POR LAURA CHIVITE
El autor estadounidense Truman Capote. Fuente: wikicommons

Hace unos años, alguien me pidió que le dijera cuáles eran mis diez películas favoritas. Yo cogí un folio dispuesta a cumplir con su deseo, segura de que sería capaz de hacer una lista que reflejase con exactitud mis gustos y, ya de paso, mi alma. En cierto momento, miré el papel y en él había cuarenta y cinco títulos. Todas ellas eran mi película favorita, no fui capaz de quitar ninguna y tuve que forzarme por no añadir más. Dejé fuera Alien, por ejemplo, y no debería haberlo hecho.

Ahora me ocurre algo similar, lucho contra el impulso de empezar a soltar nombres a diestro y siniestro, temo ser incapaz de decidir o adivinar qué lecturas me han marcado en el transcurso de mi vida, qué autores o autoras merecen un lugar predilecto en esta humilde genealogía. Además, pienso ahora, algunas me habrán marcado como escritora y otras como persona. Pero, naturalmente, no voy a intentar hacer esa división, primero porque ni siquiera sé si existe tal división.

Empecé a leer a los quince años. Al principio, de una manera voraz y un poco patológica, como casi todo lo que se hace a esa edad, o como en cualquier momento que descubres por primera vez que todos los libros hablan de ti, que cada frase que subrayas está escrita para ti. Los libros que lees parecen ser todos los libros y después de haber leído veinte clásicos tienes la convicción irrefutable de que lo sabes todo sobre literatura.

En esa temporada de grandes nombres y grandes historias, hubo tres a los que posteriormente he vuelto y sigo volviendo sin parar: Salinger, Dorothy Parker y Truman Capote. En aquel entonces, del último solo leí Música para camaleones y de Dorothy La soledad de las parejas, pero recuerdo la manera en la que, junto con todos los cuentos y novelas en torno a la familia Glass de Salinger, se me abrió un mundo narrativo que hasta entonces no creía posible.

Después me mudé a Granada a estudiar Literaturas Comparadas y la literatura norteamericana quedó a un lado, porque durante los siguientes años leí, mayoritariamente, poesía. Fascinarse siendo joven con la poesía es como aprender a leer de nuevo, aprender a mirar las cosas de otro modo. Y esto lleva, con frecuencia, a escribir cientos de poemas malísimos que un día destruyes con vergüenza y que, más tarde, cuando empiezas a cogerle cariño a la persona que fuiste, te arrepientes de haber destruido.

Una amiga mía me introdujo a Cristina Peri Rossi y me obsesioné con Cristina Peri Rossi, otra a Javier Egea y me obsesioné con Javier Egea, otra a Adrienne Rich y lo mismo. Durante un tiempo daba la sensación de que cada persona venía con un poeta, o al menos era una asociación que me divertía. Yo me traje de casa a Fernando Pessoa y me pregunto si habrá alguien en algún sitio que piense: «Ah, sí, la chica esa que me descubrió a Pessoa, ¿cómo se llamaba?». Mi hermana me enseñó a Stella Díaz Varín, otra amiga a Thelma Nava, y otro a José Ángel Valente, y así fui completando una estantería de libros y fotocopias que para mí contenían la verdad del universo. Después llegaron Paca Aguirre, Rilke, Blanca Varela, y voy a parar antes de que esto se convierta en el temido artefacto monstruoso de nombres.

Recuerdo, de todos modos, una anécdota graciosa que me ocurrió en esa época. Iba con una amiga por la feria del libro y nos topamos con esos tomos enormes de Lumen de las poesías completas de Alejandra Pizarnik e Idea Vilariño. Ninguna se decidía por cuál de los dos comprar, de modo que los cogió y me dijo: «Cierra los ojos y elige uno». Me tocó Pizarnik, así que ella se quedó a Vilariño. A ambas, sendos libracos nos acompañaron durante mucho tiempo, y más tarde, cuando por fin leí a Idea, pensé, con exagerada afectación pensé, en cómo hubiera sido mi vida si aquel día a mí me hubiera tocado su libro y a mi amiga el de Alejandra. Ella ha acabado haciéndose abogada fiscal, así que quién sabe.

En segundo de carrera, entre las asignaturas que podíamos elegir se encontraban las literaturas de una gran cantidad de paises, y como yo estaba pasando por un momento de especial idolatría con Wislawa Szymborska, opté por la literatura polaca. Gracias a ella, conocí, por ejemplo, a Witold Gombrowicz y a Stanislaw Lem, y así empecé a leer algo de ciencia ficción. Cuando me encuentre a Wislawa en algún espacio supraterrenal, le diré: «¿Sabes que tú me introdujiste indirectamente a la ciencia ficción?». Ella me mirará con los ojos entrecerrados y su sonrisa de genio cansado y me dará la respuesta más ingeniosa que exista. La aguardo con impaciencia.

Un día, llegó a mí David Foster Wallace, y con él regresé a la narrativa norteamericana. Me hechizaron sus interminables frases subordinadas y su constante intento por abordar cada matiz de la realidad, por tratar de explicar la paradoja desde todos los ángulos. De sus cuentos y ensayos me propuse leer La broma infinita, y pasé un verano inmersa en esa trama alocada y, aunque no lo parezca, entretenidísima. Cuando lo acabé, pensé en hacer mi trabajo de fin de carrera sobre él y sobre Salinger, así que tuve que volverlo a empezar. Cuando le mencioné a una amiga el trabajo que hice en su día sobre La broma infinita y la familia Glass, me dijo: «¿Y la gente no sale corriendo cuando se lo cuentas?». Me reí porque tenía razón: para mí son como dos padres a los que detestas un poco, pero a los que no puedes evitar querer.

Ese momento coincidió con que hacía poco que se habían traducido al castellano Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin y El club de los mentirosos de Mary Karr. Los leí a la vez y siguen pareciéndome de los mejores libros que he leído en mi vida. Fue uno de esos momentos clave en los que a una le golpea con fuerza el deseo de escribir así, de poder hacer eso. Y, justo después, el miedo a no ser capaz nunca de hacer eso, de hacerlo así.

Fascinarse siendo joven con la poesía es como aprender a leer de nuevo, aprender a mirar las cosas de otro modo. Y esto lleva, con frecuencia, a escribir cientos de poemas malísimos que un día destruyes con vergüenza y que, más tarde, cuando empiezas a cogerle cariño a la persona que fuiste, te arrepientes de haber destruido

Más tarde, mi padre me regaló los cuentos completos de Grace Paley, y durante mucho tiempo he estado centrada en relatos breves de escritoras estadounidenses y canadienses. No puedo sino celebrar la recuperación y reedición que se está haciendo de muchísimas autoras en las que por fin se está poniendo el foco. Siento que bastante gente de mi generación lleva ya un rato abrazando, como yo, esos tomos de los cuentos completos de Amy Hempel, Lorrie Moore (aunque de ella lo que más me gustan son sus novelas) o Lydia Davis. O descubriendo por primera vez a Jhumpa Lahiri, Alice Munro, Bonnie Jo Campbell… Escritoras tan diferentes entre sí y brillantes de un modo tan particular que no puedo sino soltar un profundo suspiro de gratitud al escribir sus nombres.

Por otro lado, hace poco he empezado a leer novedades literarias. Antes, por lecturas pendientes o por sencilla ignorancia, casi no leía a autores que estuvieran publicando ahora, y cada vez me topo con más libros que me sorprenden de maneras inesperadas. Además, lo bueno de leer a vivos es que, si todo va bien, van a seguir escribiendo. Me encanta la perspectiva de que pasen los años y me haga mayor leyendo las siguientes obras de Camila Sosa Villada, Alejandro Zambra, Roque Larraquy, Marta Jiménez Serrano, o tantas otras. Cuando yo era adolescente (cosa que, en realidad, ocurrió hace no mucho), prácticamente no se publicaban libros escritos por mujeres, o al menos esa era mi impresión, y eso me influyó mucho en mi manera de entender la literatura. Incluso en la manera de escribir, diría. Y por eso me alegra tanto que las próximas generaciones se inicien leyendo a autoras que les inspiren, sea cual sea su género querido, el terror, el romance, el drama familiar, la fantasía, el humor, o todo eso junto.

Tengo la sensación de que, conforme crezco, mis lagunas literarias van creando un mar en el que nunca podré bañarme del todo (¿era posible hablar de los libros de mi vida sin caer, al menos una vez, en la torpe construcción de alguna metáfora cursi?). Que nunca llegaré a leer tanta literatura rusa como tengo en mente, que no seré nunca experta en Faulkner, o que, sencillamente, ni siquiera me leeré todos los libros que hay en mi casa. Sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que me gusta releer. Por eso intento, o al menos estoy empezando a intentar, marcarme metas un poco menos ambiciosas.

Por ejemplo, aún no he leído a Iris Murdoch, Carmen Martín Gaite o Margaret Atwood, y son escritoras a las que admiro, cuyas entrevistas he visto y de las que sería capaz de hablar durante más o menos media hora con una desconocida. Pero no las he leído. Incluso podría contar un chiste buenísimo que contaba Atwood.

Aquel acerca de un escritor al que se le presenta el demonio y le dice:

«Serás el mejor escritor de la década. O mejor, del siglo. O mejor, del milenio. O mejor, serás el mejor escritor que haya habido jamás. Todo el mundo hablará de ti y te estudiará. Todo esto a cambio de la vida de tu madre, tu mujer, tus hijos y tu hermano». Entonces el escritor le dice: «De acuerdo, bien, vale, ¿dónde hay que firmar?» Y el demonio le dice: «Aquí, aquí, firma aquí». Y el escritor, contento, dispuesto a convertirse en una leyenda, está a punto de firmar, se detiene y le dice al demonio: «Espera, espera, ¿cuál es el truco?».

Conozco el chiste pero no su literatura, y la lista de casos similares es larga. ¿Cómo no va a serlo? Llevo trece años leyendo a un ritmo constante, ya no tan voraz y patológico como en mi adolescencia, pero sí bastante decente, y las lecturas pendientes no hacen sino crecer. Sin embargo, intento recordarme a mí misma que es importante seguir leyendo lento, detenerse en un párrafo cinco minutos, sin que el ansia de la acumulación guíe mi mirada.

En relación a esto, hay un tipo de textos que nunca me canso de leer y que, más allá del placer, me sirven como una especie de bastón a la hora de escribir: aquellos en los que los escritores hablan sobre su proceso de escritura. Me resultan profundamente útiles y entretenidos porque son como un manual de autoayuda para cualquier persona a quien de pronto se le olvide el sentido del acto de escribir. Hay frases de Mi oficio de Natalia Ginzburg o de Mientras escribo de Stephen King que me han dado fuerzas para escribir un libro entero. Quizá porque, a veces, lo único que una necesita es que le recuerden por qué merece la pena seguir haciendo aquello que ama, que las palabras de una muerta amable la zarandeen y la pongan en su sitio.

Me doy cuenta ahora, casi en el final de este despliegue de escenas y apellidos, de que la genealogía de los autores de mi vida es, en el fondo, la genealogía de las personas de mi vida. Tal vez este ejercicio de memoria en el que llevo sumergida un rato me esté haciendo pecar de romántica, pero pienso de repente que los nombres que aparecen en estas líneas no son sino el resultado de las personas que entraron en mi vida una determinada tarde de abril, una noche de septiembre o qué importa cuándo. Y que mis lecturas futuras, esas lagunas de las que hablaba antes, serán aquellas que traigan las manos del mismo azar que trajo las anteriores.

La poeta argentina Alejandra Pizarnik. Fuente: wikicommons