Alma Delia Murillo
La cabeza de mi padre
Alfaguara
210 páginas
POR MEY ZAMORA

«Todo lo que ocurre, ocurre para ser contado», escribe la mexicana Alma Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979) en su primera novela, La cabeza de mi padre, el relato en primera persona de una búsqueda personal, la del progenitor que abandonó la familia cuando ella tenía siete años. Al llegar a la cuarentena se plantea ser madre y es entonces cuando surge la necesidad imperiosa de echar la vista atrás, a los orígenes; de indagar para unir los puntos de la narración y continuarla. Contar y vivir en primera persona la experiencia familiar.

La literatura reciente nos ha brindado volúmenes que comparten ese mismo punto de partida respecto a la figura paterna. Recordamos a Galder Reguera en Libro de familia reconstruyendo la figura que nunca llegó a conocer, a Eider Rodríguez en Material de construcción restaurando al padre alcohólico ya muerto o a Laura Ferrero en Los astronautas buscando al padre que se fue cuando era pequeña y formó otra familia. Todos ellos son testimonios que se leen como novelas. Conforman un género en sí mismo que no parece agotado. La propia autora cita en estas páginas las obras de Renato Cisneros o Karl Ove Knausgard.

El libro de Murillo constituye una buena aportación por la contundencia de lo narrado y por el tono que le ha conferido. Cuenta el viaje al estado de Michoacán con algunos de sus hermanos –son ocho- y su madre para conocer al padre. Recoge su propia trayectoria, su historia, que es también la de muchos otros hogares de un país donde los hombres se fueron (¿«Por qué somos tantos los mexicanos buscando al padre?»; de un país donde la violencia se extendió como una gota de aceite por todas partes –la también escritora mexicana Brenda Navarro lo plasmó con contundencia en Casa vacías-.

La narradora es la benjamina de la familia, creció en la miseria pero sin dramatismo («El hambre es fuente inagotable de algo parecido a la felicidad si se busca la manera de saciarla», rodeada de hermanas –brilla la ternura y entrega de la mayor pese a sus limitaciones físicas-, y de la música de Juan Gabriel y Sonora Santanera. Siempre fue una niña intuitiva con un mundo onírico que anticipa, que presagia lo que va a acontecer. A los diecinueve años se fue de casa y ascendió socialmente siempre con los libros como pasión.

Ya mayor volcó en este texto, ágil, musical –letanías y oraciones cargadas de humor e ironía-, violento y tierno a la vez los resultados de ese viaje en busca del padre y de sí misma. Lo hace a partir de una fotografía de cuando era pequeña, donde aparece sujetada por un brazo, el del progenitor cuyo rostro no se muestra –una foto familiar propicia también el último trabajo de Laura Ferrero-. Hay un juego constante con el lenguaje y sus significados (mapadre, bellestia, hembracho, depresa…) que transmite mucho. De pequeña sustituyó en los documentos el calificativo finado por refinado para referirse al padre.

Podría parecer forzado el cúmulo de temas que aparecen en la historia: la tragedia, la violencia y agresión machista, el narcotráfico, las crisis de ansiedad, la religión como refugio… Pero son parte de una realidad experimentada y capturan la imagen de un mundo tal cual es. Eso sí acompañada por el compás de lecturas de otros autores con los que comparte sentires, desde los clásicos como Shakespeare a más cercanos como Paul Auster, Siri Hustvedt o Manuel Vilas.

El texto da vueltas al gran tema de la infancia y a la relación con los padres como motor literario. La familia como referente universal, cada una con sus particularidades («No hay familia sin herida») y la forma en que los progenitores moldean las vidas de los hijos, las constriñen o expanden. Sus ausencias marcan la madurez («Nos hacemos adultos cuando mueren nuestros padres»). «La bondad no hace literatura de interés», escribe la autora en este texto. Al concluir su lectura contradecimos esa sentencia. En este relato no exento de dolor y drama se apuesta por la bondad, la compasión y la reconciliación. Quien busca halla.