Rosana Acquaroni
La casa grande
Bartleby, Madrid, 2018
86 páginas, 13.00 €
POR JUAN CARLOS ABRIL

 

La casa grande, de Rosana Acquaroni (Madrid, 1964), posee una suerte de dictum oracular que empuja la narración con gran intensidad desde el inicio hasta el fin, marcando el ritmo de escritura y de lectura, y envolviendo el sentido. Ese ritmo se configura, a la vez, como generador de sentido a través de la propia poesía, brotando desde esa intensidad y engarzando en el texto los diferentes y heteróclitos términos del discurso, que la poeta recoge. O enuncia. Hay que resaltar aquí el inicio y el final desde la perspectiva unitaria de libro, en el fondo —digamos— de la forma, en lo que resumimos como estructura.

Un poema breve introductorio marca ese inicio, y tres partes más o menos equilibradas —oscilan entre los once y los diecisiete textos— se erigen en el desarrollo del volumen, que finaliza con una última sección de tres poemas, y con la que concluiremos nuestro análisis. Pero entre medias se combinan los poemas breves con otros de distintas extensiones, las cuales van desde una página hasta dos o más páginas en algunas ocasiones. Hacemos alusión a este asunto, una mera cuestión cuantitativa, porque repercute formalmente en el impulso temático, combinándose las composiciones breves y las no breves a la manera de un contrapunto de la estructura. La intensidad citada, que nace de la narración, va inclinándose hacia una fuerza poética en tanto que tensión dramática, en el eje de la acción que se nos narra, y espolea a la autora a escribir poesía desde el trasunto biográfico. He ahí ese fondo y esa forma inseparables, como bien suele repetirse.

Además, esta alternancia formal de la extensión cobra especial importancia en el decurso de la locura del personaje principal y las subsecuentes interpolaciones con la voz verbal, que se encarga de narrar y recordar, elaborar y recrear, estableciendo digresiones o semblanzas, según sea oportuno. Así conocemos algunas circunstancias de la vida de la madre, que van asomando en diferentes poemas, aunque quizás el más decisivo sea en el que sufre un brote psicótico, internándola en un sanatorio, y la poeta nos relatará la experiencia sensible y dura de aquellas visitas: «La primera vez que pude visitarte / en aquel sanatorio tenía veinte años» (p. 59). A ese poema, de casi dos páginas, le sucede el siguiente, como pinceladas que aportan otra mirada a la situación, otra perspectiva estilística, narrativa y emocional, y que reproduzco aquí íntegro: «Psicofármaco / Escasez de gorriones / en las terrazas. // Boca negra que traga / y puede oír. // Tu cuerpo quiere hablar. // (Palabras necias / para oídos sordos)» (p. 61). Este tipo de recurso se encontrará presente en varios periodos del poemario e imprimirá ese ritmo intenso y decisivo ya señalado, a partir del cual volvemos a empezar a leer el siguiente poema, tornando a las páginas del libro, pero sabiéndonos abocados a una nueva catarsis… Surge por ejemplo la imagen de los ojos refractarios de la paciente (como tal, ver «Las mujeres pacientes», p. 65), unos ojos abiertos sin vida y que no miran nada, simplemente reflejan lo que pasivamente ven, en una de las primeras imágenes del volumen: «Como un estruendo inmóvil que enturbiara mareas, / así los refractarios regresan sin orilla» (p. 13), para reaparecer ya en la última sección: «Refractarios tus ojos sin aliento» (p. 62), en una visita al sanatorio de la hija, que asiste a la descomposición —no sólo mental, sino también física— de la madre, quien ni siquiera sabe si la visitan o no: «Esta tarde papá no va a venir» (p. 66), le dice sin obtener respuesta.

Hay cierto vínculo formal también con algunos —digamos— acordes vanguardistas como el precipitado de palabras, la escritura automática o la lluvia —que en algunos casos más bien parecería una tormenta— de ideas, pero se trata de una escritura dirigida y calculada, buscando los efectos poéticos de una plantilla biográfica, llevando el foco del relato allí donde se quiere establecer un punto de partida. La frecuente falta de puntuación (sobre todo comas) también imprimirá ese ritmo —de escritura y de lectura— característico al que nos referimos. Como todo buen libro de poesía, en La casa grande se nos habla de una historia —con cierto trasunto biográfico más o menos reelaborado— en la que existen varios referentes, y éstos se comparten abiertamente desde casi el inicio. En La casa grande, sin embargo, no parece que se dulcifique la historia en ningún momento, y el riesgo evidente de patetismo se sortea brillantemente por medio de esa intensidad dramática, que se ensambla a un aliento ulterior, a modo de sedimento. Decimos casi desde el inicio porque habrá otros referentes claros que irán apareciendo en el decurso del poemario, para aportar en el conjunto una mirada holística y más completa sobre la madre, su intrahistoria y, por extensión, de su hija que, a la sazón, es la poeta.

Comienza así el segundo poema de la obra, marcando el tono: «De la casa grande / sólo recuerdo aquel armario blanco / encallado en aquel largo pasillo / como un río encajonado y pedregoso» (p. 14). La evocación de los recuerdos motivará, por tanto, ese tono, esa fuerza narrativa que tanto nos llama la atención, y de ahí asistimos a la historia de una joven mujer —entendemos que bella y atractiva— que en la inmediata posguerra establecerá una relación con un hombre casado, con lo que eso significaba en la España católica y reaccionaria de la época: «Y cómo resistirse / al hombre acicalado / que se quita el sombrero / y te saca a bailar / y te dice / que quiere amanecer en tu sonrisa. […] Y después, / cómo no conformarse / y ocupar el lugar de la querida» (p. 42). Acto seguido se nos sitúa en una relación en la que «Se querían» (p. 43, de «La destrucción y el amor»), aludiendo intertextualmente al poema y al libro de Vicente Aleixandre, aunque cambiando con toda la intención la conjunción disyuntiva por la copulativa, instaurando una relación causal, amor como destrucción. En realidad, la voz poética y narrativa nos anticipa que la relación está abocada al fracaso, precisamente porque ese personaje femenino se rebela y no quiere asumir ser el segundo plato, aunque gozara de dinero en aquellos tristes años del hambre: «Eras una mujer dejada a plazo fijo / un cuerpo sin pespuntes / que se entierra en satén / bajo la lluvia. // Soledad amortizándose / en un piso de lujo / muebles / fiestas / vajillas / (y aquellos / indigentes / con dinero)» (p. 45). Otros asuntos complejos se destilarán en poemas como en los magníficos «Las guerras no prescriben» (p. 47) o «Una mujer que siente que está sola» (p. 51), en los que se nos esboza la evolución de ese personaje femenino principal, su toma de conciencia y la posterior decisión para, coincidiendo con el final de la primera sección, abandonar España, romper con esa relación —hoy diríamos tóxica— y establecerse en Nueva York, en el poema «Nueva York, 1949» (pp. 52-53), trabajando en una joyería. Lo relata la autora a partir de una fotografía: «Salir. / Dejarte ver. / Dejarte ser. / Se nota en tu sonrisa» (p. 52).

Pero, como vemos, no se trata sólo de la trama de ese personaje principal, sino que, a través del lazo filial, la autora adquiere asimismo relevancia con su propia historia, la historia que ella vive por sí misma, como en el estremecedor «Puede llegarte el día» (pp. 56-57). Llegados a este punto, convendría aquí cerrar el círculo del libro, igual que cerramos la historia de sus personajes, voz verbal —en el a veces balbuceo de la ensoñación encubridora, en el borboteo de las imágenes o los recuerdos infantiles— que se confunde en diferentes planos con la voz poemática, y que posee también una prolongación en la alteridad del delirio de la madre. Como en un ejercicio de regresión, la poeta se retrotrae hasta casi el propio útero materno: «Un útero vacío que no sangrase nunca / y alumbrara por dentro» (p. 14), auténtica placenta semántica que recubre toda La casa grande, a modo de palabras que protegen con su símbolo bisémico: «Me encarnaba en tu piel / me infiltraba en tu sueño de tálamo escindido» (p. 15).

Hablábamos más arriba de tormenta de ideas y, de hecho, la última sección del poemario funcionará como recuerdo —ya en calma— de esa neurosis de la madre, convertido en el núcleo germinativo de la semiosis del libro, en el acercamiento autorial: «Éste es mi oro, madre, / mucho tiempo después he comprendido / la belleza que esconden los naufragios. // Todo está en ellos / flotando / en la balanza / de las olas / la pérdida y la ganancia / el faro y el abismo / el bálsamo y la herida. // También tu tempestad / está conmigo» (pp. 79-80). Mucho tiempo después nace —brota o emerge— el oro de la composición. Así concluye el libro, y nosotros también, no sin antes subrayar que hemos dejado en su complejidad otras aristas por desentrañar, y que por eso mismo no hemos destripado —spoiler, como se dice ahora— todo el argumento o el resto de personajes, pero que a modo de una serie que se nos cuenta por fragmentos o capítulos, estableciendo flash-backs, los lectores reconstruiremos la diégesis en su conjunto, recomponiendo partes. Dejamos, pues, a los curiosos para que se acerquen a esta obra, a esta casa grande escrita con las mayúsculas de una biografía y con las minúsculas de la poesía, y que no defraudará en absoluto. Antes bien, nos pondrá delante de un trozo de vida real.