Alejandro Zambra
Poeta chileno
Anagrama, Barcelona, 2020
400 páginas, 20.90 €
Alejandro Zambra (Chile, 1975), uno de los escritores más talentosos de los últimos años en nuestra lengua, había publicado hasta el momento las novelas cortas Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa, además del excelente conjunto de relatos Mis documentos, y otros libros misceláneos con obra de ficción o textos periodísticos. Si sus libros se habían caracterizado por la labor de vaciado y su exactitud, por la disposición de los elementos mínimos precisos para la narración, en una operación que tal vez se debiera a su formación inicial de poeta, en su última novela, Poeta chileno, sorprende, en cambio, con una novela larga, en tercera persona, que recoge y profundiza en asuntos tratados en libros anteriores, y donde se encuentran los rasgos habituales del autor: una escritura en la que brilla el humor, el erotismo y la ternura, y en que la vocación literaria no actúa como una carrera o un destino escogido por los personajes, sino como la brújula que los ánima a adentrarse en periferias desconocidas a las que no habrían llegado sin esa pulsión.
En Poeta chileno, Zambra retoma la figura del padrastro (que ya apareció en La vida privada de los árboles, y que fue una experiencia personal del autor), para construir una larga aventura de dos décadas del protagonista, Gonzalo, que vive su particular odisea desde sus inicios como poeta y estudiante de literatura en Santiago de Chile, hasta su reencuentro con su hijastro, Vicente, quien replicará su vocación de escritor y en quien le sorprenderá ver repetir sus pasos sin que él lo hubiera previsto ni animado.
La novela, que se podría dividir en dos partes, dedica la primera («Obra temprana» y «Familastra») a narrar la epopeya de Gonzalo, desde sus primeros encuentros con la madre de Vicente, Carla, hasta su convivencia posterior con el hijo de ésta y su ruptura motivada por la posibilidad de marcharse a Estados Unidos por una oportunidad literaria; mientras que la segunda («Poetry in motion» y «Parque del Recuerdo») cuenta su larga separación y el reencuentro final de sus caminos, donde la poesía vuelve a unirlos después de haber sido la causa de su distanciamiento. Es el propio narrador quien desde las primeras páginas indica que su protagonista se encuentra, en efecto, ante una hazaña, aunque sea la más corriente y elemental de todas: la del ingreso impaciente y nunca fácil en el mundo adulto, que, en este caso, es el de sus primeras conquistas sexuales y amorosas. Porque así comienza la novela Gonzalo: enfrentando a la épica de sortear el obstáculo de los hermanos mayores y de las madres aprensivas, buscando números de teléfono al azar, tratando de avanzar entre los tropiezos y las dudas en la iniciación erótica con Carla, su pareja de adolescente, y con quien, al cabo de unos años, vivirá una relación más madura que supone el espacio nuclear de este libro, cuando ella aparezca con un hijo recién nacido y él decida ocupar el lugar del padre inoperante. En la segunda parte de la novela, en cambio, el protagonismo lo asume su hijastro, Vicente, que es el otro poeta chileno de la narración, mientras Gonzalo vive un largo destierro hasta su aparición final. En esta segunda parte, Vicente conocerá sus propios desencuentros sentimentales con una periodista estadounidense diez años mayor que él, que a su vez investiga la poesía chilena y se sumerge en el ambiente literario del país, en un recorrido en que Pru —la periodista estadounidense— entrevista y visita a varios poetas chilenos: Sergio Parra o Nicanor Parra o Aurelia Bala o Armando Uribe, un friso de escritores que intrigan y desconciertan a la investigadora en un recorrido en que Vicente la guía y la acompaña en un aprendizaje común. Esa inmersión entre algunos poetas renombrados en un país en que la figura del poeta nacional tiene una dimensión mítica —por la influencia de Neruda y Huidobro, y ahora del propio Nicanor Parra— parece asumir, bajo su apariencia hermética y solemne, el carácter absurdo, risible y admirable que podría definir el ejercicio de la poesía: un empeño en que, entre las disputas, lealtades y logros creativos, lo que prevalece como elemento común en su heterogénea galería quizá sea la voluntad firme por algún tipo de indagación o extravío personal de todos sus integrantes.
Así que las conclusiones de Pru parecen ratificar la determinación de Gonzalo y Vicente, que, lejos de triunfar en la poesía o de aspirar a hacerlo, parecen haberla abrazado como una creencia privada que condiciona antes sus decisiones íntimas que sus poco relevantes ambiciones literarias. Gonzalo, de hecho, publicará su primer libro después de haber procedido al plagio de otros poetas para impresionar a Carla, en un libro financiado por él mismo. Vicente, por su parte, retratado a la misma edad que su padrastro al comienzo de la novela, tomará una decisión con la que parecerá mejorar a su modelo anterior: no estudiar literatura en la universidad, o no hacerlo todavía, quizá advertido de que no es la formación a la que él aspira como poeta
Pero los dos poetas chilenos, Gonzalo y Vicente, sí actúan como tales en los momentos determinantes de sus respectivas trayectorias. Quizá uno de los gestos que mejor describa al personaje de Gonzalo sea la opción de la paternidad no biológica: la asunción de las obligaciones del padre de un hijo recién nacido y hasta la mediación con la anterior pareja de Carla, pero sin que sus lazos tengan la solidez del vínculo natural y sean, por tanto, tan frágiles que su separación sentimental lo distanciará también de su hijastro. Así que Gonzalo, el poeta en ciernes que plagia sus primeros libros y no parece alcanzar gran éxito literario, sí parece proponerse como un modelo de hombre nuevo frente a otros arquetipos comunes más conocidos: el de León, el padre biológico, que verá al hijo apenas los fines de semana y estará obsesionado por sus mediocres ascensos empresariales, o el del abuelo paterno de Gonzalo (el chucheta), que, con decenas de hijos de varias parejas diferentes, desentendido de sus responsabilidades, gracias a sus encantos personales, logra en cambio la aclamación y la entrega de sus mujeres y nietos, salvo la de Gonzalo, que desde su condición de poeta y padrastro recela del patriarca falso y caduco. Es, tal vez, esa conciencia de su honestidad lo que explique su despecho en el momento de la ruptura con Carla, cuando se ve obligado a un destierro de varios años apartado del hijastro, un exilio familiar que por momentos Gonzalo parece vivir con una mezcla de impotencia e incomprensión.
Pero lo que prevalece en Poeta chileno, por encima de cualquier otro aspecto, es el placer de la narración. Es por eso que, al tratar de hacer alguna relación entre autor y novela, con quien más y mejor se identifique Zambra sea con la voz del narrador. En los veinte años que abarca la novela desde la adolescencia de Gonzalo hasta su reencuentro final con su hijastro, la voz del narrador evoca, a ratos con nostalgia y a ratos con una curiosidad inicial que aún resiste viva pese al paso del tiempo, pero siempre con una cercanía y una emoción sincera, los episodios decisivos de sus personajes: las dudas y el ímpetu de las primeras relaciones de adolescente; la felicidad del extraño hogar con la antigua novia aparecida con un hijo recién nacido; las incursiones de Vicente entre los poetas chilenos y su absurdo e irrefrenable amor por Pru, una atracción de cuya imposibilidad el narrador es consciente, aunque también sabe que no podrá negarse a ella y no puede evitar recrearla con la añoranza del recuerdo de los tropiezos propios del pasado.
En todo caso, pese a algunas marcas biográficas que puedan compartir autor y personajes, no es tan determinante esclarecer dicha relación (lo que ocurriría si siguiéramos la definición de Doubrovsky del género de la autoficción, un término muchas veces equívoco e insuficiente), como adentrarnos al mero discurrir de una novela de ficción sobre la identidad. Así es: Poeta chileno se trata ante todo de un ejercicio de indagación en el recuerdo y en los elementos que conforman y distinguen a cada individuo, pero todo ello supeditado al placer por la fluidez y la amenidad del relato, a la recreación vívida de escenas y personajes que adquieren unos contornos únicos y duraderos, al abandono a la voz de un narrador que fabula con la verdad de la memoria destilada por el tiempo. Es, pues, en algunas viñetas domésticas —la de Gonzalo y Carla bailando desnudos y sin música frente a su gato en el cuarto de baño; las de Gonzalo yendo con su hijo a la escuela o haciendo de intermediario con León; o las de Vicente queriendo seducir a Pru pese a que ella casi haya perdido la conciencia por el alcohol—, donde los personajes se comportan como poetas, al modo en que lo entiende el narrador, escriban versos o no.
En las páginas finales del libro, «Parque del Recuerdo», se producirá el encuentro entre padrastro e hijastro, en una escena cuya prolongación quizá revele las motivaciones genuinas del autor: la de pedir otra cerveza para Gonzalo y Vicente y así poder seguir contando, para que su voz pueda demorarse todavía un poco más en su largo viaje de veinte años que concluye del único modo posible por la lógica del relato, sin que haya cesado el deseo de persistir en su condición de poetas ni en Gonzalo ni en Vicente, aunque ninguno de los dos parezca poder explicar en qué consiste esa elección.
En este caso, como en todos los libros de Zambra, tampoco se puede obviar uno de los atractivos fundamentales de su escritura: su prosa cuidada, delicada y sutil, ajena a cualquier forma de solemnidad y dotada de un ritmo, una riqueza y una plasticidad que hace de la lectura una experiencia placentera. Por todo ello, Alejandro Zambra, tras haber publicado algunos de los libros más talentosos en español con sus novelas cortas y sus cuentos, ahora entrega una excelente novela larga, donde, sirviéndose de la variedad de recursos que actualizan el género, se produce el viejo sortilegio de la narración: el del acople perfecto entre la voz del fabulador y la atención de los oyentes y lectores, que siguen el relato ficticio con la convicción de hallarse ante una historia verdadera y necesaria.