Claudia Ulloa Donoso
Yo maté a un perro en Rumanía
Almadía
369 páginas
En Yo maté a un perro en Rumanía, primera novela de Claudia Ulloa Donoso, escritora peruana afincada en Noruega, la protagonista, una mujer latinoamericana profesora de Lengua en Noruega con una aguda depresión, viaja a Rumanía en compañía de un exalumno y amigo rumano que la invita a acompañarla. El marco resulta prometedor: dos personajes desplazados, migrantes de orígenes sociales, culturales y geográficos muy diferentes, moviéndose entre dos Europas opuestas en lo cultural y lo económico y situadas en los extremos del sueño siempre incumplido de la Europa del bienestar. El desafío señala la ambición desde la que Ulloa plantea la novela; el camino por el que opta rebaja en mi opinión estas expectativas.
La historia comienza con el monólogo del perro cuya muerte cerrará la narración: «yo, el perro muerto y rumano, soy el dueño de la historia»; declara; de ahí que, a pesar de su limitada presencia, sea una figura que atesora sentidos clave. Este fragmento inicial se centra en las limitaciones del lenguaje humano, en su vinculación con la violencia y la muerte y su alejamiento de un mundo natural siempre inaccesible, un comienzo que otorga a la obra cierta condición de fábula que, según declaraciones de la propia autora, estaba en el origen de su concepción.
En efecto, el intento de captar una realidad extranjera que continuamente se dice en un idioma ajeno, sea noruego, rumano o español, se sitúa en el eje de la novela, y en este punto la crítica ha destacado unánimemente la altura del trabajo verbal de Ulloa a la hora de explorar este territorio mediante las resonancias poéticas y musicales de una escritura que lleva la palabra al límite. Comparto estas valoraciones: Ulloa se muestra como una escritora exigente que mira a la realidad desde ángulos singulares, capaces de encontrar y revelar matices ocultos en cualquier situación narrativa. Sin embargo, al mismo tiempo encuentro en esta virtud la causa de ciertas debilidades en el desarrollo de la trama.
El protagonismo del lenguaje hace ineludible valorar los efectos que produce la recreación de las voces de los protagonistas a lo largo del argumento. Yo maté a un perro en Rumanía se divide en cuatro capítulos, los dos centrales ocupan la mayor parte del libro. El segundo: «(jauría)», está narrado por la protagonista; en el tercero: «(ladridos»), su voz se alterna con la de su amigo rumano, Ovidiu. En el primer caso, la voz de la mujer se sostiene sobre una intensidad lírica que hace perder fuerza al relato por cierto amaneramiento efectista, presente incluso en la descripción de las acciones u objetos más triviales: «El edificio emanaba un aliento de moho […] que se esparcía por la tráquea de sus pasillos y tropezaba entre la dentadura de sus escaleras y puertas» (182); o: «Nuestros pasos sobre la tierra, los portazos del auto, el manojo de llaves que usó Ovidiu para entrar en la casa eran sonidos acurrucados en la lana negra de la noche. Nos volvimos una constelación de cuerpos y objetos avanzando en el espacio» (220). Ambas citas —cuya afectación no es en absoluto excepcional— ilustran los excesos de una escritura ensimismada, resultado de una subjetividad avasalladora que enclaustra el relato en el marco emocional y sensible de la protagonista.
Algo parecido ocurre, aunque en otra vertiente, con las partes narradas por Oviciu. Aquí encontramos un lenguaje que suena también impostado, ahora debido al uso constante de giros coloquiales más típicos de un adolescente español de otra época, ni siquiera de la actual, que de un inmigrante rumano que, por lo que se nos dice, hace ya unos cuantos años salió de España para ir a vivir a Noruega. Oviciu, en ocasiones, tiene un «cacao» en la cabeza; «flipa» y «se raya» por cosas que le parecen «mazo raras» (338), de ahí que se coma «el tarro» (309); su hermano «se come tantos marrones» con su mujer porque la quiere (247), y la gente pobre «lo tiene muy chungo» (224). Los ejemplos podrían multiplicarse y en ellos vemos cómo el lenguaje del personaje a menudo rompe las reglas elementales del decoro que ya las letras clásicas convirtieron en norma fundamental de la verosimilitud literaria.
Yo maté a un perro en Rumanía se sostiene más sobre los alardes de su escritura que en la exploración de los rincones problemáticos de la realidad por el que transitan sus personajes, que no son pocos; elección estética que diluye el potencial político indudable de su argumento.