Juan Antonio Masoliver Ródenas
Desde mi celda. Memorias
Acantilado, Barcelona, 2019
296 páginas, 20.00 €
Desde hace unos años vivimos la epigonalidad de la autoficción, vía literaria que ha dado grandes frutos pero que se podía haber denominado, en la mayoría de los casos, memorias o autobiografías (a veces, cambiar el término, no implica que cambie nada). Juan Antonio Masoliver Ródenas, en Desde mi celda, se ciñe al género de las memorias, el cual posee una larga tradición en nuestro país, pongamos como ejemplos cercanos, Corpus Barga, Carlos Barral o Rafael Alberti. En su caso y desde una panorámica general, establece una ruta cognoscitiva que va desde sí mismo a los demás, sobre todo, hacia los otros, principalmente, en el lado de la amistad (en sus múltiples estados), en quienes se va dando razón de ser a las vitales avenidas pateadas.
Como obra de madurez, estas memorias hacen repaso de la primera persona, una recapitulación de recuerdos, emociones, pensamientos y sentires que componen ese amasijo que llamamos vida. El relato está escrito desde una traza retrospectiva que escruta los asideros capitales. Un viaje por lo que fue con sus trabajos y sus días, con los reflejos ilusorios y con las imágenes que escapan (y quieren retenerse), con sus creencias ya estables y con sus despedidas definitivas… Para ello, se establecen diversos marcos discursivos que van desde lo interpretativo en cuanto a las experiencias valiosas (marcas a fuego de urbes como Ciudad de México o Londres, así como de amigos que hacen la educación sentimental e intelectual), pasando por modos reflexivos sobre la propia memoria o la escritura (si una puede separarse de la otra), hasta lo poético. Todos estos asuntos representan pequeños modos de salvación, realidades que se forjan con permiso del olvido, tránsitos que se hacen para llegar a uno mismo.
Repaso los primeros subrayados de Desde mi celda: «[…] no puedo distinguir lo que vi en mi infancia de lo que escuché». Y al revisar estos trazos subterráneos que señalan la forma de una lámina cristalina, vamos situando al autor y su narrativa, a sus conexiones estimulantes (los pechos y el licor, por ejemplo) y a sus lecciones de vida (como aquella de los paseos por la naturaleza), o a los análisis que certifican algunas certezas y otras tantas preguntas, ahí está el borrón progresivo de los nombres propios. Todo ello sin el certificado de las fechas o de la habitual progresión (las digresiones son numerosas y compensan). Este memorialismo funciona como círculos concéntricos que cuando se forman, van entrecruzándose («Nada es definitivo»); buscando ese sentido de vida, desplegando aún ese viaje por la infancia o la adolescencia; juntando los fragmentos de madurez primigenia… Juan Antonio Masoliver Ródenas traza a lo largo de toda esta memoria un modo de entenderse con la mirada puesta en aquellos tactos, en aquellas presencias. Y así nos hace pasar por una galería de espejos en donde desfila la niñez con sus claroscuros, la adolescencia a modo de hacedora de invenciones y significados, la madurez con sus confirmaciones y sus vaivenes o la vejez en su forja de retiros y lucidez.
En unas memorias, uno refleja sus asideros y éstos, en el escritor barcelonés, se determinan, desde un inicio, por medio de asuntos como la amistad, la escritura, el ambiente familiar, el contexto literario o los viajes. Un recorrido múltiple, ya sea lineal, en zigzag o en rizoma, que nos conduce a vivencias sobre la pasión por ese modo de convertir —parafraseando al propio Masoliver— las letras y las imágenes en cosas (la lectura); conversaciones que alimentan tanto como los libros; o reflexiones sobre esa otra manera de lectura que es la crítica, tales como el respeto al lector, el rigor y el autodidactismo. En ese camino encontramos bifurcaciones como el humor, el cual se desenvuelve para exorcizar lastres, seriedades y mentiras; y la propia meditación sobre las memorias: «[…] No sé cuánto hay allí de invención, porque los recuerdos suelen confundirse con la imaginación y narramos —también aquí, claro está— no lo que ocurrió sino lo que deseamos que hubiese ocurrido […]». La mirada se vuelve atrás, pero sin melancolía, reviviendo —en mí— aquel verso de su poemario, Paraíso a ciegas: «¡Es tan dulce / todo lo que nos lleva al desengaño!». Versos que definen con bastante acierto, según mi parecer, estas bios tan vividas.
Otras bifurcaciones se manifiestan en el enlace del mencionado contexto literario y la amistad; en ocasiones, como corredor de fantasmas y sombras que dibujan diversos despojamientos, naufragios y transiciones. Pero, también, desde el rostro reconocido y la plenitud nuclear de los repasos temporales. Amistades que se van, que vuelven, que queman recuerdos y se van con ellos, que se afianzan y se hacen cada vez más luminosas. En unión con esta veta vital se entrecruza larga y, sobre todo, inicialmente la familia. De este ámbito se nos aporta, como de casi todo, una visión poliédrica en su forma de cobijo contra la tormenta, unas veces; otras, en imagen de confrontaciones que deben superarse o de un hablar de ellos desde sí mismo. En fin, círculos concéntricos que amplían la visión, mezclas de la realidad exterior e interior. Pasaje tras pasaje, vemos el predominio de la reflexión sobre las propias soledades (y las ajenas) y sobre las pequeñas obsesiones, esas representaciones enlazadas con una serie de símbolos, con sus consiguientes evocaciones y sugerencias que se concretan en el paso de las palabras y los días. Mixtura de realidades que van apareciendo conforme avanza el diálogo con el que va por dentro, entre esos entornos pasados y presentes (Masnou), entre la vejez y la juventud (principalmente), entre España y sus males, entre el texto y los contextos literarios.
Pero más allá de lo externo, unas memorias son un autorretrato y José Antonio Masoliver Ródenas lo perfila con precisión y escepticismo, con algunos destellos de ironía y sarcasmo, con crudeza y ternura: la vida por el piso de Rambla Catalunya, los abusos sexuales (ya relatados en La inocencia lesionada), la docencia acorde a una vocación progresiva y frugal, el amor con Sònia (y otros que son todo el amor), la escritura igual que una forma de ser en el mundo, la vida retirada y rural (su celda) en su perfil de territorio interior. Un resumen y ¿una despedida? Pudiera ser, así lo ha proyectado el autor en lo futurible. Esperemos que no sea el punto final y que inaugure más poemas de frontera, más narrativa esplendida y más crítica como la de Libertades enlazadas sobre literatura mexicana o Voces contemporáneas sobre algunos narradores de las últimas décadas del siglo xx.
La recuperación del pasado, en Masoliver Ródenas resulta una cuestión nuclear en su obra literaria, ahí tenemos ejemplos como el de 2002 con el poemario titulado La memoria sin tregua; y siempre se agradece que no haya esa pátina de melancolía quejumbrosa, ni se vaya a pasadas tierras arcádicas, ni tampoco se edulcore lo narrado pasajero. El tiempo detenido de esta escritura se concreta en un flujo personal «desenvuelto a la vez que reservado y displicente, atractivo, ambicioso y descreído a un mismo tiempo», como comentaba José Manuel Benítez Ariza en relación con Desde mi celda. Relojes parados en cristales fluyentes: lo voluble del recuerdo junta lo real y lo irreal, lo ficticio y lo verdadero. Consumar la experiencia de la memoria e ir reescribiendo el origen para poder llegar a donde se quiso huir. ¿Contradicciones? Sí, Masoliver Ródenas no rehúye tampoco ninguna clase de tiranteces y sus extremos (particiones de una identidad hasta llegar a sus antagonismos), cuestión que nos gratifica ante tan literatura empalagosa, mansa y cursi. El lector debe buscar esas puntas, tiene que hacerse con ella, merece la pena buscar y encontrar los destellos reflexivos de estas memorias. Por mi parte, tan sólo puedo decir, desde la invitación hacia otros lares, que este hecho también se oficia de otra manera en Retiro lo escrito, Beatriz Miami y La puerta del inglés; narrativa que busca asimismo la ricordanza, en su modo de fragmento y diario: construcciones del yo que reflejan las diferentes travesías de su existencia. En estas memorias de Desde mi celda, el lector no encontrará mitificaciones de la infancia o la juventud, tampoco pagos o gratificaciones a diestro y siniestro, lo que podrá hallar son preguntas indirectas con las que yo me he topado, por ejemplo: Cuando se terminan de escribir unas memorias ¿ya se ha dilucidado aquello que era invención de lo verdadero? Y a raíz de este interrogante, surgen otras cuestiones (algunas dudas): ¿serán una mezcla de manifestación memorialística y ficción en sazón? Y al intentar responderme, llegan estos versos de Masoliver Ródenas en oportuno recordatorio y cierre: «El tiempo que se fue / no es pasado, / sino presente en ruinas, / dolor acumulado, / en las simas de la existencia».