Margarita García Robayo
El sonido de las olas
Alfaguara
292 páginas
POR MARGARITA LEOZ

«Lo bueno y lo malo de vivir frente al mar es exactamente lo mismo: que el mundo se acaba en el horizonte, o sea que el mundo nunca se acaba. Y uno siempre espera demasiado». Así empieza El sonido de las olas, el volumen que reúne las tres primeras novelas de la escritora colombiana afincada en Buenos Aires, Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980): Hasta que pase un huracán, Lo que no aprendí y Educación Sexual. 

La obra de Margarita García Robayo ha sido publicada en diversas editoriales de Hispanoamérica y se ha traducido al inglés, francés, portugués, italiano, hebreo, turco, islandés y chino. En España deslumbró con su Primera persona (Tránsito, 2018), un conjunto de textos breves de corte autobiográfico. El libro que hoy nos ocupa no hace más que confirmar la buenísima impresión que causó aquel título. 

En Hasta que pase un huracán, la primera de las tres nouvelles (aproximadamente cincuenta páginas), una joven desea a toda costa marcharse del hogar, cortar los vínculos con su familia y huir de su país, para lo que se hará azafata («Toño tenía demasiadas ideas sobre las azafatas, pero yo tenía una sola: las azafatas se iban»). Lo que no aprendí, la segunda, es una novela más larga, alrededor de ciento setenta páginas, dividida en dos partes muy distintas. En la primera parte, una niña de once años va descubriéndonos su casa, el padre admirado y misterioso, la madre, los hermanos, la realidad social de una familia de clase media colombiana. En la segunda parte, la narradora —un trasunto de la propia escritora—, adulta y residente en Buenos Aires, relata cómo a raíz de la muerte de su padre decide reconstruir la memoria de su familia («El día que murió mi papá pensé que quería escribir una novela». En Educación Sexual regresamos a la longitud de la primera nouvelle, cincuenta páginas. En ella se trata la «no educación sexual» que un grupo de alumnas debe soportar en un colegio religioso, los reveses de la amistad y del deseo juvenil en el último año de bachillerato. Como se puede comprobar, las líneas argumentales de García Robayo nunca son abigarradas, siempre están muy acotadas y la trama no resulta demasiado determinante. Sin embargo, detrás de la anécdota, agazapadas en la oscuridad de lo sugerido, de lo no dicho, emergen las preguntas. No en vano no interesan tanto sus finales —en muchos casos abiertos—, sino los senderos por los que nos hace transitar.

Las tres ficciones reunidas en El sonido de las olas poseen puntos en común que hacen muy pertinente su recopilación. Las tres habitan un mismo espacio, un universo caribeño donde la presencia del mar siempre constante funciona como escenario y banda sonora. «Me gustaba el sonido de las olas. Tenía un nombre ese sonido. Varios: hay treinta y tres maneras de nombrar el sonido de las olas, había dicho mi papá alguna vez, mientras manejaba». Pero los personajes no se mueven en un escenario tropical idílico, de palmeras y aguas cristalinas. Por momentos el océano se muestra hostil, lleva aparejada la tormenta, los ciclones, las lluvias torrenciales, las calles enfangadas, las relaciones que se enturbian y se enrarecen. «Miraba las olas del mar rebosantes de espuma, enfermas de rabia», sostiene una de las narradoras. 

El foco de Margarita García Robayo está puesto en las mujeres. Todas sus protagonistas son jóvenes invadidas por un mismo desarraigo: pertenecen a un lugar, poseen una familia, un medio que las identifica, que las marca, pero al que no sienten pertenecer. Son chicas despiertas, observadoras, inteligentes pero sin interés por los estudios —a menudo, la llave para la huida—. Han perdido la ciega inocencia de la infancia, pero todavía no pueden asirse a las certidumbres de la madurez. Quizá para ellas nunca exista esa estabilidad, ese terreno firme sobre el que pisar, ni siquiera con el paso de los años. La narradora de Educación Sexual apunta: «Por un lapso muy breve nos vi crecidas. No maduras, crecidas; adultas, un poco viejas y penosas dentro de un pozo al que ahora podía asomarme y echar luz con una linterna. Vi como un chispazo de futuro. Un futuro que se entreveía chato, inocuo y oscuro. Quise imaginarnos distintas, transformadas en otra cosa. […] No lo conseguí». 

Estas jóvenes basculan entre la insatisfacción, el spleen y la cólera. Con sus actos disparan contra los tabúes y los eufemismos, contra el entorno circundante («Fumar era como decir: me trago este veneno y lo devuelvo al mundo porque se lo merece»), contra la religión y las profesoras del colegio («la ponzoña que nos sembraban en la cabeza»), contra los hombres y el sometimiento del cuerpo femenino o contra la asunción de conductas domésticas automáticas. Todo esto sin dejar de lado el humor: un humor cáustico, mordaz, que recuerda a la prosa afilada de Lorrie Moore. En la boda de su hermano, la protagonista de Hasta que pase un huracán dice: «Me lanzó el ramo directo a los brazos, pero yo me eché hacia atrás y cayó al piso. Hubo dos segundos de perplejidad en los que todos esperaron que yo me agachara a levantarlo. Me di vuelta y caminé hacia la puerta».

Esa misma chica señala: «Yo estaba en el medio. El medio era el peor lugar para estar: casi nadie salía del medio». El medio es también la clase media —un motivo que suscita el interés profundo de la escritora—, esa clase media de la que sus personajes principales desean tomar distancia. Por eso se aprestan a abandonar el lugar en el que el mundo (y sus familias) las han colocado, para poder mirar desde otra perspectiva, para poder ser otras. Los caminos que tomen tal vez no sean los adecuados (estarán salpicados de tropiezos, de pasos en falso, de decepciones), pero el ímpetu de la escapada es más percuciente que las contrariedades del viaje, que las inseguridades en destino. 

En las tres novelas breves de El sonido de las olas hay mucho de la propia autora, porque la escritura de Margarita García Robayo parte del yo, si bien no se consume en lo autobiográfico. Además de las figuras femeninas y la clase media, en el centro de sus inquietudes se halla también la indagación sobre cómo se construye la memoria. En este punto entran en conflicto los recuerdos propios, los ajenos y sus interpretaciones. La primera memoria es la de la familia —caldo de cultivo literario de primer orden—, ese nido oscuro, de afectos estrechos y, en ocasiones, violentos. Casi al final de Lo que no aprendí se lee: «Esa noche me dormí pensando que la memoria de una familia eran muchas, tantas como miembros tuviera esa familia, tantas como secretos se guardaran entre sí. Me dieron ganas de escribirles a mis hermanos para chequear esas historias. Las de mi madre, las mías, las de ellos. Pero pensé que me pasaría la vida tratando de reconciliar versiones. Después me dio miedo, imaginé que todos tenían versiones parecidas entre sí, pero distintas a las mías». 

«Antes de imaginar personajes y argumentos y giros se instala sobre mí una nube pesada de molestia», ha declarado Margarita García Robayo. Y es que sus frases se inmiscuyen en las grietas, rascan las costras, no concilian sino desazonan. Sus protagonistas cuestionan todos los roles, tanto aquellos contra los que se rebelan como aquellos en los que se acaban convirtiendo. Su prosa puede llegar a ser cruel y tierna, cruda y cálida, descarnada y suave: paradojas solo al alcance de las grandes escritoras. En sus narraciones no hay satisfacciones ni seguridades ni confirmaciones, sino un malestar a la postre reconfortante, una incomodidad luminosa, que fascina.