Antes de llegar a escribir la primera línea de este texto sufrí dos interrupciones. Ambas fueron provocadas por mi gato, que desde esta mañana está obsesionado con una de las plantas del balcón, quiere sacar afuera toda la tierra que hay adentro de la maceta, no sé con qué fin, pero insiste e insiste. No hay modo. Tengo que suspender la lectura de los apuntes que rodean mi computadora para sacarlo, llamarle la atención con algo, distraerlo y volver a sentarme. Hace tiempo que sé que es muy difícil para mí centrar la atención por completo en algo: un texto que escribir, una lectura, la preparación de una receta, una conversación con una amiga, incluso dormir. La interrupción es la única constante en mi vida. Claro que eso que viene de afuera también se reproduce en mi mente. Un pensamiento me lleva a otro, una lectura a la otra, las tareas quedan empezadas y sin concluir. Pero de pronto pienso que este texto sobre el fragmento, puede albergar esa forma, ese modus operandi y me tranquilizo. Voy a retar al gato y vuelvo.
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Encontré en el fragmento la solución para pasar de la poesía a la prosa con mi primer libro de narrativa. Tenía el ejercicio del poema, en el que cada texto es una forma breve, que si bien puede estar enlazado con otros que le anteceden o suceden, es autoconclusivo. Cada verso, incluso, lo es. La poesía trabaja con la síntesis máxima, en esa tensión encuentra su efecto. Por eso, cuando tuve la intención de escribir en prosa, mis grandes problemas fueron la extensión y la continuidad. Escribía corto, breve, lo que tenía para decir se me acababa enseguida. Contaba las páginas del archivo en el que venía trabajando y me angustiaba, siempre eran muy escasas. Sucedía que cada vez que me ponía a escribir, en vez de sumar algunas líneas nuevas, no podía evitar releer lo que había y condensarlo más —«esto puede decirse en menos palabras»—. El asunto eran los ojos, un tema sobre el que había perspectivas científicas, filosóficas, estéticas. Por eso, cuando finalmente retomaba la escritura, en vez de profundizar o continuar lo anterior, se me aparecía un aspecto diferente. El ojo como un prisma que refractaba luz en múltiples direcciones.
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Dice Lydia Davis en su libro Ensayos: «Ahora que por fin entiendo a qué me refiero cuando pienso en un fragmento, antiguo o nuevo, sería un texto que trabaja con el silencio, con la omisión, con lo abreviado, y así alude a una ausencia, pero transmite el efecto de una experiencia completa». Esta definición me resuena en cada uno de sus términos. En principio porque es precisamente de silencio de lo que necesito rodearme en la escritura. Escribir es tomar la palabra y su opuesto es callarse, dejar de hablar, que lo dicho encuentre un espacio de resonancia en el que el discurso se interrumpe. El silencio es una parte imprescindible en lo que escribo. Lo valoro también en lo que leo y agregaría que incluso en mi vida cotidiana. Una conferencia de dos horas de extensión para mí es una toma de rehenes, no creo que sea necesario acaparar la atención de esa manera. Las personas que monopolizan la conversación en una reunión de amigos me resultan sospechosas, me pregunto si no se cansan de oír su propia voz o si no saben que el secreto de cualquier dialogo interesante es la reciprocidad, el interés mutuo. En la literatura creo que ocurre lo mismo. Me convoca que lo escrito o lo leído habilite ese espacio. Un momento de complicidad entre quien escribe y quien lee para tomarse un respiro. Un momento para levantar la mirada, distraerse, ponerse a divagar.
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Era un libro de prosa, pero lo cierto es que lo trabajé como uno de poesía. Elegí la forma del capítulo breve, no más de una página de Word, como un marco en el que podía explayarme —a mi juicio— muchísimo sobre cada aspecto, poner un punto y retomar en otro momento. En cada capítulo lo daba todo y luego necesitaba tiempo para pensar en el siguiente. El tiempo era para mí, para ir entendiendo ese material polimorfo, híbrido y que era recorrido apenas por un hilo tenue que unía las partes en un tejido abierto, flojo, con las puntadas a la vista. Pero ese tiempo de la escritura se iba trasladando también a la forma. Escandía los pasajes. Cada uno de ellos quedaba detenido en un tiempo propio, con mucho blanco a su alrededor. Como una isla. Como si estuviera suspendido en el aire.
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Las interrupciones se multiplican en mi vida desde hace por lo menos doce años, cuando me convertí en madre. El libro del que hablo, El trabajo de los ojos, fue escrito durante el embarazo y en los primeros años de la maternidad. Un tiempo, que como es sabido, está hecho de interrupciones. Mi tiempo se fraccionaba en periodos muy breves: tres horas libres entre teta y teta, dos horas mientras el bebé dormía de corrido antes de un llanto, tres horas que venía la niñera por la tarde. Esos lapsos breves eran como epifanías. A veces salía del departamento a dar una vuelta o me encerraba en un bar y abría la computadora. Un capitulito breve por delante. El dibujo de una estrella fugaz en el cielo. La maternidad fue mi escuela del fragmento, la que me enseñó a concentrarme muchísimo por pocos minutos, porque después todo podía irse al demonio. Había cosas urgentes que atender. Y la escritura iba haciéndose lugar en ese tiempo concentrado. Flashes, pestañeos. Más un paso de baile que una coreografía.
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Lydia Davis también dice que el fragmento trabaja con la omisión, lo que se abrevia, y que de algún modo aparece, a modo de ausencia. Otra forma posible de pensar la escritura. No lo que vamos a contar, sino lo que no contaremos, lo que quedará indefectiblemente fuera de la página. Cuando me enfrento a un tema nuevo sobre el que quiero investigar, mi pesadilla recurrente es la imposibilidad, sentir que no hay modo de que pueda abarcarlo por entero. Supongo que no soy original, pero a medida que avanzo sobre el asunto, que voy cercando sus bordes, anoticiándome de su núcleo y sus periferias, de sus principales portavoces, mi impresión es que voy conociendo más, entendiendo más, no del tema en cuestión, sino de lo que no llegaré a conocer nunca. El desenlace de una pesquisa suele ser para mí no necesariamente encontrar una serie de respuestas, sino una nueva serie de preguntas. Escribir como encontrar el camino para bordear lo que no sé, que a lo largo del trabajo se ha ampliado. Mi idea de ser rigurosa es asumir que, si hay un todo, siempre se va a escapar por una rendija.
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Es impresionante el modo en que este texto no avanza. Ya van dos jornadas de trabajo y el contador permanece clavado en mil palabras. Es que hoy a la mañana cuando recomencé, leí todo lo escrito para recuperar el tono y continuar, pero había tanto para corregir, para condensar, para que la música no se volviera altisonante. El gato por su parte dejó su pasión naturalista de balcón y volvió a atacar las sillas de cuero, su gran debilidad —especialmente desde que se me ocurrió retapizarlas—. Debería dejar de pararme a retarlo. Asumir el sonido de sus uñas contra la tela como mi música incidental.
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Escribir es ser un poco una coleccionista de fragmentos. Como si se tratara de mostrar con mis propias manos una cerámica rota, varias de sus piezas perdidas.
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¿Quizás fue el gato el que rompió la cerámica?
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El primer libro en fragmentos que leí fue —precisamente— Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. Me enamoré de su forma, de su textura, además de su tema, que a los veinte años fue como un golpe en la cabeza, una verdadera revelación. Y lo sigue siendo ahora, que vuelvo a él buscando algún pensamiento para este texto. Como todo libro abierto —Barthes dice que el libro es, idealmente una cooperativa— el sentido no deja de producirse nunca. Advierte: «Cada figura estalla, vibra sola como un sonido separado de toda melodía o se repite, hasta la saciedad, como el motivo de una música dominante. Ninguna lógica liga las figuras ni determina su contigüidad: las figuras están fuera de todo sintagma, fuera de todo relato; se agitan, se esquivan, se apaciguan, vuelven, se alejan, sin más orden que un vuelo de mosquitos».
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En la descripción de Barthes parece que los fragmentos bailaran. Los impulsa una música. No están unidos por un entramado jerárquico, ni consecutivo, como en el relato tradicional; la narración no está direccionada, no tiene intenciones de ir a ningún lugar en especial. No encuentro un modo más atinado para pensar la relación de las partes en un texto de esta índole que una cuestión de tono. Para seguir con la metáfora, digamos que Barthes da en la tecla. Los fragmentos se adhieren, se suman, de modo horizontal y lo que hace que uno esté junto a otro es esa tonalidad. Me gusta pensar que a estos fragmentos la ilación no se la da el sentido, sino algo de otro orden, más misterioso y sutil, que se reconoce a un nivel auditivo. Como si el sonido fuese un imán que atrajera las partes hacia el centro del texto.
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Más un estribillo que toda una canción.
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El tono puede ser algo que escuchamos —un sonido—, pero también puede ser algo que vemos —un color—. Cuando tuve que hacer la edición final del libro del que hablo, armé una gran cartulina con post it de distintos colores. Armé series temáticas que se representaban cromáticamente. La serie de mi evolución en materia de ojos era rosa, la serie que incluía a oftalmólogos, ciegos y especialistas en visión era verde flúor, la serie de momentos raros, en la que podía entrar cualquier personaje o cosa (Chaplin, Santa Lucía, Homero) era azul, la serie que involucraba a mi madre, naranja. Y así. Fui armando ese mosaico post it a post it, lo ubiqué en el suelo y lo observé desde arriba, como si se tratara de un mapa geográfico, o mejor: un mapa climático. Fui cambiando fragmentos de lugar, por necesidades estrictamente cromáticas. Acá hace falta más rosa. Acá más azul. Acá, un blanco. Era un patchwork, antes que una novela breve. Todavía conservo la cartulina porque me enseña que ese método de construcción, intuitivo y un poco arbitrario, me resultó mucho mejor que el empleo aplicado y exhaustivo de mi razón.
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Se me ocurre algo más. El fragmento no se encuentra solamente en la escritura, sino que también puede ser un efecto de lectura. Las interrupciones a las que sometemos los textos que leemos, queramos o no, los vuelven fragmentarios. No hace falta dar demasiadas explicaciones, la época atenta contra la concentración prolongada —las quejas sobre esta problemática podrían llenar varios libros—, eso suele ser exasperante, pero ¿no es mejor finalmente abrazar esa concentración difusa, fragmentaria, que nos hace leer de a sorbos pequeños, como si la lectura fuera la última cantimplora en el desierto? Leer mal, leer cortado, leer de a poco, leer de forma incompleta. Ser un lector golondrina, que se lleva algo y se va a otro lado.
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Pienso que las interrupciones son una de las formas en las que el continuum de nuestra vida adquiere nuevos significados. Si todo funcionara bien, si todo «fluyera», no habría espacio para la sorpresa, para lo inesperado, para la iluminación. Para reconducirnos a nuestra propia cinta de avance, con un leve glitch, con una pequeña modificación de perspectiva.
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La programación de la TV es interrumpida por una cadena nacional. El tránsito se detiene por un atasco y nos tenemos que desviar. Un corte de luz nos devuelve prácticas y quehaceres propios del siglo XIX. Una clase en la universidad se corta por un acto político. Un corte de internet nos lleva a mirar el dibujo del cielo. Una invasión de mosquitos en la ciudad de Buenos Aires nos impide salir a la calle, se suspenden los planes de la tarde, observamos al gato que finalmente duerme, como si nunca hubiera hecho otra cosa, como si ese fuera por completo su destino, quizás consigna que este texto avance.