Juan Manuel Bonet
Via Labirinto
Ed. La Veleta, Granada, 2015
368 páginas, 35€
Pocas veces resulta tan satisfactorio encontrar en el libro objeto de comentario un título tan acabado para su reseña. Y es que Via Labirinto, la poesía completa de Juan Manuel Bonet, publicado en los últimos días del pasado año en preciosa edición de Alfonso Meléndez, queda resumido en los versos de la carpeta «Plaza del Árbol» que titulan esta reseña.
En este grueso volumen de 358 páginas queda reunido el Bonet poeta, inseparable del crítico de arte, del escritor, del director de museos, del comisario de exposiciones y, sobre todo, del lector y del personaje que, como ya he dicho alguna vez, de todo hace literatura, en este caso poesía. Es Via Labirinto fruto de la afortunada iniciativa del director de La Veleta, Andrés Trapiello, y naturalmente del esfuerzo riguroso de su autor, que ha reunido una poesía dispersa en revistas de difusión muy limitada o publicada en libros de referencia, incluso de culto, de ediciones primorosas, desde Polonia noche a Nord-Sud pasando por La dulce geometría o Praga, Pavel Hrádok, tan buscadas como esquivas. Un volumen, el de las poesías completas de Bonet, que incorpora a los textos ya conocidos un añadido de poemas inéditos y recientes que hablan de la persistencia de una mirada y de un escritura que dura ya más de tres décadas.
Es la poesía de Juan Manuel Bonet una combinación ajustada de muchas cosas, de modernidad y de tradición, de naturaleza y ciudad, de viaje y estancia, de recuerdo y presente, de sentimiento y observación. Una poesía breve, elegante, como la sensación fugaz que a veces la inspira, en la que no deja de sorprender el comprobar que se ajusta a lo tantas veces dicho de ella: que es una poesía hecha de instantes de nada, de momentos cotidianos que la mirada del poeta convierte en literatura al relacionarlos con cualquier pormenor: un árbol –como el de esa plaza valenciana–, un color, el ocre italiano de Ferraz, la niebla tan presente, el ferrocarril, un artista, un escritor, la urbe –escenario esencial–, el pasado, casi siempre presente en sus versos. Ya lo dice él mismo en un verso revelador –«escribir, como si nada fuera»– que recuerda la descripción que hacía el artista y escritor Antonio Palomino de la obra de Velázquez, de la que decía que parecía pintada al acaso, como si no costara esfuerzo, es decir, sin impostación ni amaneramiento, y que debía servir de modelo. Es decir, como en estos poemas de Via Labirinto en los que hay una poética de lo cotidiano, una distancia de lo exótico y de lo excepcional –«un pormenor indica el todo», decía Azorín– que se refleja en la presencia de la memoria y de las atmósferas.
Es la de Bonet, sobre todo, una poesía de la evocación, un término que siempre identifico con el autor, que define un propósito esencial en su obra, y en cuya práctica brilla especialmente. Son en estas ocasiones cuando se reúnen el sentimiento con unas referencias que requieren de alguna complicidad, el momento en el que aparece en el lector el deseo de escribir poesía, una pretensión que solo despiertan aquellos autores que resultan cercanos y admirables. Un riesgo del que ya advirtió el también poeta Juan Marqués en su brillante presentación de Via Labirinto, convirtiéndose en ocasional portavoz de los lectores de la poesía de Bonet. Pero la evocación tiene también mucho de memoria intima, de diario que ha optado por la poesía, escrito a lo largo de decenios como si fuera lo que es: un solo libro que recoge una vida.
Hay un poema, «Deseo», en el que Bonet menciona dos de los principales intereses y dos de las constantes de su poesía, la urbe y el pasado –«cualquier otra ciudad que me hable de otro tiempo»–, mientras que en otro poema, «Turtul», afirma rotundo que la función de la poesía es decir, otro término exclusivo del autor y algo en lo que es maestro el poeta. Tampoco nos oculta el método seguido, pues en «Programa», poema de título revelador, nos habla de «trabajo de la lectura, lento trabajo de escuchar a otros, previo al de construir poesía», una tarea que a veces compara con el quehacer del artista, como si fuera ese bodegón cubista al que también alude.
En la poesía de Bonet hay ciudades, muchas ciudades de todo el mundo que hablan de viajes y de estancias, de complicidades y evocaciones, que dan lugar a un itinerario personal muy amplio: su París natal, una Sevilla de resonancias de infancia y bachillerato aubiano, el Madrid definitivo, una urbe contemplada a veces con una mirada muy personal y contada con palabras que solo cobran sentido en esta ciudad: «ultramarinos, almonedas, notarías/granjas, bares de chaflán con cinc», como escribe en «Al modo de Henri de Régnier». Luego, otra referencia esencial, Cracovia, que junto a Varsovia o Praga, son sus faros en Mitteleuropa. Seguirían Montevideo, quizás con Barradas al fondo, Río con Lêdo Ivo, Buenos Aires con el Dock Sud y Alejandro Corujeira como referencia, Barcelona y la plaza en que vivía Luys Santa Marina, Lisboa –«última Europa»–, Oporto atlántico, el Lugo familiar de Evaristo Correa Calderón y de la vanguardia rural gallega, Bucarest, donde aun intuye el desaparecido telón de acero, Roma, Nueva York, la Murcia de Ramón Gaya o una Pamplona asombrosamente relatada. Son muchas, incontables, las ciudades de Via Labirinto
–sin faltar esa Siracusa metafísica a la que remite el título– y todas están contadas con una mirada en la que la memoria íntima se relaciona con las claves que la convierten en poesía. Una poesía original que, cuando se hace viajera, recuerda a veces a algunos de los elegantes Epigramas americanos de Enrique Díez-Canedo.
Pero también aparece la Naturaleza en forma de hojas secas, de árboles y ríos del Este que se adivinan caudalosos, de bosques frondosos, de parques que se imponen a la ciudad como su muy cercano y parisino Montsouris, de palmeras, de peces, pájaros y ardillas que se saben polacas. De paisajes murcianos, castellanos o canarios, de neveros alpinos. Y hay música –entre otros, de Poulenc, aunque los poemas tengan un ritmo que quizás es más de Satie– y hay neones –siempre «Terminus Nord»– y automóviles negros que remiten a Tintín en Amberes o a los países del Este, a hoteles, tan literarios y parisinos, a atardeceres, a trenes que llevan a un viaje del que saldrá otro poema. Y hay historia bien convocada al tratar de Morella y su «tropa perdida con banderas de otro siglo», del «imposible XIX» de Cádiz y sus goletas, o de Lisboa, al citar a «Sebastián, el mítico», el rey perdido al que se espera eternamente. O también cuando su heterónimo Pavel Hrádok recorre de manera sutil la Praga de los años centrales del siglo XX, con alusiones a su época de la vanguardia, de Protectorado del Reich y al ambiente del socialismo real, el «hosco voivodato». Todo, por supuesto, al acaso. Pero quizás los que ahora me resultan más cercanos sean «The world at night», un poema dedicado al París oku, y «Passantes», en el que evoca la atmósfera de su infancia parisina, de Paris-Match y Elle, como nos dice. Unos poemas incluidos en «5 poemas fifties» que aúnan memoria lírica y literatura, por lo que no es de extrañar que se encuentren en ellos ecos modianescos. Por acabar con otro poema cercano citaremos «1937», un texto temprano perteneciente a La patria oscura en el que sobrevuela por una extraña Salamanca de espías y conspiraciones, de atmósfera enrarecida y hostil por el agitar de uniformes, en la que todo estaba preparado para recibir a Agustín de Foxá en el Café Novelty.
En Via Labirinto también son frecuentes los poemas de amor, especialmente en Café des Exilés y Polonia-noche, uno de los grandes temas, con la soledad y la memoria, que construyen la intimidad del poeta. Se pueden citar «Retrato», el mínimo «Cambra de la tardor» o el haiku «Del amor»; los muy entregados «Octubre» o «Nada» y también «Sin ti». Como también hay –muchos– dedicados al recuerdo, sobre todo a una infancia que aparece de forma especialmente lírica en «Hotel de la infancia», dedicado al caserón de Le Rayon Vert, en Cerbère, dentro del libro Nord-Sud, un proyecto compartido con el fotógrafo Bernard Plossu y del que solo recuerdo como precedente otro libro de Ted Hughes, Remains of Elmet (1979), en colaboración con la fotógrafa Fay Godwin, en el que el resultado es igualmente excelente. Un libro Nord-Sud en el que las fotografías no son para ilustrar los poemas, sino como elemento inspirador de los mismos, de ahí su novedad.
En fin, hay en Via Labirinto muchos textos entre los cuales es difícil escoger, aunque se puede intentar reunir un ramillete personal. Quizás habría que comenzar por «Solo la luz del recuerdo», en Luces lejos, por reunir muchas de las claves del tipo de composición que mejor define a Bonet: música, pintura, muelles metafísicos, niebla, hoteles secretos, evocación… Reseñables son también esa «Melancolía» norteña o «Todo está escrito», el citado «Pamplona», «Escribir», el también aludido programa poético de Bonet, el modianesco «Pequeño hotel», el moderno y sorprendente ejercicio de «Airport poem» –un desafío resuelto brillantemente– o «Librero de viejo. Cracovia», buen compendio de uno de los muchos universos bonetianos. El libro, que lleva notas del poeta –las necesarias para iluminar la lectura– y cubierta tomada de Ottone Rosai, otro artista de los que se cruzan por las páginas que abre su dibujo, está destinado a seguir el camino de los anteriores del autor: convertirse en objeto de deseo. De momento, está en las librerías.