Alejandra Moffat
Mambo
Montacerdos ediciones
173 páginas
«Elegir el o los puntos de vista desde el cual o los cuales va a contarse la historia es la decisión más importante que el novelista debe tomar», escribe David Lodge en El arte de la ficción. Como ejemplo para demostrarlo utiliza Lo que Maisie sabía, de Henry James, un virtuoso en la manipulación del punto de vista. En esa novela de 1897, el autor narra una historia de adulterios a través de los ojos de una niña que intuye estas relaciones, pero no las entiende del todo, aunque la afecten de una manera u otra.
Adoptando esta perspectiva —algo que es menos fácil de lo que parece—, la escritora chilena Alejadra Moffat (1982) se dio a conocer en 2011 con El hacedor de camas, novela protagonizada por un niño de doce años que pasa el verano en la casa campestre de su abuela. Sus padres están ausentes y los numerosos tíos ofrecen, a sus ojos, un espectáculo variopinto, fascinante y, por momentos, perturbador, aunque se le escape el origen de la inquietud que le provocan.
Moffat sigue un camino parecido en Mambo, su segunda novela. En ella no solamente regresa a un escenario rural —al menos en el primer capítulo—, sino que vuelve a elegir a un menor de edad para contar la historia. En este caso, una niña, Ana, que nace a comienzos de los 80, en el sur de Chile, durante la dictadura. Vive junto a sus padres y a su hermana Julia, tres años mayor, en medio de un bosque. Pese a las precauciones de sus padres, una serie de indicios captados por las hermanas revela las actividades clandestinas que desarrollan, sobre todo en las noches, contra el régimen de Pinochet. El dictador es representado en dibujoswue el padre hace para sus hijas como un águila gigante, aterradora; una caricatura efectiva para mantenerlas en alerta. Como parte de esta pedagogía de la supervivencia, los integrantes de la familia tienen que ocultar su verdadera identidad. «MAMBO» es el acrónimo que forman las iniciales de sus nombres falsos.
Aisladas del mundo, las niñas transfiguran el bosque que las rodea en un terreno propicio a la fantasía, con juegos de exploración que las distraen de la ominosa realidad que inevitablemente termina por alcanzarlas. Deben fugarse entonces a una ciudad y luego a otra más grande. Encerradas en casas pequeñas y deterioradas, lejos de la naturaleza, durante las frecuentes ausencias de sus padres quedan confiadas a una precaria red de apoyo compuesta por gente sencilla y discreta.
El abrupto cambio de escenario es paralelo al crecimiento de las hermanas y, en este sentido, Mambo es una novela de formación y, a la vez, de la pérdida de la inocencia edénica, uno de cuyos principales atributos es nombrar el mundo. Los dos últimos capítulos adquieren, en este sentido, un espesor humano mayor que el del primero, más alegorizante y esperpéntico, como bien lo refleja la portada del libro, que capta a la perfección el singular grotesco naíf de Mambo. La represión, que en la parte inicial del libro queda más bien sugerida o metaforizada, a partir del segundo capítulo se hace tangible en la suspicacia y el acoso reales de las que son objeto las niñas en un mundo hostil, ajeno, que otros ya nombraron y se repartieron. El cine se convierte entonces, para Ana, en un sucedáneo compensatorio del paraíso perdido, como lo es también para los personajes de Manuel Puig.
Henry James creía que los niños tienen muchas más percepciones que términos para expresarlas. La inocencia sería, entonces, el resultado de una brecha entre percepción y lenguaje. La tensión entre ambos términos resulta crucial para el éxito de la historia y cualquier escritor debería saber que no es fácil mantenerla a través de un relato extenso y ya ni qué decir de una novela. David Lodge advertía que, al escoger el punto de vista, el autor debe manejarlo con coherencia. Si la historia la cuenta una niña, no puede inmiscuirse en el relato perspectivas ajenas. Alejandra Moffat lo consigue, aunque no siempre.
Mambo es una novela que se puede catalogar con la etiqueta, hoy algo gastada, de «literatura de los hijos», junto a obras reconocidas de Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra y Nona Fernández. Perteneciente a una generación más joven, Alejandra Moffat aporta una mirada distinta, periférica, desde la clandestinidad rural y la provincia en dictadura, que hacía falta para completar una geografía literaria tan diversa como la chilena.