José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente
El relato nacional
Historia de la historia de España

Taurus, Madrid, 2017

599 páginas, 24.90 € (ebook 9.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS

Aunque los autores de este sólido trabajo son dos historiadores, ellos mismos se encargan de decirnos que el objeto de su estudio no es exactamente el contenido ni las técnicas narrativas de los relatos sobre el pasado, sino más bien la función que esos relatos cumplen al servicio de la construcción de una identidad colectiva. Las narraciones sobre su pasado, más que indagaciones guiadas por el interés del conocimiento de lo que ocurrió, son ante todo pilares básicos sobre los que se edifica la identidad colectiva. Pertenecen, por tanto, al terreno de lo sagrado, de las leyendas fundacionales. «Nuestra materia —afirman ambos—, lo que vamos a estudiar en este libro, no es por tanto “historia”, en sentido estricto». ¿De qué trata, entonces, este voluminoso volumen? Quiere ser, dicen, un ensayo sobre la evolución de la visión del pasado en relación con este territorio y grupo humano conocidos hoy como «españoles». Una visión que comenzó con referencias hoy inverosímiles a heroicos antepasados de las tribus que habitaban la península ibérica. Estos originales relatos fueron engarzando con hechos más recientes, en los que la imaginación tenía menor cabida, «aunque siguió siendo primordial —insisten— la preocupación por vincular a los poderosos del momento con héroes pretéritos más o menos inventados». El objetivo, en definitiva, consiste en explicar la evolución de las grandes visiones de lo que se llamaba «historia de España» y de los principales temas de debate entre quienes escribían sobre ella. Consideramos importante recordar que este libro reproduce en su mayor parte el texto incluido en el duodécimo volumen de Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad, dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares y publicada por las editoriales Crítica y Marcial Pons en 2013. Este tomo ha sido reescrito, anotado y completado con dos capítulos inéditos y muy significativos sobre las crónicas de Indias.

Atapuerca, Altamira, fenicios, cartagineses, las importantes huellas de Grecia y Roma… son etapas que en este libro pasan con toda rapidez. El primer parón llega con los visigodos, ya que Álvarez Junco y De la Fuente consideran que es legítimo hablar de cierto sentimiento de identidad y de orgullo «provincial» en los autores de los siglos v al vii «que a medida que pasan los años —escriben— se va definiendo específicamente como godo». Todos estos autores son obispos y todos están preocupados con el problema de la decadencia del Imperio romano, en cuyo sistema de poder se sienten, en principio, engranados; en la aparición de este nuevo sujeto protagonista que son los visigodos encuentran la base para una nueva construcción identitaria que, sin desligarse totalmente del imperio, puede distanciarse de él como opresor y presentar unas nuevas virtudes bélicas y rudas que ayuden a superar la corrupción romana.

Tras mencionar los cronicones que mitificaron aquella etapa visigoda, este trabajo dirige su mirada a la España musulmana, de la que destaca, en primer lugar, la escasez de estudios, debido, sobre todo, al desinterés de las corrientes historiográficas tradicionales, volcadas en la defensa de una identidad monolíticamente cristiana. Aquí se afirma que ni siquiera se puede asegurar que la «conquista» musulmana tuviera un carácter esencialmente militar o que fuera más bien un sometimiento basado en pactos y alianzas con las élites locales, que aceptaron la legitimidad de los nuevos señores, a cambio de mantener sus propiedades y cierta autonomía. Lo cierto es que el alto clero católico sobrevivió y mantuvo sus cargos en el mundo musulmán, lo que indica la amplitud de pactos. También parece que la arabización lingüística de la parte meridional de la Península —no así su islamización religiosa— se produjo con cierta rapidez. En cuanto a los historiadores andalusíes de la época califal, destaca la figura de Ahmad ibn Muhammad al-Razi, autor de una Historia de los reyes de al-Ándalus, que no tomaba ya como eje de su narración a una dinastía o sucesión de dinastías, sino un área geográfica, al-Ándalus o Hispania, entendida en el sentido de nación o de patria. Esta obra, escrita por un musulmán, es considerada, por reconocidos especialistas, como la primera historia general de la península ibérica. En ella se detecta —afirman los autores de este libro— una innegable conciencia de identidad de al-Ándalus, diferenciada dentro del mundo musulmán y alimentada por mitos griegos y cristianos y fuentes latinas y visigodas.

De los cronistas asturianos del momento, este libro afirma que no llegan a hacer una historia de Hispania tan integradora como la de al-Razi. Lo que buscan todos ellos es la legitimización política del reino encabezado en ese momento por Alfonso III. Para ello, articulan su relato alrededor de dos ejes: el mito goticista y la protección providencial sobre la lucha iniciada por Pelayo en Covadonga. También constata que, en aquellos momentos, el sujeto principal, cuya identidad había sido destruida y se estaba intentando restablecer, era ambiguo: lo godo, ante todo; lo cristiano, casi al mismo nivel; y, sólo en un tercer escalafón, lo «hispano». Al goticismo de las crónicas asturianas hay que añadir, como principal elemento legitimador, la protección divina. «Pelayo —escriben los autores— ganó una primera y gran batalla sobre los infieles con manifiesto auxilio de la Virgen María». Igual de duradera es la leyenda de Santiago, cuya primera noticia aparece en el Breviarium apostolorum del año 600, en el que es presentado predicando «en España y Occidente». Álvarez Junco y De la Fuente destacan de esta enraizada leyenda lo poco que «importa que predicara o no Santiago en España o que su cuerpo sea o no el enterrado en Galicia. Lo que interesa es que el apóstol se convirtió no sólo en furioso jinete descabezador de moros, sino en el símbolo de España».

Llegados al siglo xv, los autores apuntan el cambio sustancial que se produce en la manera de hacer historia en la Península con la aparición de los cronistas oficiales del reino, personajes pagados por la corte para consignar los acontecimientos que no se quería que cayeran en el olvido. Entre los siglos xiv y xv también surge la Escuela Historiográfica Judeoconversa, que tiene como rasgo peculiar la búsqueda de una antigüedad propia, remontando los orígenes de Hispania no ya a los godos, sino a un pasado anterior al clasicismo grecorromano, y anterior, por tanto, a la era cristiana.

Con el matrimonio y el reinado conjunto de Isabel y Fernando se abre una nueva época en la que la alteración del orden europeo de los últimos siglos se hace evidente. Aquellos hechos tan extraordinarios y logrados en tan breve espacio de tiempo inundaron las crónicas de componentes providencialistas, típicos de la historia medieval, que derivaban con facilidad en el mesianismo y el profetismo. Se trata de una tendencia que se mantendría viva durante un siglo, a pesar de que la España de los Habsburgo fue también duramente vapuleada por la duradera leyenda negra, que llegó a dar la imagen de un imperio satanizado. Del siglo xvi los autores también destacan las crónicas de Indias. La primera crónica general se debió al lombardo Pedro Mártir de Anglería. Fue el primer historiador que llamó «Nuevo Mundo» a las tierras descubiertas al otro lado del Atlántico. Las primeras crónicas aportaron abundante información sobre la vida indígena y el pasado precolombino. En conjunto, la historia de las Indias fue considerada como una parte de la historia de España y por eso se incluye en este libro.

En lo que se refiere al conocimiento de la personalidad colectiva de los españoles de aquel tiempo, es fundamental la aportación del jesuita Juan de Mariana. Su obra comenzó a publicarse en el año 1592 y en 1601 apareció la versión castellana, traducida por el propio autor, con el título Historia general de España, y que supuso un salto abismal en la historiografía española; se convertiría en un clásico y dominaría el panorama durante dos siglos y medio, hasta que Modesto Lafuente publicara su propia Historia de España a mediados del siglo xix.

El final del siglo xvii coincidió con el de la era barroca y con el comienzo de la era ilustrada; con la extinción de la dinastía de los Habsburgo y el reemplazo por la de Borbón. Los Gobiernos ilustrados protegieron la historia, y, en 1738, Felipe V patrocinó la creación de la Real Academia de la Historia. En esta etapa destaca, entre otras, la figura de Feijoo y su propuesta historiográfica en la que priman la razón y la experiencia. Seguidamente, la expulsión de los jesuitas por Carlos III se apunta como un acontecimiento clave, ya que entre ellos se encontraban los mejores historiadores de España. Entrados en el siglo xix, con las restauraciones absolutistas de 1814 y, sobre todo, la de 1823, los liberales, escarmentados, escaparon. En la lista de expatriados figuraron jefes militares, aristócratas, literatos, economistas, periodistas, eclesiásticos, banqueros, científicos y políticos. El resultado fue que las pocas obras históricas de valor que llegaron a publicarse vieron la luz en países extranjeros. Hasta Modesto la Fuente, entre 1850 y 1866, no hay un intento realmente serio de trabajar nuestra historia a fondo, por eso su trabajo fue considerado por varias generaciones de españoles como «la historia nacional por antonomasia». Pero el conservadurismo también tiene su hueco con el nombre de Jaime Balmes y su pensamiento nacionalcatólico, que llevaría a su culminación Menéndez Pelayo.

El 98, el krausismo, el regeneracionismo —con Joaquín Costa— y la «intrahistoria» de quienes elevaron el vuelo hacia los terrenos metafísicos, como fue el caso de Unamuno y Ganivet, son tratados como un capítulo importante en la historia de España. Al comenzar el siglo xx, los autores dedican unas especialmente interesantes páginas a los nuevos esfuerzos por modernizar y profesionalizar la historia: Rafael Altamira y Menéndez Pidal aparecen como dos personajes clave, al ser ambos conscientes de que había que reducir la historia política a favor de la social y la cultural y había que sustituir a los individuos por las colectividades como sujetos del acontecer humano. «Sobre las premisas sentadas por Altamira y Menéndez Pidal —afirman los autores de este libro— se construyó la historia que dominó en los medios intelectuales que apadrinaron la Segunda República». Del mismo modo que el clima intelectual que inspiró la sublevación de 1936 heredó lo fundamental de la visión católico-conservadora expuesta por Marcelino Menéndez Pelayo.

De la llamada generación del 14, y bajo el título «El ensayo identitario», este libro dedica un sintético pero bien trabajado espacio a Ortega y Gasset, Marañón y, algo después, a Laín Entralgo, Calvo Serer, Pérez Embid y otros. También destaca lo que aquí se llama «disquisiciones metafísicas», con sus dos principales protagonistas: Américo Castro y Claudio Sánchez-Albornoz. Otros personajes destacados de este tiempo son Francisco Ayala y José Antonio Maravall.

A partir de 1939, los autores sostienen que la nueva España tuvo en el pasado no sólo su principal anclaje, sino también su principal herramienta de adoctrinamiento, de manipulación de la conciencia histórica y de la identidad colectiva. «A los ideólogos del franquismo —escriben—, más que investigar el pasado les interesaba rodear la nación, España, de una aureola metafísico-teológica». Al llegar a los años sesenta del siglo xx, observan que, frente a la pasión franquista por la era imperial o la fascinación romántica por el mundo medieval, lo que se deseaba conocer era el pasado inmediato, los siglos xix y xx, sobre el que se consigue arrojar bastante luz. Al referirse a la historia española de comienzos del siglo xxi, apuntan que la nota más destacada es la fragmentación y la inexistencia de un paradigma histórico dominante.

Este libro es, en definitiva, una muy completa narración, profunda y convincente, que nos ayuda a comprender la compleja «historia de la historia de España».