¿Cómo se escriben los colores escandalosos
de los pájaros y la resistencia delicada
de nuestros tejidos?
Liliana Ancalao
1. La vitalidad del primer murmullo: la abuela materna
Los tejidos de mi abuela materna, Ana Rojas Gutiérrez, me han cobijado desde niña. En diferentes fotografías aparezco envuelta en sus fibras, torcidas y orientadas por plantillas cuadriculadas que todavía no logro traducir. Las imagino como partituras complejas, antiguos símbolos que resisten la interpretación. Yo solo aprendí los puntos básicos del crochet, los palillos y la aguja de bordar. He intentado, en diferentes momentos de mi vida, practicar el paciente ejercicio del tejido. Pero mis manos apenas han labrado bufandas, frases en bastidores, pañitos para muebles y colgantes de macramé. Algún día me daré el tiempo, pienso. Por ahora, prefiero trenzar palabras.
Mi abuela todavía teje sin descanso. En nuestra familia y en su barrio, toda guagua que nace, crece en su nido cálido de nudos y tramas. Allí no importa la precariedad, lo material se comparte. Siempre se puede reciclar un ovillo de lana o desarmar una chomba, mientras los dedos sean laboriosos. Cada vez que la visito, me recibe con algún regalo que involucra la exploración de un nuevo punto. Indaga, ensaya, compone y enlaza. Y si comete un error, desteje sin clemencia y vuelve a comenzar. El último obsequio que me tejió es un camino de mesa blanco, adornado con orillas delgadas verde musgo y flores rojas que eclosionan en relieve. Aunque no es un tejido sutil debido a la prominencia de sus pétalos y la frondosidad de sus hojas, la elección precisa de los puntos y la cuidada condensación de sus anudamientos consiguen una obra delicada. El fondo parece un lienzo de pequeñas olas en reposo o un panal en espera de sus abejas. En ella, el afecto no está separado de la técnica. La oscilación inquieta de sus manos alberga un rigor sensible.
Recuerdo que bajo esa crianza de dedales, hilos y telas, también había libros confeccionados por ella, muestrarios que hoy parecen de otra época, como los herbarios. Todos se encontraban en la misma biblioteca de madera que revolví una y otra vez, maravillada por los objetos extraños que cobijaba. Hace pocos meses los busqué con insistencia, pero ya no existen. Tampoco le pregunté dónde podrían estar. De niña dedicaba largas jornadas aprendiendo los nombres escritos en su manuscrita temblorosa, palpando suavemente los fragmentos tejidos. Punto arroz, punto cadena, punto trigo, punto garbanzo.
No puedo imaginar a mi abuela sin el tejido enrollado en sus piernas, mientras invoca a personajes excéntricos, narra escenas de su juventud o revela secretos intrincados de su niñez. En los relatos, su voz más íntima no disimula las violencias, no le interesa pulir lo que otros colmaron de horror. No puede darse ese privilegio con las palabras, como lo intenta con las fibras. No es una tejedora silenciosa; tampoco lo son sus amigas. El movimiento de sus manos permite el movimiento de sus lenguas. Un gesto impulsa el otro, como si fuera una estrategia interna del cuerpo, una destreza que ellas mismas desconocen del todo. En vez del mutismo y la quietud, les germinó un órgano misterioso que posibilita la reparación.
Hoy percibo con claridad cómo la excusa de reunirse en torno al tejido era, en realidad, una defensa de lo colectivo: asir la palabra, compartir la voz. En ese espacio, ellas existían en plenitud, mientras sus relatos adquirían espesura al hallar resonancias en otro cuerpo. En un barrio forjado a la intemperie, con raíces en los campamentos y tomas populares, poder reverberar en el lenguaje de la vecina, también conformó la recuperación de sus territorios. No necesitaron de una gran asamblea ni un partido político para sentirse escuchadas. Su filiación fue otra: urdir y desovillar sus propias hebras, las de adentro, las de afuera.
En mi memoria, el sonido de sus voces es inseparable del choque de los palillos y el zumbido de las máquinas de coser. Durante esos años, aprendí a escuchar, a imaginar. Las señoras mayores me consentían con historias, confidencias y postres de merengue. Yo me dejaba querer, respondiendo con frases ocurrentes que parecían salir de la boca de otra señora como ellas, mientras esperábamos que mi mamá saliera del trabajo y, con prisa, viniera a recogerme. Entre las amigas de mi abuelita, a pesar del tenor áspero de sus revelaciones, las tardes se deslizaban con sosiego. A veces, tenía la impresión de que las horas se extendían más de lo habitual, y fantaseaba con la idea de que poseían el encanto de retrasar las noches. Ahora pienso que esa sensación provenía de integrar un espacio seguro. Sentir que la penumbra no acechaba, era habitar un lugar de cuidados.
¿Cómo no aprender de ese encuentro la persistencia del trabajo colectivo, el compromiso de donar tiempo para escuchar, para tejer, para escribir?
Ellas encarnaron el fuera de campo, ínfimas incluso ante otras mujeres; nunca tuvieron el derecho a la palabra en lo público ni frente a las patronas. La mayoría no pudo completar la educación básica, trabajaron desde pequeñas y fueron madres demasiado jóvenes para disfrutar del juego. Mientras recuerdo esto, me pregunto cuántas de esas señoras, vecinas y amigas que conocí como la nieta de mi abuela, encontraron en la narración oral una salvación, en la posibilidad de escuchar y ser escuchada. Se reunían una vez a la semana en una mesa insumisa, compartiendo onces y convivencias de pan amasado, pailas de huevo, queques y termos con té, arriesgándose a expresar lo que no se atrevían a decir en sus propias familias. Ese instante está aquí, todavía les pertenece; sus experiencias individuales se transformaron en un acontecimiento común. Al recuperar los hilos de sus palabras y tomar la decisión del encuentro, la hebra del tejido finalmente se desanuda de su enredo y en el cuerpo la garganta dispone su abertura. Así, la lengua tejida se torna en una confluencia ante la presencia de la otra.
Mi abuela materna, sus amigas y sus tejidos formaron parte de mi territorio afectivo durante la infancia. Eso es lo que comprendo como hogar. Un hogar donde trazaba, una y otra vez, letra tras letra, hasta perfeccionar la caligrafía. Un hogar donde se esbozaron mis primeras tramas de escritura. Un hogar donde aprendí que la dimensión política es un diálogo, un relato de muchas, una colaboración sensible.
Me pregunto cuánto de mi voz «literaria», también es la suya, la de ellas. Como resalta Diana Bellessi en La pequeña voz del mundo: «Sí, yo es otra. Yo es en otras. No en mi voluntad de enunciación. Pero quizás sí en la crianza de mi alma. Si el estilo es el espíritu individual, éste es simplemente quien lleva a cabo el recorte, quien rastrilla en el océano del gran rumor donde el vulgo canta».
Lo político no se encuentra por fuera del territorio que es mi abuela materna. Lo político reside en su forma transgresora de hacer/tejer comunidad junto a otras mujeres empobrecidas, a pesar de todo. En la conciencia de ese colectivo, entre sus manos inquietas, entre los filamentos de sus memorias, eclosiona la raíz de mi escritura.
Hundo mis dedos en esa materia resplandeciente de huellas, para impulsar la lengua que hace posible estos trazos. Escribo para engarzar la vitalidad de ese primer murmullo.
2. Tras la ausencia, aparecen las hebras del canto: la abuela paterna
Hace casi un año, mi abuelo paterno me regaló un pontro tejido por su madre Rosa Quilaqueo Cariqueo. Un pontro es una manta, una cobija de lana gruesa urdida en witral, nombre que recibe el telar mapuche. Ese tejido debe tener al menos unos cien años. El obsequio de mi abuelo no es casualidad, sino que conforma parte de mi herencia. Semanas antes de su regalo y después de un tiempo prolongado de reflexión, decidió vender sus tierras a un pariente joven que todavía vive en la comunidad familiar. Me entristeció la noticia, pero lo cierto es que a su edad, ya no retornará a su territorio ancestral y, al parecer, tampoco sus hijas e hijos. No es una decisión en la que pueda interferir y debo reconocer que parte de mi congoja responde a cierta idealización sobre aquellas tierras. Pero ya no hay agua, dice mi padre, el retorno no es fácil.
Mi familia mapuche más cercana lleva décadas en Santiago, debido al desplazamiento forzado que muchas comunidades indígenas realizaron en Chile a lo largo del siglo XX, como consecuencia del colonialismo y la expoliación. A ese proceso migratorio lo denominamos diáspora. En el caso de mi familia mapuche Catrileo/Collihuín, el impulso del viaje fue fortalecido por la determinación de mi abuelo, quien, tras la pérdida de su esposa, asumió la viudez con cinco hijxs todavía muy pequeñxs para comprender los filamentos de la muerte.
Desde la infancia, he intentado enhebrar el paisaje de ese trayecto como una forma de entender al niño huérfano que fue mi padre, y al mismo tiempo, sumergirme en la maraña desconocida, en la incertidumbre que representa su madre, cuya presencia ausente se me revela constantemente en sueños. No hay imagen de su madre, solo un nombre: Juana Collihuín Curaqueo. No hay rostro de la madre, solo hijos e hijas que deben portar alguna huella secreta de lo que ella fue.
Sobre las tierras, quiero pensar que, después de todo, permanecerán enlazadas a un vínculo familiar, y que, por ello, la comunidad no desaparecerá. Tras aquel suceso, mi abuelo convocó a su descendencia para anunciar la decisión: formalizó la entrega solemnemente y distribuyó una suma de dinero para cada hijx. Este acontecimiento me recordó una historia que tiempo atrás él relató sobre su niñez. Cuando tenía nueve años y su abuelo estaba a punto de morir, reunió a su familia para heredarles las tierras y los animales. A pesar de su corta edad, él como nieto también fue incluido. Al finalizar ese recuerdo, pronunció: «Mi abuelito fue bueno, por eso me dejó lo mismo. Tocamos todo, todo parejo».
No pude estar presente en la ceremonia familiar, sin embargo, mi padre y sus hermanas se encargaron de narrar con gracia cada detalle de la performance. Imagino que mi abuelo se sintió parte de un ritual que trascendía su historia personal, un elemento más de una vasta constelación que había aprendido a reconocer desde su niñez.
De esa repartición proviene el tejido que me dejó como herencia. Me regaló ese pontro con la certeza de su continuidad, esperando que su existencia y su pulso se expandieran. Sabe que los hilos que trenzaron los dedos de su madre pueden impulsar movimiento, como una lectura latente que se descubre al palpar entre las hebras. Tal como señala Elvira Espejo: «Pensar con la yema de los dedos […] La sensibilidad de la yema de los dedos capta la textura de la fibra y se almacena en la cabeza y en otras partes del cuerpo». El conocimiento sensible de las manos discurre inquieto por nuestros órganos, exploramos la suavidad de su lenguaje, su tenaz movimiento.
En el fondo, ese obsequio representa tanto un lazo emocional como un compromiso político. Más allá de su función práctica, la labor de ese tejido es su propagación sensible: captar lo que se fuga a simple vista y dar testimonio de su persistencia en este mundo. Pero la aceptación de ese deber no es fortuito, sino la consecuencia de otros filamentos. Mi abuelito me entregó ese pontro reconociendo lo que hice con otro tejido, donde se revelan las hebras trenzadas por la madre de mi padre.
Debido a la cercanía con mi abuela materna y al aprendizaje material e íntimo que maceramos entre palabra y urdimbre, mi abuela paterna siempre me pareció un enigma absoluto. Desconozco si fue el dolor o la ausencia —o puede que ambas—, pero de su nombre solo recibí fragmentos velados, retazos que nunca terminé de remendar.
—«Murió por un daño que le hicieron».
— «La ruka se colmó de insectos días antes de su muerte».
—«Desapareció en su propia sangre».
No tengo certezas sobre la razón de su muerte. Solo sé que hubo una fuerte hemorragia y que, en los días previos al deceso, aparecieron signos extraños cerca de la ruka. Quizás por ello, ese episodio me fue transmitido desde el misterio, como si un rayo incontrolable hubiera arrebatado prontamente la vida de esa mujer. De mi abuela paterna quedaron frases desperdigadas, hilachas que nunca encontraron palabras para conformar un relato, ni siquiera uno de duelo. De su fantasma esquirla, heredé también su ausencia. Y, movida por la obsesión de tantear lo incierto, decidí recomponer a punta de opacidades una parte de su memoria, rastreando astilla por astilla, hasta imaginar de nuevo su voz.
Con el tiempo, he intentado recolectar las historias de esa abuela ausente, quizás para encontrar la ternura de mi padre, o tal vez por esa extraña afinidad que me vincula a alguien que nunca conocí. El único registro que existía de ella era una fotografía tamaño carnet, pero se perdió en el viaje migratorio del campo a la ciudad. Su rostro ausente, sus cantos ausentes, su juventud ausente. Sin embargo, un elemento logró sobrevivir a todas las mudanzas: un pontro, urdimbre que también me cobijó desde niña. Aunque esas fibras no me ofrecen su imagen, me donan vestigios de su escritura ¿Qué palabras se entrelazan en sus filamentos?
Quise aprender a leerla, hebra por hebra. Palpar las lanas teñidas a mano con fibras y pigmentos vegetales. Raíces, flores, follaje, tallos. Boldo, romero, cáscara de cebolla.
Un conocimiento háptico, transmitido de mano en mano, de voz en voz.
Me pregunté qué relatos o cantos la acompañaban, cómo resonaba su lengua en los otros cuerpos de quienes la escuchaban. Con ese pontro realicé una performance, un ensayo visual al que llamé «Llekümün», que significa esparcir semillas. En ese proceso, exhibí su escritura en las calles como si fuera un lienzo. Las personas se detenían a interpretar las hebras. Lo leí, lo acaricié, me dejé envolver por él. Intenté que sus nudos temblaran junto al río. Toda mi familia presenció esa obra, incluido mi abuelo. Imagino que fue en ese momento cuando decidió entregarme su preciado tejido, su preciada escritura.
¿Cómo comprender a alguien a través de lo que ha tejido en el witral? He insistido en reconstruir la memoria de mi abuela paterna, buscándola como si en esa indagación también estuviera rastreando algo que me falta. Pregunté a cada unx: ¿sueñan con ella? ¿Cómo eran sus comidas, sus caricias, sus cantos, sus otras tramas? ¿Cuál era el tono de su voz, el color de su cabello? El tejido no es solo una manta; es un elemento semilla diseminada en el viaje, un fragmento de cuerpo colectivo, un trozo del territorio que dejamos atrás. Esa urdimbre es nuestro vínculo afectivo, nos engarza y nos atraviesa. Su tejido-escritura es el testimonio del territorio que nos falta.
Es conocido el vínculo etimológico y metafórico que enlaza las palabras «texto» y «tejido». Evocamos con frecuencia esa relación arcaica para ilustrar el gesto encarnado de la escritura, para reconocer en su movimiento la técnica de engarzar materiales, ya sean filamentos, letras o sonidos. De aquella correspondencia surge todo un léxico que incluye términos ligados a la urdimbre. En mapudungun, la lengua del pueblo mapuche, existe una palabra que anuda ambas ideas: wirin. Wirin es el surco que deja el arado sobre la tierra, la trama horizontal del telar, también llamamos así a la escritura. Dibujar líneas, trenzar palabras, arar las hojas blancas con palabras, nos hunde en el lenguaje.
Constantemente afirmo que escribir es como tejer. Lo digo porque tengo una consciencia material de las palabras, de la composición, del lenguaje. Pero también porque quiero decir que mis abuelas, al no poder escribir, tejieron. Estos tejidos, con sus excesos o sus faltas, han dado forma a la voz y al territorio de mi escritura. Hay múltiples hebras que impulsan las letras, cada quien elige los matices, los puntos, los hilos. Sin embargo, toda urdimbre, toda estructura se sostiene de un territorio. Lo político radica en reconocer desde qué lugares es posible nuestra obra, qué voces cobija en su anudamiento, qué parte del mundo encarna. Leer los tejidos para oír los relatos, las rogativas, los cantos. Solo así comprenderemos que la voz nunca es tan propia, sino que está colmada de ecos, lenguas, plantas.
Escribo para reverberar en la voz de mis abuelas, para propagar su tejido.