Ramón Sender
Madrid-Moscú: notas de viaje, 1933-1934
Fórcola, Madrid, 2017
285 páginas, 24.50€
Estamos muy lejos de las pulsiones que llevaron a tratar a Joseph de Maistre su particular visión de la condición humana y trasladarla a la capital rusa de entonces en Las veladas de San Petersburgo, aunque algo más cerca del Voyage en Russie de Alejandro Dumas padre. Y esto gracias a que en 1838 Stendhal creó un neologismo en Mémories d’un touriste, aunque los ingleses ya estaban cansados de serlo desde el siglo xviii y hacía cuatro años que Thomas Cook había inventado el primer viaje organizado por agencia, que hizo fortuna en Francia. A partir de aquí la literatura de viajes a Rusia se convirtió –como poco antes sucedió con España con la condesa d’Aulnoy, que inventa la literatura de viajes como género en fecha tan temprana como 1681– en una moda que, cómo no, tuvo sus grandes momentos de éxito de ventas, como Lettres d’une peruvienne, que madame de Grafigny publicó en Ginebra en 1777 –y del que celosamente guardo un ejemplar que perteneció a André Gide– y aprovechó muy bien Théophile Gautier (no perdía hilo de la misma), que no hizo ascos a publicar un viaje a Rusia un tanto raté, muy distinto de las concienzudas notas que tomaba su homólogo alemán August von Kotzebue sobre el mismo país e, incluso, de las anotaciones prolijas y acertadas de paisanas suyas que visitaron Rusia, como Madame de Staël o Vigée Lebrun o madame Stanislas Meunier o Therèse Blanc, traductora de novelas americanas que hizo un extenso recorrido por tierras ucranianas.
El xix, pues, tuvo en la literatura de viajes al Far West, Estados Unidos, y al Far East, Rusia, su fantasmagoría exótica de la utopía en tierras vírgenes, con su irónica vertiente, como los deliciosos textos que sobre América escribieron Robert Louis Stevenson u Oscar Wilde. En el xx sucedió lo mismo, salvo que ahora ese exotismo se había transmutado en una fascinación por el maquinismo, Nueva York, o la utopía social, la Revolución de Octubre y el nacimiento de una nueva nación, la urss. Son legión los libros que entre los años veinte y el comienzo de la ii Guerra Mundial se escribieron sobre Nueva York, entre ellos el clásico y flojo libro de Paul Morand o los llenos de gracia de nuestro paisano Julio Camba, pero los de la urss sobresalen porque, en el fondo, se estaba cuestionando todo un modo moral de existencia. Stefan Zweig y André Gide escribieron sobre sus viajes a la urss y aún hoy es de agradecer que el autor de Las cavas del Vaticano, que en el fondo prefería viajar al África negra, no se conformara con la propaganda oficial del régimen y cuestionara ese paraíso en la tierra que se le presentaba. Tengo para mí que los viajes de aquellos años a la urss, que todo el que se preciase hacía para luego publicar sus experiencias en forma de libro, decantaban no poco la postura que después adoptarían en las circunstancias terribles de las purgas, del asesinato de Trotski, del Tratado de No Agresión nazi-soviético y, luego, la invasión alemana de la propia urss. ¿Excepciones? Las hubo, pero la mayoría de escritores famosos o periodistas aguerridos viajaban a la urss para dar su particular visión de la cosa, desde Albert Londres a Drieu La Rochelle, que buscaba en Moscú y en Berlín, le daba igual, la energía vital que haría de la utopía algo real y de la fuerza su condición primera, el que todo ello terminara con su héroe fascista, Gilles, muriendo en el sitio del Alcázar de Toledo es condición terrible de los que vemos ya a toro pasado, como la fascinación del filósofo del Ser con las manos del Führer. En eso quedó la energía cósmica, mística, de las tempestades de acero. Sólo algunos prefirieron, o los diarios para los que trabajaban, ir a la Italia fascista o la Alemania hitleriana, caso de Josep Pla y de Josep Maria de Sagarra, los dos catalanes, o el madrileño Ernesto Giménez Caballero, que tenía vocación por convertirse en el Marinetti español y al que le molestaba tanto viaje de los colegas a Moscú, que calificaba de «romerías», como más tarde tacharía la arquitectura racionalista de «arquitectura de clínica».
Ramón J. Sender, escritor español importante e injustamente preterido en la actualidad, realizó también su particular periplo por las tierras del socialismo. Invitado por la Komintern, escribió unas crónicas para La Libertad que se publicaron entre mayo y octubre de 1933 y que un año más tarde la editorial Pueyo publicaría en forma de libro. Ese libro ha dormido el sueño de los justos hasta que la editorial Fórcola ha vuelto a editarlo con el título Madrid-Moscú: notas de viaje, 1933-1934, incorporando un estudio introductorio de José Carlos Mainer que se revela fascinante, amén de magnífico. El libro se suma, así, a aquellos rescatados que han logrado traspasar el interés de su tiempo, algo meritorio si tenemos en cuenta lo que sabemos de aquel período y que ya ni siquiera existe esa tierra del socialismo, transmutada de nuevo en la vieja Rusia con su águila bicéfala. Así, este libro se codea con el del desengañado Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia soviética; el del también desengañado, por otros motivos, Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia, que vio la luz en dos folletos que distinguían entre lo que había visto y lo que pensaba; el del más entusiasta Diego Hidalgo, Un notario español en Rusia, y el del decididamente estalinista Julio Álvarez del Vayo, La nueva Rusia; o los del decididamente escandalizado con lo que veía –hay que decir que estos eran los menos– Manuel Chaves Nogales, escritor y periodista de tendencia liberal y azañista, El maestro Juan Martínez, que estaba allí, publicado el mismo año que el libro de Sender, y La vuelta al mundo en avión: un pequeño burgués en la Rusia roja o Lo que ha quedado del imperio de los zares.
Los que leemos libros pretéritos de épocas controvertidas solemos realizar lo peor que puede hacerse, no contextualizar nunca y, de paso, mostrar muy poca comprensión por las posturas habidas en momentos de extremada tensión, algo en lo que no hemos sido educados los que hemos vivido la paz extraña, por poco habitual, habida en Europa Occidental desde la posguerra. Pretendemos que todo el mundo que vivió aquellos años tuviese la visión premonitoria de Einstein respecto a la Alemania hitleriana o fuese tan crítico como André Gide con la Rusia estalinista y apenas nos interrogamos con el corazón abierto sobre lo que hubiéramos hecho en circunstancias parecidas, en primer lugar, si nos hubiese atendido la lucidez, por no hablar de cuestiones morales, mucho más oscuras sencillamente porque somos opacos respecto a nosotros mismos. Es probable que mucha de la intolerancia que tenemos ante situaciones así se deba a que pensamos que eso nos hace mejores. Y advierto de ello a propósito de la lectura de este libro porque en él percibimos unas anteojeras ideológicas a las que, sin embargo, no obsta para que detrás de tanta justificación injustificable se cuele el dolor ante la iniquidad, el horror, el desprecio…
Conviene anotar que ese resquicio, en este libro de Sender, se da ante situaciones casi de abierto genocidio, como sucedió con miles de ucranianos masacrados –lo que hizo que, luego, ante la invasión alemana, gran parte de los ucranianos entrase a formar parte de la legión que luchaba del lado de los nazis, pero no en lo referente al orden moral–. Cuando Sender viaja a Moscú tienen lugar las confesiones masivas que afectan a seis millones de personas que quieren pertenecer al pcus; a otros seis del Komsomol –que no era como pensaba una prostituta del barrio de Gracia barcelonés, en plena guerra, el nombre de una medicina contra la sífilis, sino la sigla de las Juventudes Comunistas– y también a otros doce millones constituidos en los pioneros del Partido. Hay que tener en cuenta que en España el pce ya había tenido su depuración cuando expulsó a los antiguos elementos socialistas y se elevaron a la dirección Dolores Ibárruri, Jesús Díaz y Vicente Uribe, por lo que Sender estaba al corriente de lo que acaecía. Pero nada de eso parece afectar a Sender, pues se percibe que acaba justificando las depuraciones y aceptando la versión que se le ofrece de la purga de Zinoviev. Lo mismo ocurre con Stalin, al que ve de cerca y comprueba con alivio que no es un intelectual porque lo que necesita Rusia es mano dura y ojos claros (así en el original, pensamos que quiere decir mirada lúcida).
Creo que la importancia de este libro radica justo en los defectos que ahora podemos achacarle y ello porque así nos hacemos una idea cabal de la violencia interna que sufrieron muchos revolucionarios. Sender era un hombre joven, de izquierdas aunque de ideario anarquista, y había publicado una novela, Imán, sobre la guerra de Marruecos, nuestro trauma nacional de aquellos días; otra sobre los movimientos anarquistas, Siete domingos rojos, y aún no había redactado Mr. Witt en el cantón, por la que recibió el Premio Nacional de Literatura y que tenía por tema la insurrección del cantón de Cartagena. Era, pues, algo más que una promesa y en contestación a la llegada de Hitler al poder en Alemania se había hecho miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, de la que formaban parte Federico García Lorca, los hermanos Machado, los hermanos Baroja, Valle-Inclán, Secundino Zuazo, Regino Sainz de la Maza…, es decir, muchos intelectuales adscritos al liberalismo pero alejados de la caverna reaccionaria. Es en esos momentos cuando se le invita a ir a Moscú por los oficios de la Komintern, es decir, la Internacional, el instrumento de Stalin para inmiscuirse en los movimientos comunistas foráneos y reprimir veleidades trotskistas.
Sender, pues, viajaba como invitado oficial y era un revolucionario convencido de asistir al nacimiento del hombre nuevo. Era el personaje idóneo, como tantos otros, para justificar en aras del paraíso futuro el purgatorio, cuando no el infierno, del presente. ¿Se quiere algo más cristiano en el fondo? ¿Algo más milenarista? ¿Algo más peligroso? Ad Maiorem Stalin Gloriam… Millones de personas en aquellos años justificaban aun a regañadientes cualquier sacrificio, incluso el del Pacto de No Agresión entre alemanes y soviéticos, y todo por la creencia, la fe –no se la puede llamar de otra manera–, en la llegada del mañana luminoso.
Este libro participa plenamente de esa ceguera, y digo ceguera porque lo terrible es que Sender es un hombre terriblemente sincero y honesto cuando asiste a las purgas entre los miembros del Partido y le parece cosa sana aunque no termina de creerse al comisario de turno cuando le espeta que de la autoconfesión no se libra ni el mismo camarada Stalin. Aquí Sender ya comienza a sonreír, al igual que terminan preocupándole los asesinatos de ucranianos. Pero la mística de la fuerza, del carbón, del acero, de la electrificación, de los planes quinquenales lo podía todo, y Sender sucumbe a esa fascinación, como Drieu La Rochelle asistiendo en Moscú al desfile del 1 de Mayo o las paradas nazis en Unter der Linden o la tremenda parafernalia de Nuremberg, aún no superada. Fuerza, esa era la palabra mágica de la época y a eso se jugó trágicamente con el resultado de 55 millones de personas muertas en la guerra anunciada años atrás y que todo el mundo, comunistas y fascistas, en el fondo deseaban.
Todo ello se percibe en estos artículos que, por otra parte, son grandes reportajes de prensa. Destacan descripciones como ésta: «Moscú se parece a Vallecas o Cuatro Caminos». A Sender le llena de orgullo. Hoy nos llenaría de resquemor.
Merece la pena haber descubierto esta rareza, amén del estudio de José Carlos Mainer, esclarecedor.