Hace dos años regresé a mi ciudad natal, Bogotá. Vivo en un barrio sin carácter, maiamisado, lleno de parques, autos y restaurantes sin alma. Una especie de suburbio insulso. Para amigarme con este espacio, inventé un recorrido que sigue a un río canalizado y desemboca en un café de cadena con sillas en el exterior. En ese local anodino encontré la mezcla que necesito de cafeína, paisaje y un área apta para fumadores. Voy allí con cierta frecuencia, cuando necesito volver a tener un cuerpo, ver otros humanos y pensar en público.
La semana pasada, luego de una reclusión extrema por una amigdalitis, hice mi peregrinaje al café. En el camino vi gente rubia con atuendo runner, Golden retrivers, una niña de porcelana con 5 años y tutú, siendo fotografiada por su madre, bandadas de motos de policía, mujeres disfrazadas de sirvientas (casi con cofia) y los cerros orientales verdísimos, impasibles, augurando quién sabe qué.
Ya en el café, un tipo pelirrojo, barbado, cuarentón, que ocupaba toda la plazoleta con su voz comenzó a tirar máximas a su amigo. Dijo que a su tío el banquero le regaló una figurilla de Tío rico Macpato (Scrooge McDuck), porque «¿qué más le vas a dar a un tipo que lo tiene todo?» Dijo que no vería la película La sustancia con ninguna mujer y se refirió al director en masculino como si fuese un varón. Monologó. Celebró sus propios chistes. Invadió el espacio mental del exterior. Habló de sus amoríos de aplicaciones, se refirió a una mujer de 29 como señora, madurita, vieja. Se extendió sobre la tarde con impunidad.
Al rato apareció un hombre de su misma edad con cuatro niños de edades próximas. Se acercó con cautela a la gente en las mesas y pidió dinero. Caminó con cierto temor, sabiendo que había cruzado ese umbral diminuto de lo público a lo privado. Ese espacio de gente ociosa es ya la cadena de café. Este hombre sabe que Bogotá es una serie de fronteras invisibles delimitadas por el dinero. Cierta gente consume, es decir, paga por el dudoso derecho de que empleados precarizados alejen de ellos la pobreza, que insiste en «afearles» el día.
El hombre pelirrojo lo despachó con un gesto de la mano. Un gesto que se podría traducir a chus chus. Un gesto que desestimó de plumazo toda interacción. Un movimiento de mano que negó la presencia del hombre que pedía. El pelirrojo no lo ve. No lo vio y no está dispuesto a verlo. Es incapaz de percibir a este hombre. Tiene una ceguera aprendida, cultural y discursiva.
Imagino la vida del pelirrojo. Seguramente vio a su padre hacer el mismo gesto miles de veces. Probablemente en su casa siempre hubo una mujer que hacía todas las labores, dejando todo limpio como único rastro de existencia. La comodidad de este hombre se armó con dinero y discursos de mérito. Se armó con la insistencia de frases, de historias, de gestos. El pelirrojo está ciego de discursos: «Son pobres por elección». O en una versión nueva era: «Es pobre porque su alma así lo eligió». Y en reverso: «Merezco lo que tengo». Sus sentidos estaban ahí, su cuerpo estaba ahí, sin embargo, el hombre frente a él careció de materialidad y sobre todo de complejidad. No le era posible imaginar su historia ¿Qué hacía allí pidiendo con cuatro niños? ¿Qué desayunaron? ¿Cuántas horas llevaban caminando? Y mucho menos algo que lo saque del relato de la escasez: ¿Cómo percibe la belleza este hombre? ¿Cómo es su experiencia del placer? ¿Qué ama?
El pelirrojo estaba ciego de discurso.
Porque el discurso como forma repetida no nos deja tocar el dolor en el mundo, tampoco la belleza. Estoy hablando de lo dicho, lo repetido hasta el cansancio, la frase hecha. El post, el meme, el tuit; todo se vacía de sentido. El palabrerío roba el cuerpo. Todo discurso anquilosado quita los ojos. El lenguaje cooptado por la repetición maniobra para no decir nada. O peor aún, el lenguaje termina diciendo cosas como: «Ideología de género, putas pañuelo verde, con mis hijos no. Si tu derecho lo tiene que pagar otro, entonces no es un derecho es un privilegio. Estéticamente superiores. Ante Dios y el mundo, el más fuerte tiene el derecho de hacer prevalecer su voluntad. La guerra y la desigualdad existieron siempre. Somos egoístas por naturaleza».
El discurso intercepta el cuerpo y su expresión más mamífera: el amor. No amamos. En la repetición, no hay otro posible para ver.
¿Cómo volver a tener ojos? ¿Cómo volver a dotar de piel a las palabras?
*
La poesía opera en la ficción y aún desorganiza sentidos. Opera en lo inestable. Cuela asociaciones inesperadas, trafica nuevas sensibilidades. Aún insiste en la herida. Sospecha de la herida. Salta al abismo de lo posible, cruza el cerco discursivo de la cultura occidental. La poesía aún. La imaginación también. Aún, así, todavía.
En el mundo inestable de la poesía, en el entresijo de la ficción, quiero escribir sobre ese hombre y sus hijos: «Desayunaron mandarinas a la madrugada. Con los dedos perfumados la niña rozó la barba naciente del padre. Descubrió en su papá a un nene puercoespín y en la caricia y en el respingo, una mejilla cítrica salió al viento del barrio Egipto y el viento insistió en la caricia».
Eso también, aún, como posibilidad existe para mí. Y me da una especie de piel para tocar al hombre en mí. También podría ficcionar sobre el pelirrojo, tocar en un doblez donde escapa de la ceguera del discurso. Podría abrir la linealidad de las palabras con una cuchilla, traer asociaciones inesperadas, mezclar lo raro, lo improbable. Experimentar con una Bogotá que se curva, un espacio posible donde estos hombres se miren y se difuminen las fronteras invisibles de la propiedad.
Es así como la especulación poética siempre es política. Opera en la grieta del discurso. Opera en la posibilidad. La especulación poética desautomatiza, ofrece una piel para tocar.
Deseo habitar ese borde, ese despeñadero.
Quiero creer que todavía es posible.
*
Alguien podría decir, no sirve de nada que escribas la vida ficcional de estos dos hombres porque no es «verdad». ¿Y si la ficción fuera otra forma de lo verdadero? Una forma que, creo, pareciéramos estar olvidando cómo leer.
Para mí, la verdad de la ficción reside en otra parte, sobre todo hoy cuando la distopía ya llegó. La IA puede hacer videos falsos de cualquiera haciendo cualquier cosa (Deep fake), la información manipulada se expande por redes afectivas y por burbujas radicalizadas que suelen coincidir. No hay jerarquías de lectura ni espacio para el contexto, a un milímetro del scroll perritos bebé, niños aniquilados por bombas de fósforo blanco y «¿Por qué no te compras estos lindos zapatos?» En Twitter no hay cabida para el subtexto. Hordas de incels han perdido la capacidad de entender el sarcasmo y se enfrascan en insultos de una literalidad extraordinaria. Cientos de artículos en la prensa alertan sobre la pérdida de concentración, sobre una baja en la capacidad de lectura en la población general. La economía de la atención nos roba el tiempo y los caracteres.
En medio del reino de la posverdad hay un auge de la llamada no-ficción o auto-ficción. Mientras la IA y Elon Musk corren rampantes por el mundo digital diseminando distorsión, a la literatura se le pide ser «verdadera». Para ser bien-pensante, sólo nos es posible narrar lo sufrido en carne propia, porque todo atisbo de ficción es, según Twitter progre, una posible apropiación cultural. Se nos exige a las escritoras hablar sólo de nuestro propio padecimiento, enmarcarnos sólo en las luchas que nos tocan, hacernos cargo de la baldosa sofocante de nuestra identidad. Como si fuera posible decir quién es una. Como si fuéramos un discurso acabado. Como si no nos pudiera atravesar el otro. Como si una pudiera escoger las luchas que le tocan. Como si la política fuera un juego de casillas y compartimientos. Como si nos quitáramos los ojos para ver.
En 2005 la novela autobiográfica En mil pedazos de James Frey, en la que explora su alcoholismo y drogadicción, fue una de las más vendidas en Estados Unidos, en parte por el espaldarazo mediático de Oprah Winfrey. Más adelante, cuando la novela fue interpelada con sospechas de no ser del todo «verdadera» se desató un escándalo. Parecía ser que la narración perdía mérito por no ser «real», como si los libros se hicieran únicamente de trama y no de millones de decisiones estéticas sobre las palabras. Como si la narración fuese un espejo transparente de la realidad, como si escribir no fuese un dispositivo, un artificio, un diseño. Una máquina que atisba el mundo, que lo manipula para interpelarlo.
En muchas de las notas de prensa y entrevistas que me hicieron sobre Sofoco, se hacía mucho énfasis en que fui promotora de lectura en zonas rurales de Colombia y que conocía de primera mano el territorio. Era como si necesitaran validar, frente a un lector suspicaz, que detrás de la ficción existía una especie de «basado en hechos reales», que me autorizaba ficcionar sobre el conflicto armado en Colombia. Por supuesto que mi labor de promotora de lectura era un gesto político, pero no creo que lo político de los cuentos resida en mi biografía, sino en el entramado narrativo, en el riesgo imaginativo, en la apuesta del lenguaje.
En su ensayo El concepto de ficción (1989), Juan José Saer propone que la ficción es una especie de antropología especulativa. Un espacio que se alimenta de la experiencia empírica del mundo para torcerla. Los personajes, entonces, no son un dechado de virtudes. Más bien son lo humano puesto en el experimento de otro mundo. La ficción no explora el humano como debería ser, si no como podría ser en determinadas circunstancias de un ecosistema imaginario y específico. La ficción no es una cartilla de moral.
En ese sentido, propone otro pacto de lectura. Dice Saer: «Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso».
Así, la fantasía opera también como una interpelación a la realidad. Y las preguntas literarias son políticas. Tal vez el florecimiento de los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción en la obra de autoras latinoamericanas, tenga que ver con este fenómeno, con estas claves de lectura que exigen «lo verdadero». Ellas parecen estar señalando el derecho a ser leídas en un marco más amplio de impunidad y en un mundo no referencial, atreverse a mirar las zonas grises, lo no resuelto, aquello que se escapa al mandato de la moral, al examen de su idoneidad para tratar tal o cual tema, escapando del mandato de la verdad.
He escuchado relatos de terror sobre la industria editorial del primer mundo, dicen que abundan los editores de sensibilidad (sensibility readers) que te aconsejan meter uno que otro personaje queer, uno que otro personaje «de color». Terminamos con enlatados «inclusivos», con personajes refritos y planos. Los buenos –buenos y los malos– malos. Nos damos palmaditas en la espalda. Narramos sin imaginación y sin riesgo, para repetir otra forma de quitarnos los ojos, de adormecer la palabra. En un afán de corrección política fingida, la literatura se cierra a lo otro. La buena intención, la necesaria intención, de las políticas de la identidad tergiversadas.
(¿Qué quién te crees para inventar un personaje? ¿Qué quién te crees para hablar de otro que no eres? Que lo otro es de otro. No toques, no te asomes al dolor ajeno.
Que no es posible ser habitada por lo que no eres).
Los gringos hablan mucho de la representación, de la importancia de incluir a las llamadas «minorías» en la ficción. Ya sabemos lo hábil que es el mercado para desactivar políticamente las luchas. Esta política de incluir puede rápidamente terminar en un afiche inclusivo a lo United Colors of Benetton. Gente de todos los colores, sonriente, con ropita bonita, que no conoce la desigualdad. Esta caricatura de la diversidad se construye con personajes «minoritarios» que no son complejos sino, más bien, son personajes ideales, buenas-pobres-personas. Personajes que no tienen contradicción, ni grieta, ni humanidad. La buena lesbiana, la compungida mujer trans, la esforzada madre luchona latinoamericana.
Este reclamo por la representación, cooptado por el mercado, termina afectando los pactos de lectura de la ficción. La cultura progre de tik tok reclama representaciones positivas de sus identidades ¿De verdad la gente lee para verse «reflejada» en el libro? Lo que yo busqué siempre en la lectura fue lo otro, para desde allí ponerme en duda. Leí para poner en riesgo el «yo».
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Es así cómo opera el mercado sobre el lenguaje: interviniendo sobre los pactos de lectura. Lo verdadero sobre lo verosímil, la trama sobre la estructura, la idea biográfica de la autora eclipsando la complejidad de los textos. Lo político de un texto se aplana y se juzga únicamente en términos morales y lineales. ¿Estamos perdiendo la capacidad de percibir el entramado sensible que compone a la ficción? ¿En este mundo neoliberal, donde las nuevas derechas deforman los datos y las noticias para sembrar odio, vamos a responder con ficciones higiénicas de personajes progres intachables? ¿O vamos a morder en la raíz de lo podrido señalando la ambivalencia, el dolor y la contradicción? ¿Vamos a interpelar el mundo en serio o vamos a seguir produciendo literatura vanidosa, literatura selfi, literatura para Instagram, consumible, literatura de las identidades cerradas y de rápida digestión? ¿Vamos a pelear con el fascismo insistiendo en qué somos buenas personas o vamos a meterle cuchilladas de preguntas al mundo desde la imaginación?
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No quiero ser una marca. No quiero ser mercancía, pero quisiera tener un ingreso digno por este trabajo esforzado de la escritura. Veo cómo en los medios se fetichiza la idea de la autora y cómo, más que en los libros, hay un interés por las mañas, rituales y vivencias personales de quien escribe. Fulanita escribe de noche, Sutanita escribe desde el duelo de su madre que murió de cáncer, «Pepita: ¿Qué tanto de esta novela te sucedió a ti?».
Esta obsesión con la autora me resulta peligrosa. Ronda esa vieja idea del intelectual latinoamericano del siglo XIX que debía dar cuenta de todo en el universo. Nos preguntan en las entrevistas qué pensamos de absolutamente todo e, inevitablemente, mis respuestas son malas, insuficientes, porque mi respuesta verdadera es la ficción. No soy doctora en conflicto armado colombiano, tampoco soy víctima directa, ni pretendo usurpar ese lugar. Soy alguien que investiga a través de la operación poética sobre la historia. Todo lo que puedo decir, lo dije en forma de cuento y basta.
Veo en algunos de mis estudiantes el ansia de SER escritores y no el ansia de escribir. Por las fuerzas de mercado, pareciera que el oficio de escritor/a se ha convertido en una identidad, no una práctica. Ser escritor/a pareciera ser una celebración del individualismo, TENER una voz, ser original. Esta idea de la escritura termina por ahondar en una mirada elitista y jerárquica. Sólo pueden escribir unas pocas iluminadas y su fuerza viene de su individualidad. Como si la literatura no fuese una gran conversación en el tiempo, un diálogo que excede al copyright, a la propiedad privada.
Si me domestico al mercado, estoy desconociendo que la lengua, en su dimensión más extraña, nos es común, que no hay manera de domarla, que ella dice más allá del tiempo y los individuos. Estoy hablando sobre la práctica antigua de dialogar y reinterpretar, sobre lo otro que me habita. ¿Qué más bello que no tener dominio absoluto en lo que escribo? ¿Qué más político que descubrirme otra en la escritura?
Escribo no como quien dice desde un banquito cosas buenas e inteligentes.
Escribo en la duda, como quien escucha.
Creo que poner en duda el yo es siempre un buen camino. Incluso en la auto-ficción. Hacer añicos esa primera persona. Que el yo sea caleidoscopio y no reafirmación. Que el yo opere como opera la ficción.
Quisiera escribir en una lengua que no es funcional al mercado ni a las plataformas. Escribir lo que para mí misma es incomprensible. Dejarme desacomodar por lo inestable de la poesía. Sostenerme en lo que pica. Permanecer, irme y venirme por entre las grietas.
Quiero escribir para habitar la belleza y el horror, para tocar el punto inasible donde ambos se tocan.
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«con este poema no tomarás el poder» dice
«con estos versos no harás la revolución» dice
se sienta a la mesa y escribe
fragmento de: Confianzas
Juan Gelman
Siempre me ha gustado este poema de Juan Gelman, porque no se hace la revolución con versos y, sin embargo, se sienta a la mesa y escribe. Esta tensión es para mí el lugar de la militancia política en literatura. Mucho se teme a la literatura panfletaria, aquella que baja línea, aquella que confía ingenuamente en que el lenguaje es capaz de transformar el mundo de una manera lineal. La temida literatura de la propaganda política, la que al final, se dice que es mala sin remedio. Pero, ¿no es toda propaganda en los medios una propaganda al capitalismo? Frente a los formatos cerrados, sentenciosos, facilistas, cortos y sin subtexto del internet, se antepone la forma amorfa, indomesticable de lo poético.
Gelman sabe, sospecha, que con versos no se cambia el mundo. Que la relación entre lenguaje y mundo no es transparente. Y, sin embargo, escribe. ¿Por qué? Porque también debe sospechar que en el verso se disputan y complejizan los sentidos. Porque en algún lugar sucede sí, aunque no del todo, la revolución. Porque la poesía es capaz de habitar en la ranura. La revolución, la verdadera, existe y no existe como el gato de Schrödinger. Porque la lengua es sobre todo potencia. Es imaginación, en el sentido más ignífero de la palabra. ¿Cómo si no vamos a imaginar otro mundo posible? ¿Cómo si no, un mundo de cara a la vida, donde el hombre que pide plata puede ser tocado?
Lo poético es insubordinado. Es piel para tocar.