes acerca de la violencia y sus modalidades. De todas, ha tenido Europa dosis significativas: violencia institucional, violencia religiosa, violencia personal, violencia patriótica, violencia ideológica… Claro que eso no quiere decir que en nuestra historia no se hayan dado pasos en otra dirección. La Unión Europea, de la que Altares, al igual que yo, es abierto partidario, constituye una prueba de lo mucho que se gana cuando la cooperación se impone a la divergencia, algo que desafortunadamente no garantiza que en cualquier momento surjan fuerzas que amenacen su existencia.
Europa siempre fue un proyecto en construcción. A pesar de su diversidad, algo ha unido desde tiempos remotos a sus habitantes. Este espíritu común se ha revelado tanto en el esfuerzo hacia la integración de ciertos períodos como en la propensión al mantenimiento de la diversidad de otros. Tendemos a creer que las naciones fueron primero y luego vino Europa, pero en realidad ocurrió al revés. La unión, en cierto sentido, precedió siempre a la dispersión. De hecho, antes que los Estados fue el Imperio Romano. Es de sus fragmentos de donde surgieron las naciones. Los grandes reyes soñaron siempre con reconstruirlo. Intereses dinásticos, prejuicios religiosos o rivalidades comerciales y económicas, obstaculizaron ese proceso, aunque siempre hubo algo que se imponía sobre las diferencias, algo que tiene que ver con el gusto y el pensamiento (artes, ciencia, filosofía). Nadie puede negar que los Estados han tenido importancia en la construcción de lo que somos, pero el proceso que ha conducido en las últimas décadas a tratar de disolverlos en una unidad superior —renunciando a las fronteras, buscando el bien común general, etcétera— no es ajeno a nuestra historia y ha sido, como escribe Altares «lo mejor que nos ha pasado en nuestra historia reciente como europeos». Que en las últimas décadas haya prevalecido en Europa el espíritu de cooperación sobre las tradicionales formas de desavenencia es algo que no sólo hay que celebrar, sino que defender seriamente. Lo mismo cabe decir —y eso hace él— de la transición española, a pesar de sus limitaciones, empezando por la imposibilidad de construir un relato satisfactorio para todos. La lección que no podemos olvidar cuando repasamos nuestra historia, la de Europa y la de España, es que hay que luchar por la verdad, pero al mismo tiempo impedir que la verdad se diluya y transforme en mito, pues los mitos, tan seductores y fascinantes en la literatura o el cine, no sirven para construir el presente.
Ya puede imaginar el lector que con esta forma de enfocar los asuntos, Guillermo Altares no puede tener una gran opinión del nacionalismo, del que dice en una página que es una «triste mezcla de historia y geografía, aderezadas con buenas dosis de estupidez». Cualquiera que sepa lo que encierra el pasado —y Una lección olvidada ofrece una vista magnífica de veinte momentos estelares de la historia europea— sabe qué graves problemas ocasionan las personas empeñadas en reciclar los detritus del pretérito. Para ganar el futuro hay que dejar de mirar continuamente atrás. Los creadores de la fábula de Orfeo, el músico mitológico que perdió a su esposa Eurídice tras rescatarla del reino de los muertos porque desobedeció la orden de Hades de no volver la mirada mientras anduviera por sus territorios, sabían muy bien que el pasado tiene que pasar del todo y que la única forma de hacerlo no es olvidarlo, sino aprender la lección, asumirlo de veras para pensar en otra cosa.
Nada de particular tiene, por eso, que el capítulo más polémico del libro sea el dedicado a la Guerra Civil española. El relato sobre Madrid en guerra —un charco del que es difícil salir sin los pantalones manchados de barro— suscitará a buen seguro opiniones contrapuestas. La ceguera que se apoderó de tantos europeos en aquellos años condujo a España a la catástrofe. Altares escribe, sin embargo, como si el espíritu totalitario afectara sólo a los fascistas de Franco. Por desgracia, y esto es algo que ahora se pretende sepultar bajo el rótulo de «memoria histórica», también importantes sectores de la izquierda cayeron bajo el hechizo de una visión del mundo sustentada en la destrucción de cualquier divergencia. Aunque en el capítulo que dedica a Stalin (el decimoquinto), deja bien clara cuál es su opinión sobre el sanguinario tirano, cuando habla de la guerra española prefiere no plantearse el sentido de su papel en ella (y de algunos brigadistas internacionales que no parece que fueran románticos idealistas, Enver Hoxha, por ejemplo, quien defendió libertades en España que luego aplastó brutalmente en Albania). Pero ya se sabe, el de la Guerra Civil es un tema en el que se pasa con facilidad del tabú a la mitificación, quizá porque los que se empeñan en seguir hablando de él como si fuera un tema de actualidad suelen estar del lado de los vencedores o de los vencidos, no de las víctimas, que fueron de unos y de otros.
De todos modos, los lectores que sientan que el relato sobre la Guerra Civil no guarda la equidistancia que les gustaría pueden consolarse con las interesantes reflexiones que aquí y allá hace Altares sobre los horrores que padecieron las mujeres en los regímenes comunistas. Desde la orden de Stalin de violar sin contemplaciones a las alemanas tras la conquista de Berlín a las leyes de Ceaucescu, exigiendo a los médicos controlar y denunciar a las mujeres que utilizaban métodos anticonceptivos o habían abortado, la lista de atrocidades asombrará a los progresistas de ahora.
Si hay algo en lo que discrepo de Altares es en la excesiva relevancia que otorga a ciertas actitudes en la defensa de la libertad en las ciudades europeas tras la Segunda Guerra Mundial. El entusiasmo por el progresismo igualitario de Suecia, país al que algunos historiadores acusan de haber tapado así los impresionantes beneficios obtenidos de su colaboración con la Alemania nazi, o por los movimientos contraculturales holandeses, me parece un poco naíf. No estoy diciendo que no hayan dejado su huella, pero es una huella entre muchas otras. Influido quizá por la Crítica de la razón cínica de Sloterdijk, Altares llega incluso a dotar de pedigrí clásico a los provos de Ámsterdam vinculándolos al, según él, inventor de la contracultura y la provocación, Diógenes el cínico. Se le olvida decir, creo, que este tipo de personajes sólo pueden existir en sociedades que respetan la libertad individual —no son causa de nada, sino, en el mejor de los casos, un efecto— y que su oposición a la cultura, a las creencias compartidas, únicamente resulta útil si éstas son lo bastante versátiles como para resistir el cinismo de sus practicantes. Europa es una cultura a la que la contracultura no hace mella, sino que, como todo lo que la pone en tela de juicio, la anima a buscar nuevas direcciones. Esto viene siendo así desde los griegos. Afirmar que el movimiento Provo, antecedente, según dice, del 15M español, ha marcado moral y físicamente el espíritu no sólo de Ámsterdam, sino, por extensión, el de todo el continente, es una declaración desorbitada e ingenua que recuerda a esos animalistas que, mirando embobados a su mascota, creen tener delante a todo el reino animal.